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La irritación de Montserrat
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Joan Tapia

Confidencias Catalanas

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La irritación de Montserrat

Cuando en el 2012 los editores de El Confidencial me propusieron hacer una columna semanal sobre Cataluña, la situación –aunque ya tensa– era muy distinta a

Cuando en el 2012 los editores de El Confidencial me propusieron hacer una columna semanal sobre Cataluña, la situación –aunque ya tensa– era muy distinta a la actual. Creía entonces que la sentencia del Estatut había generado un peligroso bache en las relaciones mutuas (Montilla ya había advertido antes de la creciente desafección) pero que, con sentido común, las tendencias se podían revertir. Prueba de ello era que en Cataluña gobernaba CiU, la coalición nacionalista, con el respaldo explícito del PP, el partido conservador y nacionalista español.

Pero en dos años las cosas se han complicado enormemente y el otro día recordé una frase de Timothy Garton Ash en un libro sobre la Europa del Este que no he logrado reencontrar. Decía algo así como que el nacionalismo es una fiebre que prende en aquellos pueblos en los que crece la antipatía hacia sus vecinos y se veneran algunos clichés falsos sobre su historia pasada. Es lo que pasa ahora tanto en el catalanismo como en el patriotismo español. Y es en gran parte responsabilidad de los dos líderes del centro-derecha –Artur Mas y Mariano Rajoy– que en 2010, cuando combatían al tripartito de Montilla y al ejecutivo socialista de Zapatero, parecían predestinados al matrimonio canónico.

Pero las cosas son como son. Ahora algunos lectores madrileños de El Confidencial que me siguen me creen un nacionalista catalán y otros de Barcelona me identifican como un sospechoso “unionista”. La semana pasada cité una interesante entrevista a James Mirrlees, escocés que fue premio nobel de Economía en el 96, que sobre el referéndum convocado para septiembre decía que en Escocia iban a prevalecer los sentimientos sobre las razones. Y algo ingenuamente añadí que aunque el porcentaje de catalanes que se sienten “sólo catalanes” ha subido mucho en los últimos años (hasta el 25% según una de las últimas encuestas), los que se sienten “tan catalanes como españoles” son todavía la minoría mayoritaria (40%) y los que tienen algún sentimiento de pertenencia común (“más españoles que catalanes”, “tan catalanes como españoles” o “más catalanes que españoles”) llegan a los dos tercios. Con estos datos sociológicos –que se repiten en todas las encuestas aunque la tendencia es hacia la desafección– concluía que el éxito del sí en un referéndum independentista era muy problemático.  

Pero la misma mañana me sorprendió una llamada telefónica de Montserrat, una simpática e inteligente compañera de facultad a la que no veía desde hace algunos años, creo que desde la última cena de curso de esas que se convocan esporádicamente. Montserrat estaba enfadada –más bien irritada– con mi artículo. Su mensaje fue radical y me extrañó viniendo de alguien que siempre se había expresado como una catalanista moderada con inclinación hacia el pragmatismo de Jordi Pujol del famoso “peix al cove”.

Traslado el núcleo de la reprimenda: “Cuando dices que a Catalunya no le conviene la independencia porque económicamente la perjudicaría –por la posible salida del euro– me molesta, pero puede que tengas razón. Cuando dices que romper un Estado como el español y crear otro nuevo es complicado, tengo que reconocer que aciertas. Pero cuando proclamas que los catalanes somos como los escoceses y que nuestros sentimientos nos pueden llevar a votar por la permanencia en España me siento agredida, me sublevo. Yo por motivos de conveniencia puedo llegar a votar contra la independencia, pero por sentimientos nunca votaré a favor de permanecer en un estado cuyo ministro de Educación –un clasista de La escopeta nacional– pregona que hay que españolizar a los niños catalanes. Y me irrita un Estado y un país que recurren al Constitucional un Estatuto afeitado que ha sido votado favorablemente por el pueblo catalán y por el Parlamento español”.

Madrid debe emitir mensajes de apertura, no los del ministro Margallo de que Cataluña quedará condenada a vagar por el espacio y fuera de la UE por los siglos de los siglos, si quiere recuperar la confianza de una amplia clase media que en el 78 voto la Constitución y que ahora está tentada por la independencia

“¿Es que los poderes fácticos –la clase política, la Iglesia, la banca– desprecian a los catalanes y al propio parlamento español? ¿Es que el PP, que había perdido las elecciones, tiene derecho de veto sobre cualquier pacto político entre España y Cataluña? ¿Es que el PSOE, que dice ser europeísta y progresista, no se atreve a plantar cara al rancio nacionalismo español del PP? Ahora se acaba de volver a ver cuando por miedo al PP no se atreve a presentar una moción de censura para convocar nuevas elecciones –no para hacer un Gobierno– en Navarra porque para que saliera necesitaría los votos de Bildu. ¿Es que Bildu es el seguro de vida de una derecha corrupta y minoritaria? No, no me puedes decir que por sentimientos puedo votar a favor de España. Lo puedo hacer con la nariz tapada por prudencia, por conveniencia, por miedo… pero nunca por sentimientos. No entienden nada de Cataluña y lo peor es que no quieren entender nada. Los catalanes podemos ser esclavos por conveniencia o por miedo, pero nunca por sentimientos”.

