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Este puñetero oficio que es el periodismo
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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Este puñetero oficio que es el periodismo

Hay veces que es difícil sentarse a escribir y hacerlo sobre algo sensato en términos de la corrección política, y popular en términos de audiencia pública

Hay veces que es difícil sentarse a escribir y hacerlo sobre algo razonablemente sensato en términos de la corrección política, y sensiblemente popular en términos de audiencia pública. Es más, a tenor de los comentarios de los lectores uno a veces tiene la sensación de que da igual de lo que escriba porque le van a insultar de todos modos diga lo que diga. Creo que la única vez que he cosechado más comentarios positivos que otra cosa fue la semana pasada y, por cierto, gracias a todos (saliómuy bien, fue una experiencia única y si alguien tiene interés en que le démás detalles no tiene más que pedirlo o entrar en la página web www.astromad.com y acceder al vídeo resumen de la prueba).

El caso es que no sabía muy bien si escribir este fin de semana un panegírico de Rubalcaba por aquello de, ya saben, a enemigo que huye, puente de plata (y no es que yo considere a Rubalcaba un enemigo, ni mucho menos); si condenar a la infanta Cristina a galeras y a su marido a compartir celda con Edmond Dantés, o bien bucear en la tortuosa relación de pareja jurídica entre el juez Castro y el fiscal Horrach; si atizarle mandobles a Madina para ver si endereza hacia un rumbo fijo su estructura ideológica de veleta mal cuidada, o recordarle a Pedro Sánchez que hay vida más allá de los lugares comunes de la izquierda si quiere alcanzar alguna vez la gloria; si llorar a las puertas del Ministerio de Hacienda por esa reforma fiscal que sólo beneficia a los muy ricos o a los muy pobres, pero que a la inmensa clase media nos sigue dejando con el maldito culo al aire.

Si marcarme un escarceo por el penúltimo concierto de sus satánicas majestades al que no fui pero me hubiera encantado ir; si dar más vueltas a cuenta de las oscuras razones que han llevado al Gobierno de Rajoy a aprobar precipitadamente el aforamiento del Rey saliente para evitar sabe Dios qué y por qué; si seguir, erre que erre, repartiendo salvas de indignación colectiva por los numerosos casos de corrupción que nos siguen ensuciando la mirada, se llamen Bárcenas, Gürtel, UGT, ERE, Pokemon o la madre que los parió; si regalarle un nuevo peldaño de subida en la estrategia de marketing viral y gratis total a los chicos bolivarianos de Podemos y al tipo ese de la coleta que ya me cae como el culo desde que además he sabido que se dedica a purgar a periodistas –yo entre ellos–.

Si afearle a algunas empresas como Iberdrola el que se dediquen a agasajar a periodistas pagándoles viajes de lujo al Mundial de Brasil para ver cómo la pifia la Selección española, y que así luego en sus columnas y en las tertulias les parezca una “chorradilla” eso de manipular los precios de la electricidad;si acordarme de todos los muertos de estos tíos que cobran cientos de millones por darle patadas a un balón y que nos han hecho caer en el mayor de los ridículos a lo mejor porque están un poco cansados, ¡manda huevos!; si criticarle por enésima vez a Artur Mas su estúpida obsesión soberanista que sólo va a conseguir conducir a Cataluña al ostracismo internacional y a convertirse en una mala parodia de la aldea gala de Astérix reconvertida en sede de la ONG Aldeanos Sin Fronteras; si recordarle a Rajoy que toda paciencia tiene un límite y que este Gobierno ya se la ha hecho perder a mucha gente y a lo mejor le vendría bien un lavado de cara…

En fin, no sé… Seguramente podría seguir así no sési hasta el infinito y más allá, pero casi. Y daría igual porque al final, y por desgracia, a los periodistas no se nos juzga por lo que somos, sino por lo que la gente cree que somos después de haberse hecho una idea preconcebida y normalmente equivocada. ¿Es esto un desahogo? Puede… Bueno, sí, lo es. Pero también tengo derecho al pataleo como todo el mundo. Probablemente sea el único que me queda: da igual lo que escriba, a quien critique o alabe, da igual lo que diga en una tertulia, da igual lo que teclee en mi cuenta de Twitter... Uno busca la independencia respetando sus propios principios, pero siempre hay alguien que enseguida te coloca una etiqueta y hasta te acusa de rendir servicios inconfesables.

A los periodistas se nos exige mucho más de lo que podemos dar y los lectores-oyentes-espectadores no entienden que en la mayoría de las ocasiones –siempre hay excepciones, claro, como en todo–intentamos hacer nuestro trabajo lo mejor posible y últimamente en unas circunstancias harto complicadas para nosotros porque, esto es un hecho, el periodismo vive una crisis sin precedentes y ninguno de nosotros sabe cómo va a acabar. Y el que diga lo contrario, miente. “Ya no sabemos ni lo que somos –me decía el otro día un viejo compañero de los que todavía recuerdan los tiempos de la Olivetti–, si showmans, actores, chilladores o embusteros profesionales, pero lo que es seguro es que ya no somos periodistas porque hemos olvidado el noble oficio de buscar noticias y contarlas”.

Es verdad, si no del todo, en buena parte. Hoy nos toca hacer cosas que hace años ni nos imaginábamos, pero es la única manera de ganarse la vida. ¿Quién tiene la culpa de todo esto y dónde nos lleva? No lo sé, y desde luego no es motivo de este post –ya ni siquiera lo llamamos artículo– buscar una respuesta, sino un poco de comprensión de ustedes, esos que están al otro lado de la pantalla del ordenador, de la tele o de la radio, y que nos juzgan con una severidad sin precedentes tan solo porque no siempre decimos lo que quieren escuchar o leer.

Recuerdo una frase famosa de un compañero que más o menos venía a decir: “Cuánto caviar tenemos que comer para llevar unos garbanzos a casa”. Pero eso era antes, ahora ya no. Salvo esos pocos privilegiados a los que Iberdrola invita a los partidos de la Roja, ese periodismo de mantel de lujo y regalos de postín ha pasado a mejor vida. Y vive Dios que es bueno que así haya sido, porque nadie podrá reprocharnos mala fe ni servidumbre, pero por otro lado era de lo poco que compensaba un oficio esclavo y mal pagado –salvo contadas excepciones– al que, sin embargo, nos hemos entregado en ardorosa pasión.

No nos queda casi nada, pero lo peor de todo es haber perdido el respeto de quienes ayer nos admiraban y hoy nos desprecian, cuando no nos escupen y nos insultan. No seré yo quien rechace las bondades de internet, nada más lejos de mi intención, pero si antes vivíamos de nuestro crédito, ahora dedicamos casi más tiempo a defendernos y justificarnos que a trasmitir nuestros conocimientos. Supongo que es un tránsito, que esta crisis, tan vinculada a la crisis de credibilidad de las instituciones, pasará y que de ella nacerá una nueva forma de entender el periodismo, pero hasta entonces creo que necesitamos un poco de comprensión.

Hay veces que es difícil sentarse a escribir y hacerlo sobre algo razonablemente sensato en términos de la corrección política, y sensiblemente popular en términos de audiencia pública. Es más, a tenor de los comentarios de los lectores uno a veces tiene la sensación de que da igual de lo que escriba porque le van a insultar de todos modos diga lo que diga. Creo que la única vez que he cosechado más comentarios positivos que otra cosa fue la semana pasada y, por cierto, gracias a todos (saliómuy bien, fue una experiencia única y si alguien tiene interés en que le démás detalles no tiene más que pedirlo o entrar en la página web www.astromad.com y acceder al vídeo resumen de la prueba).

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