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El Rey se hizo hombre en Mallorca
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Matías Vallés

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El Rey se hizo hombre en Mallorca

Durante más de medio siglo, el Rey se ha hecho hombre en Mallorca. ¿Cuál de ellos? Tanto Juan Carlos de Borbón como Felipe y, si me apuran, también Don Juan

Foto: Don Juan Carlos, en 2006, en una regata en Mallorca. (Reuters)
Don Juan Carlos, en 2006, en una regata en Mallorca. (Reuters)

Durante más de medio siglo, el Rey se ha hecho hombre en Mallorca. ¿Cuál de ellos? Tanto Juan Carlos de Borbón como Felipe de Borbón y, si me apuran, también el preterido Don Juan de Borbón, regente en el trono móvil del yate ‘Giralda’ desde el Club de Mar de Palma de Mallorca. Allí evocaba las hazañas de Errol Flynn y Tyrone Power en el mismo puerto, cuando los actores amanecían con sus yates rodeados de botellas en el mar. Hasta el palacio flotante de Don Juan se deslizó Mario Conde para seducir primero al padre, después al hijo, y después a la cárcel. Puerto Portals era el ring donde se libraba el pugilato entre el banquero irresistible y el Rey incontestable. Siempre se imponía el segundo, en el veredicto de los fotógrafos que abandonaban a toda prisa al engreído financiero gallego en cuanto se corría la voz de que había llegado el monarca. Quién iba a decirlo, después de la provinciana abdicación y consiguiente desaparición de escena.

Mallorca humanizaba al Rey por la gracia de Dios. En Portals siempre Portals, Florentino Pérez se asomaba al morro del yate ‘Pitina’ que homenajeaba a una esposa tras cuyo fallecimiento se negó a volver a pisar la isla. Desde la proa, el empresario hoy en apuros desenfundaba el móvil ostentosamente para atraer la atención de los paparazzi que pernoctaban en los pantalanes. Marcaba un número misterioso y, unos yates más allá, Juan Carlos de Borbón se palpaba el bolsillo en el que estaba recibiendo la llamada del presidente del Madrid. El patrón del ACS exhibía su poder, el acceso directo al Jefe del Estado.Hoy habrá borrado el número de su memoria, de la que también quiere erradicar unas vivencias mallorquinas plasmadas en una mansión de 24 millones de euros con helipuerto incluido.

Quién presumiría hoy de conocer a Juan Carlos de Borbón. Durante su medio siglo en Mallorca, solo un político le superó en carisma, y estamos hablando de Bill Clinton en el puente del penúltimo yate ‘Fortuna’. No les entretendré demasiado con la peripecia del yate, pero les supongo sabedores de que el monarca no renunció a la embarcación regia por haber abrazado repentinamente la austeridad dominante en el país. El Gobierno de Rajoy le obligó a prescindir de su juguete náutico, con el argumento de que Patrimonio no podía hacerse cargo de un monstruo que llena sus depósitos con 25.000 euros de combustible. La imposición, efectuada en la propia Zarzuela, significó un mazazo para el entonces Jefe de Estado. No explica la abdicación, pero le hizo comprender que su capacidad de maniobra política estaba más limitada que su autonomía física. Antes de morir, Sabino Fernández Campo había recordado en la isla que “un Rey no admite regalos”.

Ah, el ‘Fortuna’. Los novios Felipe de Borbón y Letizia Ortiz navegaban en el yate por el archipiélago de Cabrera cuando una riña sentimental impulsó a la novia a regresar a Madrid, previa convocatoria de un amigo para que la recogiera en Barajas. El futuro Rey se mesaba los cabellos, logró que su princesa recapacitara el abandono. El ‘Fortuna’ es tan veloz que nunca falta el sabio de pacotilla que resalta la imposibilidad de que alcance los 125 kilómetros por hora que acredita sobre las aguas. Se convirtió en el vehículo privado de la familia Borbón Urdangarin, el balonmanista y la hija del Rey constataron su extrañamiento cuando se les impidió fletarlos como si fuera su utilitario.

Ya habrán imaginado a estas alturas que no hemos citado gratuitamente la isla de Cabrera, adscrita administrativamente a Palma. En su paradisiaca desolación se incubó la ruina de la Familia Real. Durante la suelta de tortugas marinas celebrada en agosto de 2003 con asistencia de la Reina, un tal Ignacio Urdangarin requebraba zalamero al presidente presidiario Jaume Matas, recién reinstaurado en la presidencia de la comunidad balear. “Jaime, qué bien van las cosas, ha vuelto la alegría, la gente lo comenta por la calle”. La adulación se plasmaría en el saqueo de fondos públicos del Instituto Nóos, gracias a lo que hoy conocemos como ‘caso Infanta’.

