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Violencia o convivencia (el dilema ‘moral’ al que se enfrenta de nuevo el PSOE)
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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Violencia o convivencia (el dilema ‘moral’ al que se enfrenta de nuevo el PSOE)

Cuando el pasado 20 de noviembre las urnas dieron una amplísima mayoría absoluta al Partido Popular, algunos ya advertimos sobre lo que iba a ocurrir: hay

Cuando el pasado 20 de noviembre las urnas dieron una amplísima mayoría absoluta al Partido Popular, algunos ya advertimos sobre lo que iba a ocurrir: hay sectores de la izquierda, sectores radicales, extremos, que no son mayoría en la izquierda española, que no aceptan que el centro-derecha democrático llegue al poder, que solo entienden la democracia cuando el poder descansa sobre los partidos de izquierda, aunque sea moderada, porque son el mal menor (por cierto, lo mismo ocurre con el sectarismo de algunos sectores de la derecha, cosa que yo también he denunciado otras veces).

El hecho en sí no deja de ser una manifestación evidente de despotismo y, como escribía Tocqueville, “los propios déspotas no niegan que la libertad sea excelente, pero la desean solo para ellos mismos, y afirman que todos los demás son absolutamente indignos de ella. Así, pues, no es sobre la opinión que debe tenerse de la libertad sobre lo que se difiere, sino sobre la estima, más o menos grande, que se siente por los hombres, y por ello puede decirse, de manera rigurosa, que el gusto demostrado por el gobierno absoluto es exactamente proporcional al desprecio que se profesa por su país”.

Este es el debate en el que estamos, y las circunstancias no deberían hacernos perder la perspectiva de la gravedad del mismo. Verán, aquí nadie -o nadie que sienta un absoluto respeto por el sistema democrático y sus leyes- pone en duda el derecho de manifestación, de protesta lógica que incluso despierta la solidaridad de todos los que tenemos hijos en edad escolar cuando comprobamos la certeza de casos clamorosos de ausencia de servicios esenciales en algunos colegios. Nadie, insisto, pone en duda el derecho de los dirigentes de cualquier partido a manifestarse, a hacer, si se quiere llamar así, oposición en la calle. El pasado día 19, dirigente del PSOE acudieron a la manifestación convocada legalmente por los sindicatos contra la reforma laboral… Podemos discrepar de las razones, criticar los motivos, pero no rechazar ese derecho, como tampoco se rechazaba el derecho de dirigentes del PP a acudir a manifestaciones convocadas por las víctimas del terrorismo cuando el ‘proceso de paz’ o por asociaciones de defensa de la familia contra la nueva Ley del Aborto.

Ruptura de las reglas del juego

Pero ninguna de esas manifestaciones acabaron con cientos de jóvenes apedreando las sedes socialistas, como tampoco la del pasado domingo 19 acabó frente a la sede del PP. Es decir, en ninguno de esos casos se utilizó la protesta en la calle para deslegitimar a un Gobierno, pasado o presente, constituido democráticamente. Hasta aquí hablamos de lo que habitualmente se llama las reglas del juego del Estado de Derecho, y supuestamente las respetamos todos, o al menos todos los que nos consideramos parte del sistema, más allá de las discrepancias que podamos tener sobre la configuración del mismo o sobre su –en mi opinión- necesaria revisión. Sin embargo, lo que está ocurriendo estos días en las calles de Valencia, y que se ha trasladado en formato de violencia callejera a las calles de Madrid y de Barcelona, en principio, transgrede ese elemental respeto a las reglas del juego en la medida que se está cuestionando de una manera abierta y clara la decisión de la soberanía popular, y se reacciona con violencia contra ella.

