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Joan Tapia

Confidencias Catalanas

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¿Ahora una de fiscalías y ladrones?

Claro que en Cataluña hubo una anomalía jurídica el pasado domingo. Pero el problema de fondo no es ese (aunque quizás también) sino que 2,3 millones

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Claro que en Cataluña hubo una anomalía jurídica el pasado domingo. Pero el problema de fondo no es ese (aunque quizás también), sino que 2,3 millones de personas participaron en una manifestación-votación que revela “que hay una parte muy importante de la sociedad catalana sensiblemente incómoda con el modelo actual de relaciones con el resto de España, y en base a esa insatisfacción profunda exige cambiarlo de forma sustancial”. La frase no es mía, pertenece a un artículo de ayer en El País del exportavoz y exministro de Exteriores de Aznar, víctima política de Ángel Acebes cuando era presidente del PP catalán y actual consejero delegado de OHL. Y de Josep Piqué se pueden opinar muchas cosas, excepto negar su inteligencia y su proximidad al Aznar que tenía poder.

Naturalmente, las cosas se pueden decir más directamente. Una parte importante de la sociedad catalana –a veces, pero no siempre, la más dinámica– aspira a independizarse de España. Por eso el lunes el líder del PSOE, Pedro Sánchez –que sabe de dónde sopla el viento–, se plantó en Barcelona –en la sede del PSC– para lanzar un mensaje claro. Respetaba a los que se habían movilizado el domingo, pero no menos a los que no lo hicieron. Para Sánchez lo sucedido exige abrir un nuevo tiempo en el que la solución al encaje de Cataluña se debe abordar no desde los tribunales, sino como un asunto primordialmente político que debe resolverse a través de la negociación, el diálogo y sabiendo que el inmovilismo no es la mejor receta. Y, como ya viene haciendo, apuntó a una reforma federal de la Constitución que es más complicada de lo que dice.

Miquel Roca, padre de la Constitución del 78, retirado de la política y actual abogado de la infanta Cristina, escribía ayer en La Vanguardia: “Será necesario entender y aceptar (…) que el 9-N centenares de miles de catalanes se definieron pacíficamente ante el mundo entero (…). Muchos no fueron a votar, muchos están en contra del proceso, muchos están inquietos… pero los que participaron que fueron muchos y muchos, han de ser escuchados, respetados, valorados. Su voz fue libre e ilusionada (…), merecen más que un silencio menospreciador o displicente (…). Ahora empieza el momento de la política con mayúsculas, la que acepta los riesgos que resulten del diálogo y el acuerdo”.

Y Miquel Iceta, el nuevo líder del PSC, afirmó ante Pedro Sánchez que la solución al problema catalán sólo sería posible si era votada, quizás con la reforma constitucional. Y por ahí van también Josep Piqué y Jordi Sevilla (en el artículo citado): “Debe abrirse explícitamente la posibilidad de una reforma de la Constitución que incluya la singularidad catalana como ya se reconocen otros hechos diferenciales”.

El lunes y a primera hora de la mañana del martes estábamos ahí. Y en el análisis del 9-M, que fue un éxito para Artur Mas porque venció el pulso con Rajoy (y con Junqueras), pero cuyos resultados –los números son tercos– indican que la sociedad catalana está muy lejos (pero que mucho) de la unanimidad soberanista que predica Mas. Fueron a votar 2,3 millones de personas. Son casi los mismos (proporcionalmente menos por la posibilidad de participar con 16 años) que los que lo hicieron por los partidos “consultistas” en las elecciones del 2012. Y los independentistas (dudo que hubiera alguno que no acudiera a votar) se contaron y son 1,8 millones, el 28% del censo. Como dice Roca son muchos, muchos; pero como dice Pedro Sánchez no son todos. El 63% que no acudió a las urnas también existe (como Teruel).

Pero ayer todo se complicó todavía más (parecía difícil) cuando al famoso Esteban González Pons se le ocurrió decir (cuando el río suena agua lleva) que esperaba que el cartero que llevaba la carta de Artur Mas pudiera ser el mismo que trasmitiera una querella de la Fiscalía contra los que habían delinquido el 9-N. ¡Que dirigentes del PP de segundo nivel –molestos por lo del domingo– se atrevan a pontificar en público sobre lo que tiene que hacer la Fiscalía es absurdo! Y envenena el clima político catalán. Mal negocio para un presidente de Gobierno que se enfrenta a una papeleta nada habitual en los Estados europeos.

