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Una pedagogía política muy necesaria
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

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Una pedagogía política muy necesaria

El gran político que fue Pío Cabanillas solía reconocer una limitación muy general en sus capacidades al admitir que no se puede soplar y sorber a

El gran político que fue Pío Cabanillas solía reconocer una limitación muy general en sus capacidades al admitir que no se puede soplar y sorber a la vez. Lo curioso del caso es que se infringe con frecuencia esta norma de buen sentido para hacer cosas contradictorias, o para obtener fines con medios que conducen a lo contrario. En particular, es sorprendente la facilidad con que la derecha trata de obtener el predominio con la fraseología de la izquierda, cultivando los valores que la deslegitiman.

En España las ideologías siempre han resultado sospechosas, y la lógica se suele considerar una pérdida de tiempo, un sinsentido, de manera que es normal que hayan abundado los políticos dispuestos a cualquier cosa con tal de ganar, aunque ello les haya llevado a tener que poner en pie las políticas que supuestamente rechazaban, con el resultado que cabe esperar. Muchos políticos cultivan, en ocasiones sin ser del todo conscientes, aquella cuca recomendación del general Franco “haga lo que yo, no se meta en política” con la secreta esperanza de que el consejo les pueda facilitar una etapa de poder casi tan larga como la del líder ferrolano.

El PP se encuentra metido de lleno en una de esas paradojas, como la del que quiere hacer una tortilla sin romper huevos, y parece contentarse con predicar contra los excesos del gasto sin tocar las causas que lo hacen inevitable, sin oponerse en serio al grito peronista, versión Evita, de que “toda necesidad es un derecho”, equiparación que torna las necesidades en deseos infinitos.

La derecha debería empeñarse en un programa de transparencia, en que los españoles supieran lo que realmente se hace con sus impuestos, empezando por saber muy bien lo que realmente pagan a cada gasto que hacen y en cada factura o nómina que cobran

Es razonable tener miedo a meterse en cirugías cuando las constantes vitales son preocupantes, pero en la vida política, como en la medicina, hay que asumir riesgos. Sin embargo, no es posible tomar una decisión prudente si no se explican al paciente cuáles son las alternativas y cuál es el precio que hay que pagar en cada caso. Lo que más falla en la ecuación de la prudencia es la pedagogía. Hay que reconocer que no es fácil explicarle al público cómo se gastan las cifras millonarias de las cuentas públicas, y cuál es el grado de eficacia con que ese gasto cumple los fines que supuestamente lo justifican. La cultura política de los españoles ignora pudorosamente que paguemos impuestos y cree que todo se reduce, por ejemplo, a que la gasolina sea cara, sin tener ni idea de qué porcentaje del preciadísimo combustible va a parar a manos de los políticos, y de sus amigos.

Una pedagogía básica debería habilitar a los ciudadanos para saber lo que pagan y para valorar hasta qué punto es eficiente y razonable la exacción a cambio de lo que se obtiene, ellos mismos y el resto de los ciudadanos, y si ese trato es justo, razonable y sostenible. La cultura política dominante, una mezcla de muy bajo nivel de cristianismo vagamente social y de formas diversas de resentimiento, promueve el mito de la intangibilidad de los servicios sociales básicos, de la sanidad y la educación, pero también de otras muchas prácticas que, aunque amparadas por un agudo sentido de lucha contra la injusticia, no resistirían el más mínimo análisis cuando se viera para lo que sirven realmente, a quién acaban beneficiando en último término.

Es normal que la izquierda se conforme con este clima cultural y moral, porque le ha ido admirablemente, pero no acaba de entenderse que la derecha se resigne a hacer el papel de administrador prudente que se limita a restaurar el flujo de los caudales para que, una vez que la caja se restablezca, tornen a disparatar los verdaderos dadivosos, tras ganar las elecciones acusándoles de estrechos. Tal proceder, aparte de ser políticamente suicida, es de una enorme cortedad de miras, porque evita lo que realmente podría suceder, que España comenzase a confiar en sus auténticas posibilidades, que pueda aspirar a lo mejor, que se dé cuenta de que si, con unas administraciones absurdas y corruptas no hemos caído, al menos de momento, en la miseria total, podríamos llegar muy lejos si realmente aprendiésemos a gastar de manera razonable, a no subvencionar a todo lo que se mueva sin parar ni en la rentabilidad, ni en la productividad, ni en identificar a los auténticos beneficiarios de cada contribución.

La derecha debería empeñarse en un programa de transparencia, en que los españoles supieran lo que realmente se hace con sus impuestos, empezando por saber muy bien lo que realmente pagan a cada gasto que hacen y en cada factura o nómina que cobran. No se trata de invitar al egoísmo y a la insolidaridad, sino de lo contrario, de evitar que bandas de astutos cazadores de rentas, se enriquezcan con nuestro esfuerzo, o vivan de la sopa boba. Hace falta acercarse a la cultura fiscal del norte de Europa, en nada reñida con los servicios sociales, pero completamente opuesta a pagar las ineficiencias o los privilegios ocultos de tantos. Eso sí es hacer política, sin necesidad de insistir en la evidencia de que Rubalcaba no da una. 

El gran político que fue Pío Cabanillas solía reconocer una limitación muy general en sus capacidades al admitir que no se puede soplar y sorber a la vez. Lo curioso del caso es que se infringe con frecuencia esta norma de buen sentido para hacer cosas contradictorias, o para obtener fines con medios que conducen a lo contrario. En particular, es sorprendente la facilidad con que la derecha trata de obtener el predominio con la fraseología de la izquierda, cultivando los valores que la deslegitiman.