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La obediencia debida
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

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La obediencia debida

Hace unos día se celebró un homenaje al Teniente General don Manuel Gutiérrez Mellado con motivo del centenario de su nacimiento. El acto, equilibrado, emotivo y

Hace unos día se celebró un homenaje al Teniente General don Manuel Gutiérrez Mellado con motivo del centenario de su nacimiento. El acto, equilibrado, emotivo y solemne, nos trajo a la memoria la vida y el empeño de un militar dedicado a conseguir que la democracia triunfase, a que no fuese posible nunca más la guerra fratricida, y a que la libertad política dejase de ser algo delictivo. Décadas después, hemos de reconocer que se han conseguido esos objetivos, pero que hemos ido a caer en errores muy graves. El peor de ellos tiene que ver, en cierto modo por contraste, con el éxito de Gutiérrez Mellado al conseguir que los militares aprendiesen a respetar la democracia y cayesen en la cuenta de que la obediencia debida no podía servir para amparar cualquier disparate, puesto que por encima de la lealtad a sus mandos habrían de estar siempre los principios morales, la Constitución, la ley y, también, en último término, la conciencia y el honor de cada cual. 

Pues bien, esta lección admirablemente aprendida por los militares está siendo sistemáticamente pisoteada por casi todos los demás, por los partidos políticos, por los diputados, por los miembros del Consejo General del Poder Judicial, por los funcionarios… por todos los que convierten en norma de conducta suprema hacer y decir aquello que desean sus jefes. Parece como si la democracia no hubiese sido capaz de superar la cultura política del franquismo, consagrando aquello de que no meterse en política es el camino seguro para triunfar. Se actúa como si la democracia significara sólo un procedimiento de legitimación del poder que, por lo demás, se pudiera ejercer engañando, sin respetar ni la voluntad popular, ni la ley, ni los principios éticos, con solo obedecer al de arriba para ir ascendiendo por la cucaña mientras se acumulan prebendas, posiciones y honores. Este cinismo se nos da muy bien, está en la tradición picaresca, barroca y arribista que hemos cultivado y se disfraza muy fácilmente con toda clase de pretextos, en lugar de defender los intereses colectivos, de cumplir la ley no solo en sus apariencias sino en su intención y objetivos.

Parece como si la democracia no hubiese sido capaz de superar la cultura política del franquismo, consagrando aquello de que no meterse en política es el camino seguro para triunfar

Un espíritu de mansedumbre se adueña de todo. Muchos de los vocales del Consejo General del Poder Judicial que votaron en contra de que se investigasen y justificasen los peculiares gastos de su Presidente, estarán en su fuero interno persuadidos de que obraron mal, pero su pericia jurídica se empleará para justificar lo que hicieron con una solidaridad más propia de malhechores que de jueces.

Se habla mucho estos días de unos informes altamente alarmantes que los inspectores del Banco de España hicieron llegar al Gobernador de la institución y al ministro de Economía, que decidieron hacer caso omiso, pero entre esos meritísimos inspectores no cupo, al parecer, ni por un momento, la idea de que, si la situación era tan grave y peligrosa como ellos suponían, y en efecto lo ha sido, no podía bastar con que se limitasen a cumplir con el reglamento, que ellos, además de servir al Gobernador, han de servir a la ley, a España y a los intereses de la sociedad española y que debieran haber empleado su información para impedir lo que nos está pasando. Su obediencia debida ha servido para cercenar las posibilidades de la libertad y de la democracia. En su disculpa caben muchas consideraciones, entre otras que es posible que no hubiesen podido dar a conocer lo que querrían se supiese, dado el férreo conglomerado de intereses comunes entre gran parte de la prensa y los poderes políticos, pero es evidente que hubiera sido preferible que faltasen a unos cuantos reglamentos que privar a la mayoría de los españoles del conocimiento de lo que unos cuantos estaban haciendo en la oscuridad de sus covachuelas financieras, al amparo de su vigilancia.

En estos momentos en que existe la percepción exterior de que somos un país mentiroso y escasamente fiable se necesita especialmente que cada cual asuma su responsabilidad y deje de mirar a su jefe de filas para averiguar lo que ha de hacer. Y hay que hacerlo sin ceder a la lamentable excusa de suponer que los políticos sean de otra pasta, peores que todos nosotros, y sin recurrir a la simpleza de que todo se arreglará acabando con el Estado de las Autonomías, al que hay que someter en todo caso a un severísimo rasurado. Basta con pensar en los abusos presupuestarios y tropelías de un órgano típicamente estatal, como el mencionado Consejo, con un presupuesto que da para cobijar a cientos de asesores, para darse cuenta de que el verdadero mal que nos aflige es de naturaleza tanto política como moral, y que se nutre del silencio de los corderos, de la sumisa disciplina de la obediencia debida, algo que no figura en ninguno de los tratados sobre la democracia porque es una herencia genuina del franquismo y de la cultura anti-liberal que nos ha sido tan característica, y así nos va.

*José Luis González Quirós es analista político

Hace unos día se celebró un homenaje al Teniente General don Manuel Gutiérrez Mellado con motivo del centenario de su nacimiento. El acto, equilibrado, emotivo y solemne, nos trajo a la memoria la vida y el empeño de un militar dedicado a conseguir que la democracia triunfase, a que no fuese posible nunca más la guerra fratricida, y a que la libertad política dejase de ser algo delictivo. Décadas después, hemos de reconocer que se han conseguido esos objetivos, pero que hemos ido a caer en errores muy graves. El peor de ellos tiene que ver, en cierto modo por contraste, con el éxito de Gutiérrez Mellado al conseguir que los militares aprendiesen a respetar la democracia y cayesen en la cuenta de que la obediencia debida no podía servir para amparar cualquier disparate, puesto que por encima de la lealtad a sus mandos habrían de estar siempre los principios morales, la Constitución, la ley y, también, en último término, la conciencia y el honor de cada cual.