Por aquel entonces, el Rey y la Reina todavía se hablaban. El desayuno de la real pareja en las terrazas del palacio de Marivent incluía comentarios entre jocosos y sarcásticos de Sofía de Grecia, sobre las andanzas en las revistas del corazón que estaba hojeando de mujeres asociadas a su marido. Corinna lo cambió todo. Sus viajes a Mallorca incluían un reactor privado, pregúntense quién paga. En las últimas cenas celebradas en Mallorca, los Reyes ya solo se comunicaban a través de un intermediario. Militar, por supuesto. “Dígale a la Reina que”, “El Rey dice que”, “Dígale al Rey que”. Y así sucesivamente, ante la estupefacción de los comensales.

El Rey hecho hombre se abrazaba fieramente en Marivent a Felipe González, y daba la mano a Aznar con toda la distancia de que es capaz. Ana Botella quería ser reina, desde Mallorca se admiraba la tremenda competitividad de Juan Carlos de Borbón. Por ejemplo, cuando las quinielas de Oslo runruneaban que dos españoles podían acceder al Nobel de la Paz, Baltasar Garzón y el entonces jefe de Estado. El monarca comentaba irritado la habilidad del juez para adelantarse a todas las decisiones del Gobierno sobre terrorismo, para entrometerse con resoluciones que le concedían una ventaja en el barómetro del premio noruego. ¿Alguien concibe hoy la posibilidad de que Juan Carlos de Borbón obtenga el Nobel? Es ‘preposterous’, porque en inglés suena menos ofensivo.

En Mallorca descubrimos que el Rey siempre quiso ser Gianni Agnelli. El magnate italiano fue su arquetipo de elegancia, de donjuanismo y de fortuna con minúsculas. Llegó a igualarlo en varias de estas categorías. ¿Qué protocolo se imponía en la Mallorca que humanizó al Rey? Veamos. El presidente uruguayo Luis Alberto Lacalle aterriza en el aeropuerto de Son Sant Joan con corbata. El Rey hace gestos desde tierra como si se estuviera estrangulando. El líder del partido nacional uruguayo capta la indirecta, se desanuda la corbata y la coloca en el bolsillo de la americana, donde asoma la punta de la prenda. Desenfadado, cordial, consciente de sus prerrogativas, ignorante de que la gloria tiene un ocaso.

La noche mallorquina es traidora, la brisa del Mediterráneo desarma los secretos. Juan Carlos de Borbón confiesa en Mallorca que “toda sucesión al trono es complicada, y en España todavía más”. Añade que “no pueden juzgarme pero, si me viera envuelto en un escándalo de corrupción, abdicaría”. Comenta a sus amigos de la isla la insistencia de Aznar para que el príncipe Felipe asista a la boda escurialense de Ana Aznar Botella y Alejandro Agag. El monarca logró evitar a su hijo el escándalo de aquel congreso nupcial de Gürtel con faralaes. Era el mismo monarca de cuya fragilidad veraniega se burlaba Santiago Carrillo, cuando le contaba a la periodista Oriana Fallaci que Franco arrancaba a su sucesor del veraneo mallorquín para reclamarlo a Madrid y obligarle a auspiciar sentencias de muerte.

Un reinado no se hunde en un día. Felipe de Borbón ya no era el veinteañero que peleaba cuerpo a cuerpo con su gran amigo Kyryl de Bulgaria en la cubierta de un yate mallorquín. Ahora pretendía a la televisiva Letizia Ortiz. Juan Carlos de Borbón se había encariñado de un velero, que también aspiraba a que le regalaran antes de apasionarse con la caza. Acudió a la gala de la firma náutica en el Club de Mar palmesano. Con cierto embarazo, los organizadores le dijeron que les encantaría –o que preferirían– la presencia de los Príncipes en el acto. El Rey llamó a Marivent, pero no consiguió movilizarlos.

Durante más de medio siglo, el Rey se ha hecho hombre en Mallorca. ¿Cuál de ellos? Tanto Juan Carlos de Borbón como Felipe de Borbón y, si me apuran, también el preterido Don Juan de Borbón, regente en el trono móvil del yate ‘Giralda’ desde el Club de Mar de Palma de Mallorca. Allí evocaba las hazañas de Errol Flynn y Tyrone Power en el mismo puerto, cuando los actores amanecían con sus yates rodeados de botellas en el mar. Hasta el palacio flotante de Don Juan se deslizó Mario Conde para seducir primero al padre, después al hijo, y después a la cárcel. Puerto Portals era el ring donde se libraba el pugilato entre el banquero irresistible y el Rey incontestable. Siempre se imponía el segundo, en el veredicto de los fotógrafos que abandonaban a toda prisa al engreído financiero gallego en cuanto se corría la voz de que había llegado el monarca. Quién iba a decirlo, después de la provinciana abdicación y consiguiente desaparición de escena.

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