Intenté que Montserrat recapacitara. La autonomía ha sido insuficiente y lo del Estatut es un mal trago, pero la realidad es que en los últimos años Cataluña ha tenido la etapa más larga y más positiva de autogobierno. No se puede lanzar todo por la ventana al primer contratiempo –la sentencia del Constitucional– por mucho que irrite. Y además en el asunto del Estatut también hubo errores de la parte catalana. Monstserrat reduce la velocidad de sus palabras: “Sí, puede haber razones para la prudencia, pero no sentimientos. Nos han humillado con la sentencia del Estatut, se ríen de nosotros continuamente, mienten sobre la realidad catalana, nos fríen a impuestos y luego dicen que nos ayudan a través del Fondo de Liquidez Autonómica porque somos unos manirrotos y nos gastamos todo en TV3 o en cursos de catalán. Estoy harta, harta, harta…”

No había forma de pararla: “Qué sentimientos quieres que tenga respecto a una España que nos maltrata y nos humilla. Además, Madrid no es nada. Si yo fuera escocesa y fuera a Londres tendría respeto y admiración por una ciudad magnífica que todavía parece la capital de un imperio y en la que hay parques, el British Museum y que resistió heroicamente a los bombardeos de Hitler. Si yo fuera escocesa tendría un sentimiento de respeto, de envidia, ante Londres, pero no puedo sentir nada de esto ante Madrid, una ciudad mesetaria, engrandecida por Franco, y cuya derecha es reaccionaria y contraria al aborto. Y cuya clase dirigente todavía sostiene que los atentados del 11-M los hicieron los etarras para derribar a Aznar

Si yo fuera escocesa me identificaría con Londres (lo hago pese a ser española) y no me querría ir de Gran Bretaña, pero como soy catalana no tengo ningún respeto a Madrid y me quiero ir. Por eso he ido con mis hijos y mi nieto a las manifestaciones del 11 de septiembre. Apela a mi racionalidad si quieres, pero no a mis sentimientos, porque cada vez que veo al reaccionario de Aznar o al amorfo Rajoy o al calzonazos de Zapatero, que dice estar contento cuando el Constitucional le tumbó el Estatut que pactó con Cataluña…me pongo enferma”.

Comprendí que no había nada que hacer. Que Montserrat forma parte del pelotón de nuevos independentistas que están indignados y que creen que pueden ser un nuevo Estado de Europa. Hasta cierto punto es irrelevante que tenga razón o que no la tenga. La clave está en que una persona que votó con satisfacción la Constitución del 78 –me recuerda que buena parte de Alianza Popular lo hizo en contra– y que ha dado su voto siempre a un catalanismo moderado que deseaba influir en Madrid y contribuir a modernizar España, quiere ahora romper la baraja.

Si España (el mundo intelectual, los partidos principales, la sociedad civil) no cambia su discurso, el divorcio moral entre una parte de Cataluña (una buena fracción de capas profesionales y dinámicas) y Madrid se enquistará. Cierto que muchos catalanes –los empresarios, en primer lugar– apuestan por que el proceso se reconduzca hacia un pacto de más autogobierno dentro de una España plural. Pero, si desde Madrid no se emiten mensajes de apertura y complicidad (no los del ministro Margallo diciendo que Cataluña quedaría condenada a vagar por el espacio y fuera de la UE por los siglos de los siglos), las cosas se seguirán embarullando cada día más. Montserrat no tiene razón, pero su irritación es un serio aviso. 

Cuando en el 2012 los editores de El Confidencial me propusieron hacer una columna semanal sobre Cataluña, la situación –aunque ya tensa– era muy distinta a la actual. Creía entonces que la sentencia del Estatut había generado un peligroso bache en las relaciones mutuas (Montilla ya había advertido antes de la creciente desafección) pero que, con sentido común, las tendencias se podían revertir. Prueba de ello era que en Cataluña gobernaba CiU, la coalición nacionalista, con el respaldo explícito del PP, el partido conservador y nacionalista español.

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