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Pablo Pombo

Crónicas desde el frente viral

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Holanda y Francia como señal

El populismo está lejos de ser una gripe pasajera en nuestro continente. El virus está instalado y va para largo. No hay antibiótico, admitámoslo

Foto: La líder del partido ultraderechista francés Frente Nacional (FN), Marine Le Pen (d), y el candidato a las elecciones holandesas de la ultraderecha, Geert Wilders. (EFE)
La líder del partido ultraderechista francés Frente Nacional (FN), Marine Le Pen (d), y el candidato a las elecciones holandesas de la ultraderecha, Geert Wilders. (EFE)

Holanda vota este miércoles, pero ya puede afirmarse que la extrema derecha ha ganado la campaña electoral. La inmigración y la identidad nacional, la islamofobia y el discurso eurófobo, han marcado el debate público y condicionado a todos los partidos. Nadie ha sido capaz de levantar un mensaje más potente que este: “Somos holandeses y esta es nuestra tierra”.

El éxito del populismo xenófobo en el campo de la comunicación y el 'marketing' político no implica automáticamente su triunfo en las urnas. Se puede ganar una campaña electoral y perder unas elecciones.

En estos momentos, las encuestas (no se rían, por favor, confieso que todavía me las tomo en serio) siguen sin despejar la incógnita de la primera posición en las urnas.

Parece claro que, salvo en España, la sociología electoral viene subestimando a las opciones de corte populista. Puede repetirse el mismo patrón que se ha dado en otros países. Al final, la dinámica de campaña polarizada puede decantar los sectores moderados (huérfanos, indecisos) hacia los extremos. Por lo tanto, no es prudente descartar nada: desde que los verdes alcancen un resultado sorprendente, hasta que el populismo xenófobo se alce con la victoria.

Foto: El líder del PVV, Geert Wilders, saluda a simpatizantes durante un acto de campaña en Breda, Holanda, el 8 de marzo de 2017 (Reuters).

Por otro lado, también es posible ganar una campaña, ganar unas elecciones y no ganar el Gobierno. Es un escenario probable en Holanda. Allí siempre ha sido necesario articular coaliciones de varias siglas y, a día de hoy, ninguna formación política parece dispuesta a pactar con los ultranacionalistas del PVV. En cualquier caso, ya veremos.

Mientras tanto, lo que se ve ahora mismo es que el populismo está lejos de ser una gripe pasajera en nuestro continente. El virus está instalado y va para largo. No hay antibiótico, admitámoslo.

Ni siquiera una sociedad históricamente tolerante como la holandesa, que florece económicamente y disfruta del pleno empleo, está siendo capaz de dar con el remedio. Y eso es algo que, en mi opinión, tendría que estimular el pensamiento.

Foto: El líder del ultraderechista Partido de la Libertad (PVV), Geert Wilders. (Reuters)
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María Tejero Martín. Bruselas

Quienes creemos que la democracia es más que un ejercicio de especulación electoral con las emociones de los ciudadanos, tenemos derecho a la preocupación. Pero también debemos dudar de nuestras propias conclusiones. Para eso tendría que servir la señal holandesa.

¿Acertamos en el diagnóstico o llegamos a él de forma precipitada, trenzando explicaciones de corto recorrido? Resulta intelectualmente confortable sostener que con la recuperación económica irá llegando la estabilidad política. Sin embargo, los hechos comienzan a señalar que el odio como forma de hacer política puede sobrevivir a la crisis.

Algo está pasando en las naciones ajenas al agobio de la incertidumbre económica. Pasa que la democracia y la convivencia están en peligro.

Pasa que la mejor creación que nunca ha conocido la humanidad, esta Europa que tiene que ser más de lo que es, está gravemente amenazada.

Pasa que los fanáticos, los charlatanes y los curanderos gozan de un reconocimiento que solo puede compararse al vivido en los años treinta del siglo XX.

Y pasa, también pasa, que a veces el pasado nos espera con los indicios en la mano y no nos enteramos. Francia y Holanda dijeron que no a la Constitución europea, puede que aquel frenazo sea el preludio de un accidente más peligroso. Espero que no.

Me cuesta escribir sobre el miedo que siento viendo lo que puede ocurrir en el país vecino. Francia afronta unas elecciones de alto riesgo y el desempeño de los partidos históricamente centrales no invita precisamente al optimismo.

En estos momentos, los dos están fuera de la competición. El centro derecha galo es la imagen viva de la decadencia y la corrupción enquistada. Y la victoria de Hamon en las primarias socialistas francesas parece más un punto final que un punto de partida. Se veía venir. Pensar más en derrotar a los compañeros que en ganar la confianza del país conlleva siempre el precio de la irrelevancia social. Es automático.

Queda Macron, claro. Pero también muchas semanas por delante. Y según vienen pasando los días, viene creciéndome la intuición de que puede guardar algún paralelismo con Albert Rivera. Su perfil encaja con el espíritu de la época y su proyecto apenas está hilvanado. Esa historia me suena. Será difícil que pueda atravesar intacto las turbulencias que vendrán. La carrera se le puede hacer eterna y capotar al final de la escapada.

Mientras tanto, Le Pen está desarrollando la mejor campaña que he visto del Frente Nacional. Mejor también que los demás. Terriblemente eficaz. Como ocurrió con Trump, puede percibirse electricidad emocional en cada uno de sus mensajes, y una habilidad espectacular en la gestión de los aspectos simbólicos.

El texto, la música, las imágenes, el lema, todo. Todo en ese vídeo refleja la ventaja competitiva que tienen los partidos populistas frente a los tradicionales. El desfase entre unos y otros no es político, está en la comunicación.

Los populistas no ofrecen un proyecto más sólido, tampoco trabajan mejor en las instituciones. Pero leen mejor los estados anímicos sociales y emiten brillantes píldoras de comunicación tipo Prozac. Soluciones sencillas. Ansiolíticos. Teorías de la conspiración. Antidepresores. Mundos en blanco y negro. Pastillas para no darle muchas vueltas a la cabeza. Culto al líder. Dormir para no soñar.

La solución no está en la emulación. Esto no va de copiar al adversario. Consiste en ser mejor que él. Afrontar, sin complejos, el reto intelectual y creativo

Lo tremendo es que funciona en las urnas, tal y como viene demostrándose elección tras elección, también en las campañas electorales de Francia y Holanda. El cambio de paradigma está delante de nuestras narices.

Y lo alucinante es que todavía quede algún fascinado. No, la solución no está en la emulación. Esto no va de copiar al adversario. Consiste en ser mejor que él. Afrontar, sin complejos, el reto intelectual y creativo.

No es un desafío menor. Es probable que la democracia que conocemos no sobreviva si los partidos que la sostienen no se adaptan al nuevo medio sin traicionar su propia naturaleza.

Holanda vota este miércoles, pero ya puede afirmarse que la extrema derecha ha ganado la campaña electoral. La inmigración y la identidad nacional, la islamofobia y el discurso eurófobo, han marcado el debate público y condicionado a todos los partidos. Nadie ha sido capaz de levantar un mensaje más potente que este: “Somos holandeses y esta es nuestra tierra”.

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