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Porque no me da la gana
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Leopoldo Abadía

Desde San Quirico

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Porque no me da la gana

Como es natural, yo también viví el triunfo de la selección española. Digo que lo viví, porque solo pude ver el último cuarto de hora. Tuvimos

Como es natural, yo también viví el triunfo de la selección española. Digo que lo viví, porque solo pude ver el último cuarto de hora. Tuvimos una celebración familiar fuera de Barcelona, bastante lejos, y salimos de allí cuando empezaba el partido. 

Pusimos la radio, entramos en un túnel bastante largo cuando íbamos empatados a cero y, al salir, ya habíamos metido un gol.

¡Qué alegría! Y luego el segundo y llegamos a casa. Nos pusimos inmediatamente delante de la tele y llegó el tercero y llegó el cuarto. Y venga a gritar y venga a oír petardos, con la puerta del cuarto de baño abierta, para que mi perro Helmut se meta allí, muerto de miedo, y no vuelva a salir hasta que haya paz. 

Estábamos todos muy contentos. Realmente, si alguien preguntase si durante aquel rato se arregló alguna cosa seria (la falta de crédito, el paro…) la contestación hubiera sido muy clara: no.

Pero allá estábamos todos felices, con los coches tocando el claxon y viendo la celebración de los jugadores en Kiev. Y -algo increíble- con uno de mis yernos saltando por la casa, él que nunca ha ido, ni ha jugado al fútbol y que, por primera vez en su vida, veía un partido por televisión.

La celebración tampoco era nada especial. Los jugadores saltaban, se abrazaban, lloraban, volvían a saltar, volvían a abrazarse y volvían a llorar.

 Y, al día siguiente, llegaron a Madrid y más juerga y más gente por la calle, aplaudiendo a los jugadores, que, otra vez, saltaban y se abrazaban y lloraban. 

¡Cuánta gente contenta! 

Alguien podría pensar: “¡cuánta gente inconsciente! ¡Se les ha olvidado ´la que está cayendo´!” E incluso algunos dirían que el Gobierno lo había organizado todo para que nos olvidásemos de lo mal que están las cosas. Y que la oposición había inventado lo de “la roja” para convencernos subliminalmente de que ellos eran los buenos. 

Pero yo pienso que allí había mucha gente y que en la tele había mucha gente y que en la radio había mucha gente, y no me puedo creer que todos éramos tontos. Y que los únicos listos eran los que lo habían organizado o los que van diciendo eso de panem et circenses, que, por cierto, es lo mismo que decían cuando Marcelino metió el gol contra Rusia. Que yo lo vi y que aún me acuerdo. (Fundamentalmente, porque Marcelino era del Zaragoza). 

Que ni panem ni circenses, sino vida normal. Porque en esta situación mala, cada uno de nosotros tiene derecho -yo creo que obligación- de vivir su vida normal. 

Una vida de aciertos y desaciertos, de amores y desamores, de preocupaciones pensando lo que puede pasar y de alegrías al ver que no ha pasado…Lo normal. 

Ya sé que todo está de color hormiga, como decían en Caracas desde el helicóptero de Tráfico cuando informaban de los atascos de las carreteras. Ya sé que “esos” tienen la culpa de todo. Pero también pienso que esos otros -mi amigo de San Quirico, los de la granja de Mandri, Pepito el relojero, los del bar San Siro de Zaragoza, los del Hotel Los Galgos de Madrid-, que son normales, no tienen tiempo de quejarse de lo mal que está todo, porque están trabajando para arreglarlo.

Y el del puesto de periódicos y el del estanco, que aún vende tabaco, aunque tiene el local lleno de amenazas que te dicen que prácticamente estás muerto solo por contemplar una cajetilla, esos están sacando España adelante.

Y esos, sean del partido político que sean, hablen castellano, catalán, euskera o el dialecto del valle de Hecho, en Huesca, se emocionan cuando once señores se ponen de acuerdo para llevar la misma camiseta, jugar juntos y hacerlo de maravilla. Y cuando el señor que les manda, un señor de 62 años, más bien gordo, con bigote, con cara de abuelo y con cara de Marqués, que lo es, se pone en primera fila cuando hay bofetadas y prácticamente desaparece cuando ganan. 

No creo que el clima de desesperanza y negrura en el que nos movemos responda a una estrategia premeditada, aunque, a veces, o muchas veces, uno piensa en esos tipos que se ponen de acuerdo para subir el libor y para bajar el libor y así llevarse (robadas) unas cuantas libras mientras, tontos de ellos y repugnantes de ellos, se cruzan correos electrónicos felicitándose por sus canalladas.

No creo que haya una estrategia premeditada para desmoralizarnos. No lo creo.

Pero, si lo creyera, vuelvo a hablar de mi revolución civil, que está formada, unas veces, por un trabajo individual bien hecho, y otras, por un trabajo colectivo bien hecho.

Me parece de maravilla que los veintitantos de la selección española estén preparados para salir cuando les digan y dar la sensación de que allí no ha cambiado nada, porque todos juegan igual.

Y me parece de maravilla cuando uno de ellos hace una jugada personal increíble y mete un gol.

Y me entusiasma cuando todos se ponen en la camiseta el nombre de uno que ha tenido una lesión importante. Y supongo que ese, que les ve por la tele, llora y piensa que en cuanto se recupere, va a ser uno más de los que trabajan.

Me encanta cuando veo que le van bien las cosas a un señor que se ha jugado su dinero y se lo sigue jugando, y crea puestos de trabajo.

Me encanta cuando me reúno en Madrid y en Barcelona, con los señores (que son eso, señores) de SECOT, “voluntariado senior de asesoramiento empresarial”.

Me encanta cuando veo a gente trabajando gratis en el Banco de los Alimentos.

Y pienso que esa es mi revolución. La que yo quiero. La de 47 millones de españoles diciendo que si hay una estrategia de desesperanza, peor para el que se le haya ocurrido, porque él se amargará la vida, pero no nos la va a amargar a los demás, porque mientras lucho por salir adelante, no me amargo. Y no me amargo porque no me da la gana.

Que es una razón de peso.

Como es natural, yo también viví el triunfo de la selección española. Digo que lo viví, porque solo pude ver el último cuarto de hora. Tuvimos una celebración familiar fuera de Barcelona, bastante lejos, y salimos de allí cuando empezaba el partido.