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Acordes de un último tango en París
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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Acordes de un último tango en París

Si hoy hubiera elecciones generales, es más que probable que las ganara el Partido Popular. De hecho, las últimas encuestas del mes de enero a disposición

Si hoy hubiera elecciones generales, es más que probable que las ganara el Partido Popular. De hecho, las últimas encuestas del mes de enero a disposición de los cuarteles centrales del PP y del PSOE dicen exactamente eso, que el PP va por delante. Lo de menos es por cuanto, lo importante es la tendencia. En Ferraz tienen, además, una encuesta sobre Galicia que les ha puesto muy nerviosos, a pesar de que en Génova son conscientes de que la mayoría absoluta -38 escaños- es muy difícil de alcanzar en una comunidad en la que al menos dos de sus provincias -Lugo y Orense- son las más subsidiadas de España y en la que los medios de comunicación, la prensa regional sobre todo, viven de la propaganda oficial y, por lo tanto, cuando no están contra el PP, simplemente lo obvian. Nos lo contaba el pasado jueves a un reducido grupo de periodistas –tres mujeres, cinco hombres, anfitriones no incluidos; lo siento por las filtraciones pero hicieron mal la cuenta- el líder de este partido, Mariano Rajoy, durante un desayuno en el que, puedo asegurárselo a ustedes, lo último que se hizo por parte del líder del PP fue decir una sola palabra negativa de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, para quien sin embargo tuvo expresiones de mucha cortesía.

 

A lo que voy es a que nos encontramos, seguramente, en uno de los momentos más delicados y graves vividos por nuestro país desde el final de la dictadura. Atravesamos una crisis muy profunda, no solo económica como ya he dicho otras veces, sino global. Nada funciona. La Justicia es un absoluto desastre y, por primera vez en la historia, los jueces amenazan con ponerse en huelga. En estos años no hemos avanzado nada en el desarrollo de nuestras infraestructuras y en cuanto una inclemencia climática nos sorprende el país se paraliza. La inseguridad ciudadana empieza a ser angustiosa y las nuevas formas de delincuencia han encontrado en nuestro país un campo abonado para el delito, por culpa de un código penal que necesita una reforma urgente. Las instituciones naufragan en un mar de incompetencia. La descentralización se ha convertido en una batalla campal por ver quien le saca más al Estado. Tenemos el peor sistema educativo de toda Europa y seguimos a la cola de los países más desarrollados. No pintamos nada en el mundo. Y encima la crisis está destrozando nuestro sistema productivo y acabando con lo único que nos hacía ser admirables para el resto de nuestros socios: una economía sana y competitiva que ya es solo un recuerdo. Con ese escenario, no puede sorprender que las encuestas empiecen a mostrar una tendencia favorable al cambio político.

Recorrer ese camino, el camino del cambio, en las actuales circunstancias es, por tanto, inevitable, aunque el PSOE encargue encuestas en sus medios afines que le den siete puntos de ventaja en voto directo –una encuesta, la de Demoscopia, que una vez cocinada por expertos también pone al PP por delante del PSOE-. Es cierto, sin embargo, que quizá esa distancia fuera mayor si el PP estuviera en una situación parecida a la que vivió antes de las elecciones del 96: la de un partido unido, cohesionado, sin trifulcas internas y con un líder al que por fin reconocían los medios después de haber ganado las europeas y las municipales anteriores a las generales de ese año. Pero el hecho incuestionable es que no lo está. Lo peor, fíjense, no es el espionaje o la truculenta historia de los dosieres. Lo peor es que desde que se perdieran las elecciones de marzo de 2008 son muchos -bueno, quizá no tantos- los que se han empeñado en convertir al PP en un paisaje demoledor de soledad, angustia, vacío y destrucción. Y todo por no querer aceptar que el PP debía adaptarse a una época de cambios y que las cosas no podían seguir siendo como lo habían sido hasta el momento. Lo que se vive desde entonces es un capítulo casi animal de brutalidad y acoso sin tregua, que inevitablemente traslada a la opinión pública la imagen de un partido dividido, casi roto… Y eso suele ser motivo de castigo por parte del electorado.

