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Cuidar el árbol
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Leopoldo Abadía

Desde San Quirico

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Cuidar el árbol

En Valencia, me encontré el otro día con Miguel. Es un hombre de mi edad, aragonés, que vivía en Zaragoza cerca de mi casa y que

En Valencia, me encontré el otro día con Miguel. Es un hombre de mi edad, aragonés, que vivía en Zaragoza cerca de mi casa y que dice que tiene más nivel que yo, porque él era de la Parroquia del Gancho y yo, de la de San Felipe. Nunca le he preguntado qué diferencia había entre las dos parroquias y por qué es más que yo, pero lo cierto es que siempre que hablo con él, noto que me mira por encima del hombro.

Miguel tiene unos cuantos nietos. Yo conozco a algunos. Le hablo del mayor, un chaval de 11 años, despierto, avispado, majo. (Para mí, decir que alguien es "majo", es el mejor piropo que le puedo echar. Fijaos que, a pesar de mi  veneración por la señora Merkel, nunca he dicho que fuera maja. He dicho que me caía bien, que ya iba siendo hora de que alguien mandara en España..., pero "maja" no le he llamado nunca.)

Le digo: "¡qué chaval más listo!" Miguel hace un gesto raro y me sorprende. Me dice que se ha extendido el rumor de que ese crío es listo. Que él no le considera listo. Que es un niño normal. Y añade: "es un arbolico que está creciendo y que ya veremos cómo es cuando se haga árbol grande".

Cuando pienso que ya me dado la lección de hoy, remata y me da la segunda: "Yo me limito a cuidarlo".

Una vez más, Miguel me ha mirado por encima del hombro y, de una manera educada, ha vuelto a dejar claro que los de la parroquia del Gancho son de más categoría que los de San Felipe.

Estoy cada vez más convencido de que en España necesitamos urgentemente la revolución educativa. Urgentemente quiere decir que hay que empezar hoy, por ejemplo, aunque sea viernes y pensemos que la podemos dejar para después del fin de semana.

La revolución educativa debe tener por objetivo fundamental que los ciudadanos de este país sean gente noble, honrada, leal, trabajadora, de fiar, personas que se sientan responsables de su pasado, de su presente y de su futuro, que no busquen subir la escalera utilizando como peldaños a los demás...La lista podía ser infinita, pero ya se ve por dónde voy.

Voy por la "formación de personas", palabras que enmarcaría y colocaría en cada sala de profesores de cada colegio de España, para que nadie se olvide de lo verdaderamente importante.

Como es natural, la revolución educativa empieza por la familia. Si a mis hijos no les enseño que escupir al prójimo está mal, ya puedo mandar al niño a Harvard, que volverá escupiendo en inglés. (Aunque no venga a cuento, lo del inglés, en sí, sería una ventaja, porque seguimos sin enterarnos de que pensar y hablar en inglés es necesario como el comer y, fundamentalmente, para comer.)

La revolución educativa continúa en el colegio. Allí el chaval tiene que encontrarse con profesores que hayan leído el cartel de "formar personas" y se lo hayan creído. Y que no practiquen el amoralismo, doctrina viejísima que el Diccionario de la Real Academia define como "una tendencia filosófica del siglo XIX que elimina de la conducta las nociones de bien y mal moral". (¡Toma castaña con los modernillos amorales que sufrimos ahora! Ya han conseguido llegar al siglo XIX. A este paso, se plantan en el XX en un plazo relativamente corto.)

¿Y el plan de estudios? Se me había olvidado, porque como doy tanta -tantísima- importancia a los padres en primer lugar o a los profesores en segundo, casi se me pasa por alto eso de que ahora hay que estudiar matemáticas, ahora no; ahora ponemos geografía y luego la quitamos; escribimos una cosa que le llamamos historia y en nuestra autonomía la explicamos, contando que nosotros hemos ganado todas las batallas del mundo contra todos los malos del mundo, hemos inventado todos los inventos de la historia de la humanidad y si algo nos ha salido mal, no ha sido nunca por nuestra culpa, sino por lo malos que eran los demás.

Mi amigo Miguel se despidió de mí, se puso la gorra y se fue despacio para su casa. A la gente que se cruzaba con él le debió parecer un señor mayor, más bien gordo, de esos que ya sirven para poco.

Pero, mientras se iba, yo le miraba con admiración, porque le vi ocupado en hacer la auténtica revolución educativa, la que consiste en "cuidar el árbol" con amor, con dedicación, sin darle importancia, sin salir en los periódicos. Estuve a punto de correr detrás de él para darle un abrazo de agradecimiento en nombre de todos los arbolicos que hoy están creciendo y que, muy pronto, serán unos árboles maravillosos si los cuidamos bien y no los estropeamos. Me dio no sé qué y no lo hice.

Pero ahora, si tuviera el móvil del ministro Wert, le llamaría para decirle: "José Ignacio, déjate  de tontadicas y habla con Miguel".

P.S.

José Ignacio: si quieres el teléfono de Miguel, que tu secretaria me lo pida. Pero, por favor, llámale. Pronto.

En Valencia, me encontré el otro día con Miguel. Es un hombre de mi edad, aragonés, que vivía en Zaragoza cerca de mi casa y que dice que tiene más nivel que yo, porque él era de la Parroquia del Gancho y yo, de la de San Felipe. Nunca le he preguntado qué diferencia había entre las dos parroquias y por qué es más que yo, pero lo cierto es que siempre que hablo con él, noto que me mira por encima del hombro.