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Federico Quevedo

Dos Palabras

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Yo veraneo en un pequeño pueblo de la costa gallega, en las orillas de la Ría de Arousa, llamado Vilanova, muy conocido este verano porque de

Yo veraneo en un pequeño pueblo de la costa gallega, en las orillas de la Ría de Arousa, llamado Vilanova, muy conocido este verano porque de allí salió la primera etapa de la vuelta ciclista a España sobre la estructura de una batea. Recuerdo, vagamente, haber visto por la avenida principal de Vilanova, e incluso en la playa del Terrón, a una niña de más o menos 12 años, de rasgos orientales, aparentemente ajena a cualquier preocupación y dedicada solo a disfrutar del sol y de la playa. No recuerdo, sin embargo, a sus padres, o si los vi alguna vez no me llamaron la atención. Ella si, porque en un pueblo pequeño de la costa gallega una niña de rasgos asiáticos atraía las miradas de casi todo el mundo.

Hoy sé que esa niña, tan normal y tan infantil como cualquier otro niño de su edad, se llamaba Asunta, y sé que está muerta, y sé que a estas horas a nadie le cabe ya la duda de que la autora de su muerte fue su propia madre y que muy probablemente el padre haya actuado como encubridor de un crimen tan atroz como inexplicable. Ahora, sabiendo que la he tenido tan cerca como para poder tocarla con mi mano, me duele pensar que hubiera podido hacer algo para evitar la tragedia, aunque la razón me diga que era imposible porque nadie podía pensar que algo así iba a suceder, ni siquiera las personas del entorno más inmediato a la familia.

Ya me sorprendió que la mujer que actuaba como portavoz de la misma y que en los primeros compases puso la mano en el fuego por la madre, de pronto decidiera abandonar ese papel sin más explicaciones. Era evidente que algo empezaba a fallar en el relato de los hechos que hacía Rosario Porto, una mujer muy conocida en Santiago, al igual que su marido, del que sé que vivía entregado a su ex pareja a pesar de haberse separado de ella. 

Ya me sorprendió que la mujer que actuaba como portavoz de la misma y que en los primeros compases puso la mano en el fuego por la madre, de pronto decidiera abandonar ese papel sin más explicaciones. Era evidente que algo empezaba a fallar en el relato de los hechos que hacía Rosario Porto

Desconozco qué es lo que puede pasar por la cabeza de un padre, de una madre en este caso, para matar a un hijo. En el caso más reciente que guardamos todavía en los archivos de nuestra memoria, el de José Bretón condenado por el asesinato de sus dos hijos pequeños, era evidente que había en la personalidad del asesino una psicopatía congénita: José Bretón era, es, malo. Pero de una maldad extrema que le condujo a convertirse en un monstruo. 

¿Es este el caso de Rosario Porto? Supongo que el paso de las horas irá despejando muchas de las incógnitas que nos abruman. Al escribir estas líneas todavía declaraban ante el juez los padres de Asunta, y ambos eran enviada a prisión sin fianza, lo que hace suponer que muy probablemente el juez los considere presuntos culpables de la muerte de la niña. Pero eso no responde a la pregunta fundamental, que no es otra que la que a todos nos asfixia por la sobrecarga emocional que lleva: ¿Qué padre es capaz de matar a su propio hijo? ¿Cómo es posible que al ver la inocencia de la mirada de un niño, las lágrimas que probablemente saldrían de los ojos de Asunta consciente de que su madre iba a matarla, se sea capaz de seguir adelante y no venirse abajo interrogándose a uno mismo por la barbaridad que se estaba dispuesto a cometer? 

Creo que no hay respuesta a ninguna de esas preguntas si de la investigación de los hechos no se deduce ningún trastorno psíquico. No hay respuesta porque es prácticamente imposible ponerse en el lugar de una madre dispuesta a matar a su hija sabe Dios por qué extraños motivos. Hay respuesta, sin embargo, cuando se trata de un monstruo, de alguien que vive para hacer el mal en menor o mayor medida

Los medios de comunicación intentamos hurgar en todos los recovecos de la vida de estas personas intentando buscar una explicación imposible. Hurgamos hasta el extremo de contar los hechos sin contrastar la veracidad de los mismos

¿Es este el caso? Si lo fuera, ¿cómo es posible que tardara tanto tiempo en manifestarse sin que nadie se diera cuenta? Las preguntas son inevitables, como es inevitable intentar buscar responsabilidades en el entorno… Pero a nadie se le puede pedir la responsabilidad de vigilar las conductas de quienes nos rodean. Hubiera dado lo que fuera por ayudar a Asunta pero, ¿cómo podía imaginar que ella iba a necesitar esa ayuda? Nadie podía sospecharlo. 

Y sin embargo, los medios de comunicación intentamos hurgar en todos los recovecos de la vida de estas personas intentando buscar una explicación imposible. Hurgamos hasta el extremo de contar los hechos sin contrastar la veracidad de los mismos: ni los abuelos de la niña la habían convertido en única heredera de sus bienes, ni la niña había acudido a su escuela de música diciendo que su madre quería matarla… ¿Qué nos cuesta esperar a tener, al menos, la versión oficial de la policía y del juez?

La muerte violenta de Asunta nos ha dejado a todos conmocionados. Como nos dejó el crimen de los niños de Córdoba, como nos deja cada vez que conocemos algún acto de violencia contra un niño. Pero la conmoción no debería de convertirse inmediatamente en una sucesión morbosa de noticias que se desmienten al minuto siguiente de publicarse. Aunque solo sea porque la memoria de Asunta merece la dignidad de un relato cierto de los hechos y no la truculenta especulación sobre los mismos.

Yo veraneo en un pequeño pueblo de la costa gallega, en las orillas de la Ría de Arousa, llamado Vilanova, muy conocido este verano porque de allí salió la primera etapa de la vuelta ciclista a España sobre la estructura de una batea. Recuerdo, vagamente, haber visto por la avenida principal de Vilanova, e incluso en la playa del Terrón, a una niña de más o menos 12 años, de rasgos orientales, aparentemente ajena a cualquier preocupación y dedicada solo a disfrutar del sol y de la playa. No recuerdo, sin embargo, a sus padres, o si los vi alguna vez no me llamaron la atención. Ella si, porque en un pueblo pequeño de la costa gallega una niña de rasgos asiáticos atraía las miradas de casi todo el mundo.

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