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Felipe VI, Cataluña y la reunión de Sitges
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Joan Tapia

Confidencias Catalanas

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Felipe VI, Cataluña y la reunión de Sitges

La abdicación de Juan Carlos está haciendo concebir esperanzas de que el todavía príncipe Felipe pueda imprimir un nuevo sello a su reinado que ayude a

La abdicación de Juan Carlos está haciendo concebir esperanzas de que el todavía príncipe Felipe pueda imprimir un nuevo sello a su reinado que ayude a solucionar algunos de los vicios y problemas que el sistema político ha ido acumulando. Es positivo que Felipe VI despierte esperanzas pero no se debe olvidar que España es una monarquía constitucional en la que el Rey reina pero no gobierna, que su papel institucional es relevante (y le da un apreciable margen de actuación) pero que su poder político es limitado.

Juan Carlos pasará con mayúsculas a la historia precisamente porque no era un Rey constitucional y su gran mérito fue la transición –ordenada y sin traumas– de la dictadura a la democracia y el establecimiento de una monarquía constitucional. La primera consecuencia fue la renuncia y desposesión de los muy amplios poderes políticos que heredó del general Franco.

El reinado de Felipe VI deberá ser el de un diligente Rey constitucional y sus aportaciones necesitarán siempre el respaldo de las mayorías parlamentarias requeridas por la Constitución. Quizás no sea como en Gran Bretaña donde nadie espera de la Reina, aparte de su función institucional, otro rol político que leer con aplicación el discurso del Trono, que escribe el primer ministro conservador o laborista que ha ganado las últimas elecciones pero... Felipe VI podrá y deberá ayudar pero la regeneración de la democracia española, o la superación del actual bloqueo político entre Madrid y el gobierno de Cataluña, es y será responsabilidad última de las fuerzas políticas.

Y por desgracia lo sucedido en los últimos días no inclina al optimismo porque se ha visualizado –quizás más que nunca- que tras el desacuerdo político que puede llevar a lo que se ha definido como un choque de trenes hay un espinoso choque de legitimidades. Nada más acabar el lunes la intervención televisada del Rey Juan Carlos, el presidente de la Generalitat salió a hacer lo que calificó de declaración institucional. Pero no fue eso. Tras afirmar que Cataluña apostó lealmente por la Constitución de 1978, dijo que el pacto constitucional era cosa del pasado y que ahora para Cataluña lo importante era el próximo referéndum del 9 de noviembre. Don Juan Carlos quizás había tenido méritos y en España habría un nuevo Rey pero la hoja de ruta al referéndum –en el que apoya el sí a que Cataluña sea un Estado y a que ese Estado sea independiente– no tiene marcha atrás.

Es legítimo que Artur Mas no altere su hoja de ruta por la abdicación de don Juan Carlos y que haga propaganda de la consulta, lo que es totalmente inadecuado es que aproveche para eso la declaración institucional del presidente de Cataluña sobre la abdicación de Juan Carlos I. Aparte de que muchos catalanes se debieron sentir vergüenza por la despedida a quien la angustiosa noche del 23-F llamó a Jordi Pujol para decirle “tranquilo Jordi, tranquilo”, lo que pone de relieve es el deseo de quemar las naves –como Hernán Cortés– ante cualquier planteamiento que pudiera tener alguna posibilidad –por remota que sea– de alterar la ruta marcada por su pacto con ERC.

No es una mayoría aplastante cuando ha habido una gran abstención y más todavía si tenemos en cuenta que la fracción más numerosa de catalanes (38-40%), en la que en todas las encuestas se define como “tan catalán como español”. Pero en este momento en que el voto de protesta tiene viento a favor en muchos países (la desconfianza en Europa ha llegado en primera posición en Inglaterra y Francia), creen que el rechazo a España podría ganar un referéndum. Es una legitimidad algo simplista y discutible pero es la que los independentistas tienen en la cabeza.

Uno de los objetivos de las jornadas de debate del Cercle –las más abiertas e interesantes de España que se celebran en Sitges cada año– era contribuir a rebajar la tensión entre Cataluña y Madrid. Esa es una aspiración no sólo del Cercle, sino general de muchísimas entidades empresariales y sociales catalanas y que Enrique Lacalle también expresó con claridad ayer noche. La gran ilusión es desatascar el bloqueo y poder trabajar con un horizonte despejado. Pero la dimisión de Rubalcaba, el gran defensor junto a Durán Lleida de la tercera vía, el contenido casi irreconciliable (o sin casi) de los discursos de Mas y Rajoy, la ausencia total de representantes de la Generalitat en el discurso final del presidente del Gobierno el sábado, y la precipitada reacción de Mas – ¡que no me toquen la consulta!- tras la abdicación de Juan Carlos indica que el objetivo es tan loable como difícil.

El tren de Artur Mas ha cogido una vía conflictiva y Mariano Rajoy no lo ha sabido impedir. Decir que cuando se produce un choque de trenes es que uno de ellos circula por vía equivocada es una obviedad. Y el tren equivocado puede ser ahora el de Artur Mas como antes fue el de Rajoy, cuando hizo demagogia anticatalana a cuenta del Estatut. Pero para quien tiene la responsabilidad del sistema ferroviario, la prioridad no debería ser tocar el pito al maquinista confundido, sino evitar el choque. Y ello implica no sólo tener la razón jurídica sino saber maniobrar. Y poder convencer a los maquinistas y pasajeros (mejor a los dos) del convoy equivocado.

Admito que preferiría haber interpretado mal las señales y estar circulando por la vía equivocada al escribir pero…

La abdicación de Juan Carlos está haciendo concebir esperanzas de que el todavía príncipe Felipe pueda imprimir un nuevo sello a su reinado que ayude a solucionar algunos de los vicios y problemas que el sistema político ha ido acumulando. Es positivo que Felipe VI despierte esperanzas pero no se debe olvidar que España es una monarquía constitucional en la que el Rey reina pero no gobierna, que su papel institucional es relevante (y le da un apreciable margen de actuación) pero que su poder político es limitado.

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