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Tenemos un problema y se llama Catalonia
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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Tenemos un problema y se llama Catalonia

A estas horas ya sabemos que la manifestación de la Diada en Cataluña fue un rotundo éxito. Tras la pancarta en la que rezaba el lema

A estas horas ya sabemos que la manifestación de la Diada en Cataluña fue un rotundo éxito. Tras la pancarta en la que rezaba el lema ‘Cataluña, un estado en Europa’, marcharon centenares de miles de personas en una apoteosis independentista ante la que no podemos reaccionar como si no hubiera pasado nada. Hay un número creciente de ciudadanos catalanes que se sienten incómodos, descontentos con su relación con España, y nos estaríamos equivocando si reaccionásemos con la prepotencia de quien se siente fuerte por tener al alcance de la mano los instrumentos que podrían poner fin a esa espiral soberanista. Ni la democracia, ni el Estado de Derecho ni el modelo autonómico se han construido sobre la base de la fuerza, sino sobre la mesa del consenso y del diálogo; plantear ahora cualquier otra opción sería condenarnos a un conflicto de incalculables consecuencias.

Lo tremendo de todo esto es que ese fuerte crecimiento del sentimiento independentista es la consecuencia de una falsa idea, según la cual Cataluña es una Comunidad perjudicada por el conjunto de España. Nada más lejos de la realidad. Desde que se aprobara la Constitución Española en 1978, hace casi 35 años, los sucesivos gobiernos de España no han hecho más que ceder una y otra vez a las reivindicaciones del nacionalismo.

Han sido, de hecho, los dos últimos gobiernos nacionales, primero el del PP de Aznar y después el del PSOE de Rodríguez Zapatero, los que más han incidido en satisfacer las exigencias nacionalistas, vinieran éstas del nacionalismo conservador de CiU o del nacionalismo progresista del tripartito, cediendo innumerables competencias, mejorando los sistemas de financiación e, incluso, aprobando un nuevo Estatuto que se burla de la Constitución Española. Y el Gobierno actual, a pesar de los continuos desprecios y las falsas acusaciones que llegan a Madrid desde el Palau de la Generalitat que preside Artur Mas, no ha hecho otra cosa que ayudar a Cataluña a salir de la grave crisis en la que se encuentra facilitándole todas las opciones posibles para la obtención de la necesaria liquidez que le permita hacer frente a sus pagos.

Es más, llega a tal extremo la complacencia del Estado hacia Cataluña que allí ha dado un paso atrás en la defensa de los intereses de todos los ciudadanos, permitiendo que se incumplan sentencias del propio Tribunal Constitucional en lo que a la lengua se refiere, todo ello con tal de aplacar la ira nacionalista. Y a pesar de todo, a pesar de las continuas cesiones y concesiones, ese sentimiento independentista sigue creciendo en Cataluña, alimentado por un discurso nacionalista que ha encontrado siempre en su posición de víctima la manera más eficaz y certera de tapar sus propios fracasos.

Si tanto interés tiene Cataluña en el Pacto Fiscal, que sea la moneda de cambio para cerrar el modelo de Estado, para ir hacia un auténtico Estado Federal que acabe de una vez por todas con la reivindicación permanente, porque situará en sus justos términos las competencias de cada cual y los mecanismos suficientes para garantizar el equilibrio

Porque, en buena parte, esto es el fondo de lo que estamos viviendo, de lo que se vivió ayer en esa tremenda manifestación en Barcelona: la huida hacia delante de un fracaso sonoro y rotundo del nacionalismo que ha conducido a Cataluña a la peor crisis que haya podido imaginarse nunca, superando incluso en la crueldad de sus datos macroeconómicos a esas comunidades con las que tanto se compara y sobre las que se siente superior, como son Andalucía y Extremadura. Y se hace realmente difícil para el nacionalismo reconocer ese fracaso, razón por la cual ha optado por la estrategia de la tensión, del pulso con Madrid.

