Caza Mayor
Por
La progresiva irrelevancia de Europa
Los recientes acontecimientos han puesto negro sobre blanco la progresiva decadencia política, económica y cultural de Europa, inmersa en una atávica crisis de identidad. Más que
Los recientes acontecimientos han puesto negro sobre blanco la progresiva decadencia política, económica y cultural de Europa, inmersa en una atávica crisis de identidad. Más que un Viejo Continente, Europa es un continente viejo, demasiado viejo y heterogéneo, donde cada uno vela por sus intereses. Lo indicó jocosamente Hillary Clinton en una votación sobre Palestina en las Naciones Unidas cuando, remedando los chistes de “van un inglés, un alemán y un español”, dijo aquello de que “era imposible que Estados Unidos y la UE estuviéramos de acuerdo en todo cuando ni siquiera los europeos se ponen de acuerdo entre ellos”.
Es por esto que la influencia de Europa en el tablero internacional tiende a la irrelevancia. Los que toman las decisiones geoestratégicas ponen el foco en América y Asia. Poco más. En los briefings de la gran banca mundial, la UE no pasa de apunte a pie de página. Por la inestabilidad de sus socios, por una política común que peca de debilidad por ser la suma de muchas políticas individuales, por una crisis de deuda que se prolonga en el tiempo, por la devaluación cualitativa de la divisa, por la falta de una red empresarial competitiva que pueda rivalizar con los gigantes que vienen de Estados Unidos y China… Por estos y por otros motivos, Europa se encamina sin freno hacia un trasunto de suicidio colectivo.
El valor de ‘pertenencia’ que insuflaron Adenauer y los demás padres de Europa, y por el que países como el nuestro se partían el espinazo, va poco a poco difuminándose. Según el sondeo anual de fin de año de WIN/Gallup International’s, asociación líder mundial en estudios de mercado de la que DYM es su miembro en España, realizado sobre 12.752 encuestas entre octubre y noviembre de 2014, se ha producido un descenso en el sentimiento europeísta en la mayoría de naciones, teniendo su máxima expresión en Grecia, donde el 52% de la población se declara más alejado (o menos europeo) que hace doce meses.
En el informe de DYM se aprecia cómo, aunque la mayoría de europeos (57%) sigue manteniendo su sentimiento de pertenencia a la Unión, se está produciendo un distanciamiento perceptible, en tanto en cuanto los que declaran encontrarse más alejados (26%) han aumentado y son más que los que se sienten más cercanos (14%). Merece la pena hacer hincapié en los porcentajes de Reino Unido, Francia e Italia, donde los más escépticos alcanzan peligrosamente un 43, 35 y 31%, respectivamente. En España, en cambio, no se percibe un distanciamiento tan acusado. Sólo uno de cada cinco españoles se siente hoy menos europeo que hace un año.
Europa vive una tragedia griega. No sólo por la desafección anteriormente mencionada o por Syriza y sus amenazas de dinamitar la Unión renegociando el rescate y reestructurando su deuda. No. Hay muchos más motivos y uno que destaca por encima del resto tiene que ver con las vergüenzas que han quedado al descubierto tras los atentados de París, que parecen confirmar que los férreos valores en los que se sustenta la Unión Europea, basados en el respeto a la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad y derechos humanos, no son tan consistentes como se creía, sino que más bien parecen regatearse en un mercado de Marrakech.
¿Por qué una parte cada vez más numerosa de la población inmigrante no ha asumido los valores europeos a pesar de residir en la Unión? ¿Por qué la mayoría de los Gobiernos comunitarios sigue dependiendo de los petrodólares cuando en otros países de mundo proliferan fuentes de energía alternativas más baratas y competitivas? ¿Por qué Europa está empezando a ser denostada incluso por los propios europeos?
El Viejo Continente siempre ha exudado un perfume un tanto decadente y esnob que, en cierto modo, da respuesta a estas cuestiones y ha provocado, a su vez, que Europa se haya trivializado, se haya vuelto cómoda, complaciente, anodina. Eso es lo que perciben quienes viven al margen del Estado de Derecho. Huelen la debilidad, la incapacidad de reacción ante un futuro para el que no están preparados. “Si algún día hay que empuñar un arma, quién lo va a hacer: ¿Yo? ¿Mi hijo?”, se pregunta un empresario español. La respuesta es simple: “Nadie. Aquí los únicos que van al ejército son los ecuatorianos para conseguir la nacionalidad”.
Igual que desde hace tiempo los judíos se tienen que quitar la kipá al salir de la sinagoga por miedo a las represalias, aquí llegará un día en el que, para no ofender a quien emplea el lenguaje del miedo, tendremos que ocultar nuestra identidad, esto es, que somos europeos, cristianos y que defendemos unos valores concretos, esos valores que igual nos permiten disfrutar de la prosa de Houellebecq que de la poesía de Rumi.
Los recientes acontecimientos han puesto negro sobre blanco la progresiva decadencia política, económica y cultural de Europa, inmersa en una atávica crisis de identidad. Más que un Viejo Continente, Europa es un continente viejo, demasiado viejo y heterogéneo, donde cada uno vela por sus intereses. Lo indicó jocosamente Hillary Clinton en una votación sobre Palestina en las Naciones Unidas cuando, remedando los chistes de “van un inglés, un alemán y un español”, dijo aquello de que “era imposible que Estados Unidos y la UE estuviéramos de acuerdo en todo cuando ni siquiera los europeos se ponen de acuerdo entre ellos”.