Si la querella fuera adelante, en vez de hablar de buscar soluciones a través de la negociación y el diálogo nos instalaríamos en una trifulca jurídica, infructuosa y degradante, sobre la situación penal de algunos dirigentes catalanes. En vez de analizar los porcentajes de participación del 9-N, que deberían incitar a la prudencia a los independentistas (y a los inmovilistas), estaríamos pendientes de lo que dijera la prensa internacional sobe los procesamientos y de acusaciones de politización a la Fiscalía. En vez de estudiar las fórmulas federalistas del PSOE o la propuesta de nuevo Estatut y reforma constitucional de Santiago Muñoz Machado, o la vía navarra de Miquel Herrero, nos podríamos encontrar con que la imputación de Artur Mas y otros miembros de su Gobierno tuviera consecuencias contagiosas. Un amigo me decía anoche que podía convertirse en una eficiente fábrica de independentistas, de la misma forma que las tarjetas opacas de Caja Madrid, presidida por Miguel Blesa y Rodrigo Rato (de la escudería Aznar), habían disparado la intención de voto a Podemos catorce puntos en un mes.

Mariano Rajoy se encuentra en una difícil situación porque –dejando de lado la historia anterior a su victoria del 2011– no comprendió que la crisis económica implicaba un cambio de expectativas (a peor) tan grande de los españoles y los catalanes que obligaba a cambiar la forma de gobernar. Ya no vale predicar que los del PP son los buenos y los que logran recuperar la economía (como con Rato). Ni de asegurar que el PSOE siempre se equivoca y que el nacionalismo catalán nos quiere devolver a la Edad Media. En la crisis de 2012, Rajoy debió tratar de buscar alguna complicidad con los principales adversarios (el PSOE y el nacionalismo) para implicarlos un poco en los tanteos de solución. Confiar todo a la fidelidad del electorado propio (alabando sus prejuicios) y a la recuperación económica (lenta e incierta) ha sido un error. Y ahora se encuentra además que en esta España convulsa una gran parte de su partido (por aversión al catalanismo) y la propia Fiscalía (por marcar territorio) pueden no entender que una querella por motivos de origen político contra un presidente de la Generalitat no es un incidente. Es un asunto de Estado.

Enric Juliana, un periodista que observa Madrid en clave catalana, escribía ayer un peculiar principio de Arquímedes: “Si hay querella contra Mas, el 'partit del President' (el partido con el que Mas se presente a las elecciones) sufrirá un empuje hacia arriba directamente proporcional a la pena demandada, y si la acción judicial se dirige contra funcionarios y empleados públicos, la campaña de solidaridad será monumental”, Si, tiene razón. Pero para el Estado lo peor no sería propulsar la campaña de Artur Mas como líder rebelde de la independencia irlandesa, sino que la desafección entre Cataluña y España –denunciada por José Montilla antes de la sentencia del Estatut– podría saltar de la progresión aritmética a la geométrica. Meritxell Batet, la secretaria de programas del PSOE, insistió ayer en la línea de Pedro Sánchez: “Hay que hacer política y dejar de hablar a través de los tribunales. Es escandaloso que dirigentes del PP hablen en nombre de la Fiscalía. El PSOE cree que no se debe seguir por ahí porque no avanzamos.”

Estamos bloqueados. Artur Mas presume de su éxito del 9-N porque se celebró y porque votaron 2,3 millones de personas, y Soraya Sáenz de Santamaría contestó ayer en el Senado que había sido un fracaso porque se abstuvieron casi las dos terceras partes del electorado potencial. Y complica las cosas que ambos tengan su parte de razón. Pero lo más grave es lo de los principios sagrados, que por ambas partes recuerdan las guerras de religión. Mas dice que no hay solución si no se pacta ya un referéndum en el que Catalunya pueda decidir su futuro y Soraya (vicepresidenta para todo) contesta que el derecho de autodeterminación no está reconocido ni en nuestra Constitución ni en la de los países de nuestro entorno. Y claro, con esta discusión teológica como punto de partida, será imposible avanzar. Quizás habría que recurrir al método de negociación recomendado en los procesos de paz: negociar primero aquellos puntos sobre los que un acuerdo parece factible.

En este contexto, el fiscal general tiene que cumplir con su obligación. ¡Faltaría más! Pero los asuntos de Estado (los que pueden poner en cuestión la pervivencia del Estado) son aquellos en los que la proporcionalidad –que creo recordar que se enseñaba como un principio del derecho– es más fundamental.

La Fiscalía es una institución básica del Estado, pero no ayudaría nada que sobre el conflicto catalán montáramos ahora una película de fiscales y bandidos.

Claro que en Cataluña hubo una anomalía jurídica el pasado domingo. Pero el problema de fondo no es ese (aunque quizás también), sino que 2,3 millones de personas participaron en una manifestación-votación que revela “que hay una parte muy importante de la sociedad catalana sensiblemente incómoda con el modelo actual de relaciones con el resto de España, y en base a esa insatisfacción profunda exige cambiarlo de forma sustancial”. La frase no es mía, pertenece a un artículo de ayer en El País del exportavoz y exministro de Exteriores de Aznar, víctima política de Ángel Acebes cuando era presidente del PP catalán y actual consejero delegado de OHL. Y de Josep Piqué se pueden opinar muchas cosas, excepto negar su inteligencia y su proximidad al Aznar que tenía poder.

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