Lo que está ocurriendo estos días en las calles de Valencia, y que se ha trasladado en formato de violencia callejera a las calles de Madrid y de Barcelona, en principio, transgrede ese elemental respeto a las reglas del juego

Yo he sido de los primeros, a través de mi Twitter, en reclamar la dimisión de la delegada del Gobierno en Valencia, Paula Sánchez de León, porque creo que una acción desproporcionada de la Policía, de la que ella es la máxima responsable, ha servido para encender la mecha de algo que nunca tendría que haber ocurrido. Hasta ese momento, las protestas de los alumnos formaban parte de lo que tenemos la obligación de aceptar como el normal desarrollo de la convivencia democrática, aunque nos sorprenda que algo así no ocurra en otras partes de España en las que se dan situaciones parecidas. Compruébenlo ustedes en esta carta de la directora de un instituto de Parla, ayuntamiento gobernado por el PSOE -ver documento adjunto-.

Pero una vez encendida la mecha, es evidente que la protesta ha trascendido sus fines y objetivos iniciales, y que la organización de la misma ha caído en manos de elementos ajenos por completo al entorno escolar; se ha transformado en una acción en algunos casos violenta contra el Partido Popular, cuyas sedes han sido atacadas y cercadas por los manifestantes.

España no puede ser Grecia

¿Es esto lo que necesita este país en estos momentos? Del propio resultado de las urnas, de la contundencia de la respuesta ciudadana en las elecciones, cabe deducir que no, que los españoles no quieren ser como Grecia. De hecho, hay diferencias sustanciales y lo cierto es que el ejemplo de Grecia no se repite en ningún otro país de Europa, ni siquiera en los intervenidos como Portugal o Irlanda, ni tampoco en naciones que atraviesan problemas tan serios como los nuestros como Italia o Gran Bretaña, donde los ajustes han sido, si cabe, mucho más duros que los emprendidos aquí por el anterior y por el presente Gobierno. Hay protestas, sí, pero no hay violencia extrema. España no puede permitirse el lujo de convertirse en una Grecia II, porque eso significaría nuestro fin como nación europea, nuestra autodestrucción… Y, sin embargo, los líderes de estas revueltas que, repito, nada tienen que ver con los estudiantes, están llamando, literalmente, a “incendiar las calles” contra el PP.

Y esto no deja de ser un dilema, un serio dilema, para el Partido Socialista. ¿Con la violencia, o con la convivencia? La gente sensata de ese partido lo tiene muy claro: con la convivencia. Y eso incluye el derecho a manifestarse, a hacer oposición en el Parlamento y en la calle si lo consideran necesario. Pero existe un sector de ese partido que se resiste a la idea de haber perdido el poder, que está respaldando de manera clara la revuelta contra el PP en un ejercicio profundamente antidemocrático de deslegitimación del resultado de las urnas. Yo nunca diré, porque no lo creo y porque estoy convencido de que es así, que el PSOE está detrás de estas revueltas. Nunca. Pero puede cometer el enorme error de dejarse llevar por lo fácil en un momento en el que está sufriendo la dolorosa travesía de un desierto muy árido y que puede serlo más después del 25 de marzo. Pero, si elije violencia, se echará encima a una gran mayoría de la sociedad española y eso puede terminar por hundir al que debe ser la garantía del equilibrio democrático en la peor de sus crisis.

Decía Aron que “los procedimientos democráticos son una protección contra el poder y lo arbitrario, pero también ofrecen, y tal vez en primer lugar, una oportunidad para instruir a los hombres, para hacerles capaces de razón y de moralidad”. Perder la razón y perder la moralidad está en el germen de la violencia que conduce al totalitarismo, y por eso deberíamos hacer un ejercicio colectivo de serenidad y sentido común. Los grandes partidos deberían ser los primeros dando una lección de democracia muy necesaria en un momento en el que España se juega su credibilidad internacional.

Cuando el pasado 20 de noviembre las urnas dieron una amplísima mayoría absoluta al Partido Popular, algunos ya advertimos sobre lo que iba a ocurrir: hay sectores de la izquierda, sectores radicales, extremos, que no son mayoría en la izquierda española, que no aceptan que el centro-derecha democrático llegue al poder, que solo entienden la democracia cuando el poder descansa sobre los partidos de izquierda, aunque sea moderada, porque son el mal menor (por cierto, lo mismo ocurre con el sectarismo de algunos sectores de la derecha, cosa que yo también he denunciado otras veces).