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Los políticos como tercer problema
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

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Los políticos como tercer problema

Son ya varios los informes del CIS que muestran la mala imagen de los políticos, hasta el punto de ser considerados como el tercer problema de

Son ya varios los informes del CIS que muestran la mala imagen de los políticos, hasta el punto de ser considerados como el tercer problema de los españoles. Se trata de un fenómeno muy preocupante que no cabe reducir a que se les culpa de cuanto pasa, porque es cómodo externalizar las responsabilidades. La mayoría de los políticos reaccionan, cuando se les menciona el caso, acudiendo al piadoso mantra de que no todos son iguales, para añadir que se empieza por criticarles y se acaba por cuestionar la democracia.

Sin embargo, mientras los políticos tienden a parapetarse tras el escudo protector de su legitimidad, entre los ciudadanos crece una actitud crítica cada vez más activa que no se debiera echar en saco roto. Haríamos bien en reflexionar sobre las clamorosas disfuncionalidades de nuestro sistema, sin confiarnos a supuestas soluciones mágicas y centrando la atención en reformas que sean factibles y se puedan exigir de inmediato. Todo lo que no se consiga con la presión de la opinión pública corre el peligro de quedarse sin hacer, al menos hasta que alguien acierte a proponer un programa de reformas que sea suficientemente radical, atractivo y creíble. El caso Dívar, pese a las sombras que lo rodean, puede considerarse como un primer ejemplo en el que la presión política de los ciudadanos ha roto la voluntad partidista de los iniciales defensores del personaje.

La crisis debiera ayudar a reducir severamente el número de puestos políticos de libre designación y a que se reduzcan al mínimo imprescindible el número de cargos electos

Con los medios de que se dispone, no hay que descartar un activismo social cada vez más intenso y que los ciudadanos se apresten a exigir reformas urgentes. Por ejemplo, que los partidos dejen de proteger la corrupción de sus miembros, para abandonar formas de conducta más propias de la mafia que de personas decentes. O que adopten normas de funcionamiento esenciales en democracia y que aseguren que puedan cumplir mucho mejor sus funciones constitucionales, que se prohíban las votaciones a mano alzada, que sus procedimientos de elección internos estén sometidos a controles objetivos y que sus cuentas se auditen y sean transparentes. La crisis debería ayudar a reducir severamente el número de puestos políticos de libre designación y a que se reduzcan al mínimo imprescindible el número de cargos electos. No será ningún mal, porque la escasez de puestos políticos hará más reñida su disputa, y con eso ganaremos todos.

Tampoco estaría mal que los funcionarios empezasen a exigir a los políticos eficacia y rigor. Cualquiera que conozca mínimamente la administración sabe hasta qué punto se malgasta el dinero de todos en operaciones absurdas y cómo los políticos suelen olvidar que una de sus primeras obligaciones es hacer que los funcionarios puedan trabajar para el provecho común, porque, lejos de dedicarse a reformas oscuras pero muy útiles, buscan, por encima de todo, salir en los periódicos inaugurando obras, aunque luego sean incapaces de gestionarlas como es debido.

La principal causa de la plaga que supone la excesiva abundancia de los políticos se halla, sobre todo, en las ineficaces e innecesarias estructuras de personal de libre designación que solo sirven para garantizar la comodidad de sus jefes, lo que les evita tener que entrar a fondo en los asuntos de que realmente deberían ocuparse. Aunque no pueda garantizar el dato, hace tiempo me comentaron que en un Instituto de la mujer de una comunidad autónoma hay 150 asesoras, mientras que una dirección general que se ocupa del Norte de África, donde, al parecer, nunca pasa nada, solo dispone de tres personas; tal vez el detalle no sea completamente exacto, pero menudean esta clase de disparates porque, si se corrigen, no dan para salir en portada.

La clave de arco de las reformas que inevitablemente tendremos que afrontar está en el empeño y la vigilancia de unos ciudadanos exigentes, responsables y atentos a lo que nos está pasando. En estos días en que nos hemos permitido disfrutar con orgullo y admiración del juego de La Roja, habremos podido caer en la cuenta de lo capaces que somos de hacer las cosas bien, y de llegar muy arriba en asuntos altamente competitivos, de manera que fuera complejos que solo sirven para justificar la mediocridad y el fracaso.

No sería del todo justo que echemos la culpa exclusivamente a los políticos de cuanto nos pasa, porque, por desgracia, se nos parecen demasiado, pero de nada servirá que exijamos a los demás que se corrijan si no hacemos lo propio, y un campo en el que urge acrecentar la exigencia es en el control activo del comportamiento de los políticos, de lo que hacen y en qué se gastan nuestro dinero, para exigirles buen sentido, transparencia y honestidad. Seguramente habría que empezar por ser radicalmente intolerantes con la mentira, ahora que la información puede circular con más agilidad que nunca. En caso contrario no tendremos derecho a quejarnos, mientras responsables intelectuales de tanta y tan larga patraña se entretienen disputando con cardenales sobre la esencia del humanismo.

 *José Luis González Quirós es analista político

Son ya varios los informes del CIS que muestran la mala imagen de los políticos, hasta el punto de ser considerados como el tercer problema de los españoles. Se trata de un fenómeno muy preocupante que no cabe reducir a que se les culpa de cuanto pasa, porque es cómodo externalizar las responsabilidades. La mayoría de los políticos reaccionan, cuando se les menciona el caso, acudiendo al piadoso mantra de que no todos son iguales, para añadir que se empieza por criticarles y se acaba por cuestionar la democracia.