El problema es que a lo mejor ha tensado tanto la cuerda que, ahora sí, amenaza con romperse. Dice Artur Mas que esto se solucionaría con el Pacto Fiscal… es posible. Verán, siempre he creído que el principal problema de nuestro Estado autonómico es que a las comunidades se les ha dado una excesiva responsabilidad sobre el gasto, y casi ninguna responsabilidad sobre sus ingresos. La solución al problema de nuestro modelo territorial, tan de moda ahora, no viene de una nueva centralización, como proponen algunos muy respetablemente. Si en algo nos hemos equivocado todo este tiempo ha sido en permitirles a las comunidades autónomas gastar un dinero que no era suyo, en el sentido de que no eran ellas las que lo recaudaban, sino el Estado, que les iba facilitando la línea de financiación. Dicho de un modo sencillo, es como si todo este tiempo hubieran tenido abierta una línea de crédito ilimitada. Y eso no puede ser.

La experiencia dice que, precisamente, las dos únicas comunidades que sí recaudan sus impuestos, Navarra y el País Vasco, son las que más saneadas tienen sus cuentas a pesar de la dureza de la crisis, y aún así tendrán que hacer también sus ajustes. Hablemos entonces, de una vez por todas, de verdadera corresponsabilidad fiscal. Pongamos sobre la mesa el debate, pero hagamos algo más: si tanto interés tiene Cataluña en el Pacto Fiscal, que sea la moneda de cambio para cerrar el modelo de Estado, para ir hacia un auténtico Estado Federal que acabe de una vez por todas con la reivindicación permanente, porque situará en sus justos términos las competencias de cada cual y los mecanismos suficientes para garantizar el equilibrio entre estados, aportando los más ricos los fondos necesarios para ayudar a los más pobres a su desarrollo, a cambio -eso sí- de unas condiciones de obligado cumplimiento. Y se acabó. De esa manera deberíamos cerrar de una vez por todas el eterno debate que se abrió con el melón constitucional en 1978.

Creo que esta es la opción más razonable, aunque también existe otra posición no menos sólida según la cual se debería circunscribir el Estado autonómico a las tres comunidades históricas: Galicia, País Vasco y Cataluña. Es cierto que eso acabaría con el permanente recurso al agravio comparativo del nacionalismo, pero también lo es que 30 años después es muy complicado dar un paso atrás de esa naturaleza. Además, por convicción liberal creo que la descentralización es necesaria para garantizar un elevado nivel de libertad ciudadana y de satisfacción con la prestación de determinados servicios públicos. En cualquier caso, hay que dar una salida a la situación que se ha creado en Cataluña, hay que dar una respuesta a la exigencia independentista que ha tomado las calles de manera masiva.

Es, sin duda, un problema mayor que el protagonizado en esa misma dirección por el País Vasco, a pesar de la violencia que hasta hace un año condicionaba el discurso secesionista. De todos los ‘marrones’ que le han tocado gestionar al PP, este es sin duda el más conflictivo, y precisamente por ello –lo vengo diciendo desde hace tiempo- debería ser objeto de un diálogo franco y sincero con el principal partido de la oposición donde, me consta, crece la preocupación por la deriva incluso de sus propios compañeros de partido en Cataluña. A pesar de todos los desaires, de todos los esfuerzos a veces inútiles, sólo desde el diálogo es posible reconducir de nuevo esta situación, nunca desde la prepotencia y mucho menos desde la fuerza, y el diálogo con el nacionalismo siempre será más eficaz y más contundente si a este lado de la mesa se sientan juntos Gobierno y oposición.

A estas horas ya sabemos que la manifestación de la Diada en Cataluña fue un rotundo éxito. Tras la pancarta en la que rezaba el lema ‘Cataluña, un estado en Europa’, marcharon centenares de miles de personas en una apoteosis independentista ante la que no podemos reaccionar como si no hubiera pasado nada. Hay un número creciente de ciudadanos catalanes que se sienten incómodos, descontentos con su relación con España, y nos estaríamos equivocando si reaccionásemos con la prepotencia de quien se siente fuerte por tener al alcance de la mano los instrumentos que podrían poner fin a esa espiral soberanista. Ni la democracia, ni el Estado de Derecho ni el modelo autonómico se han construido sobre la base de la fuerza, sino sobre la mesa del consenso y del diálogo; plantear ahora cualquier otra opción sería condenarnos a un conflicto de incalculables consecuencias.