Mariano Rajoy estaba el otro día tranquilo. Y sereno. Pocos políticos he conocido con esa capacidad de descansar en la entereza y la sensatez, por no decir ninguno, mientras a su alrededor se dispara con artillería pesada. Pero es consciente de que el daño que esa imagen de desunión está haciendo a su partido puede llegar a ser irreparable, y quienes la fabrican y la exteriorizan algún día tendrán que dar cuenta de la responsabilidad que atesoran por ello. Lo que exige la situación del país es un esfuerzo de generosidad y de sentido común, pero en lugar de eso se insiste, sin caer en el desaliento, en la batalla y se anuncian nuevas acciones de conquista. Dudo, y mucho, de su éxito, y sin embargo es seguro que si no en las elecciones gallegas, sí en las Europeas, pero Rajoy acabará ofreciendo una pronta victoria electoral a su partido que acabe por calmar las turbulentas aguas de la conspiración mediática. Una conspiración que se alimenta de la nostalgia, del recuerdo de lo que pudo ser y no fue, que vive anclada en una generación que amenaza con desaparecer, atormentada por el paso del tiempo y su propia angustia vital y cuya única obsesión es, perdonen la expresión, follarse a quienes ahora encarnan la esperanza de cambio, aunque tengan que utilizar como lubricante la mantequilla de una obsesiva expresión matutina y radiofónica de rencor y resentimiento.

Los acordes de un último tango decadente y transgresor rompen el silencio de una sala de baile vetusta y casi abandonada de la mano de Dios, cuyas paredes hechas jirones por la crisis son el recuerdo de un tiempo reciente de esplendor y belleza, pero también de excesos y descontrol. Él, viejo, angustiado, obsesivo, atemorizado, marcado por las arrugas de su propia inclemencia agarra su cintura en un postrero y desesperado intento de hacerla víctima de su violencia innata. Ella representa lo nuevo, la esperanza de que todo puede ser mejor de lo vivido hasta hora. Por eso estoy seguro de que, incluso en el caso remoto de que él tuviera éxito, esa esperanza de cambio está ya tan instalada en el PP que a los conspiradores les costaría su propia supervivencia. Pero no va a ocurrir. Éste es, sin duda, su último tango a ritmo de los sensuales acordes de Barbieri, antes de que despierten a un tiempo nuevo y distinto que conjure el desencanto que se ha instalado en el único partido que puede devolver a este país la fe en sí mismo.

Si hoy hubiera elecciones generales, es más que probable que las ganara el Partido Popular. De hecho, las últimas encuestas del mes de enero a disposición de los cuarteles centrales del PP y del PSOE dicen exactamente eso, que el PP va por delante. Lo de menos es por cuanto, lo importante es la tendencia. En Ferraz tienen, además, una encuesta sobre Galicia que les ha puesto muy nerviosos, a pesar de que en Génova son conscientes de que la mayoría absoluta -38 escaños- es muy difícil de alcanzar en una comunidad en la que al menos dos de sus provincias -Lugo y Orense- son las más subsidiadas de España y en la que los medios de comunicación, la prensa regional sobre todo, viven de la propaganda oficial y, por lo tanto, cuando no están contra el PP, simplemente lo obvian. Nos lo contaba el pasado jueves a un reducido grupo de periodistas –tres mujeres, cinco hombres, anfitriones no incluidos; lo siento por las filtraciones pero hicieron mal la cuenta- el líder de este partido, Mariano Rajoy, durante un desayuno en el que, puedo asegurárselo a ustedes, lo último que se hizo por parte del líder del PP fue decir una sola palabra negativa de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, para quien sin embargo tuvo expresiones de mucha cortesía.