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¿A quién representa Mariano Rajoy?
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

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¿A quién representa Mariano Rajoy?

Muchos españoles adoptan frente a esta crisis brutal una actitud que mezcla el fatalismo y la protesta. Lo raro no es que esa sea la conducta

Muchos españoles adoptan frente a esta crisis brutal una actitud que mezcla el fatalismo y la protesta. Lo raro no es que esa sea la conducta más común, sino que esté siendo también la regla de comportamiento a la que se atiene el Gobierno. Cualquier día podremos encontrarnos con una manifestación de ministros, dado el tono quejoso de muchos de ellos, tal vez detrás de una pancarta que haga chuflas con el Banco Central Europeo o que presente a la señora Merkel con bigote, y no precisamente el de Rodolfo Valentino, ya me entienden.

El profesor Dalmacio Negro ha dicho que la derecha suele limitarse a ser una izquierda envejecida; el mayor mérito de esa caracterización consiste en que se haya hecho antes de conocer las decisiones de Rajoy, Arenas y Montoro. Cualquier observador avisado tuvo que frotarse los ojos al oír al señor Rajoy presumir en la tribuna del Congreso de haber tomado medidas que la izquierda nunca se hubiese atrevido a implantar, lo que tal vez sea una prueba de insondable sabiduría política, aunque me inclino a considerarlo como un gravísimo error de principio, si bien asumo que abundan quienes piensan que los principios y la política nada tienen que ver.

Por más que trate de entenderlo no se me alcanzan las razones por las que Rajoy decidió renunciar a aplicar un programa que obtuvo la mayoría absoluta para empezar a aplicar las recetas que Rubalcaba proponía en una campaña nada inolvidable. Alguno podría pensar que la indistinción de las políticas es una prueba de madurez, pero no estoy conforme, y creo que lo que deben hacer izquierdas y derechas son cosas distintas, por más que deban procurar siempre el bien común, cosa que, dicho sea de paso, también suelen olvidar.

El PP, en la medida en que aspire a ser, como debiera, algo más que Rajoy y su gobierno, tendrá que pensar seriamente en su futuro, en su identidad política y en el respeto a sus electores, valores que ahora parecen seriamente comprometidas por las vacilaciones de un Gobierno que se ha olvidado de su programa, equivoca el diagnóstico, y no consigue detener el imparable deterioro de nuestra situación económica y política.

¿Cómo es posible que el PP haga suya la idea de que la solución de nuestros males sea la subida de impuestos? ¿En qué se funda la idea de que, pase lo que pase, el Estado autonómico no puede estar en discusión?

Solo existe una explicación para semejantes creencias, contrarias a cualquier buen sentido liberal, a cualquier posición mínimamente articulada que se quiera identificar con la derecha: que el líder del PP se olvide de que representa a todo un país, y, en particular, a más de diez millones de votantes, y crea deberse a la pequeña minoría con la que comparte el poder; se trataría de un error comprensible, aunque no menos grueso, porque una mínima serie de cálculos bien simples nos indica que el sistema es insostenible, cosa que sabe todo el mundo y que no escapa, desde luego, a la agudeza de los mercados que no se dejan comprar por palabras que ya no bastaron a los electores andaluces. Lo que ha ocurrido en estos ocho meses de gobierno es que el PP está cargando el peso de los ajustes sobre los pecheros, sobre sus votantes, despreciando la evidencia de que el origen de todos los males está en los abusos políticos y económicos de lo que los españoles conocen ya, con peligroso desprecio, como clase política

No se trata de miedo, porque hemos asistido a una decisión realmente atrevida, al hecho asombroso de que se pueda arrebatar la paga extra a modestos funcionarios sin que a nadie se le haya ocurrido, previamente, llevar a cabo una limpieza profunda y racional del gasto público, dando lugar a una especie de desmantelamiento ordenado y cuidadoso de unos aparatos insostenibles, disfuncionales y corrompidos. La mera enunciación de un plan de este tipo indicaría a todo el mundo, mercados incluidos, que, por fin, se iban a poner los verdaderos problemas sobre la mesa. Se trata de un mal que está sobrediagnosticado por todos los servicios de estudios, por fundaciones y análisis académicos de todo tipo, y que ha pasado ya al imaginario común, pero que, para sorpresa general, Rajoy considera, al parecer, como algo evanescente e inaplicable.

El presidente parece secuestrado por unos tipos que manejan tablas de cálculo y asesorado por quienes siguen pensando dominar el arcano de la política europea, pero debería ponerse a pensar en serio en los españoles y tomar alguna decisión. O se decide a actuar como un líder de verdad, o tendrá que buscar la manera de salir del paso. El PP, en la medida en que aspire a ser, como debiera, algo más que Rajoy y su gobierno, tendrá que pensar seriamente en su futuro, en su identidad política y en el respeto a sus electores, valores que ahora parecen seriamente comprometidas por las vacilaciones de un Gobierno que se ha olvidado de su programa, equivoca el diagnóstico, y no consigue detener el imparable deterioro de nuestra situación económica y política. A no muy largo plazo, tienen que pasar cosas importantes, no solo que nos intervengan o no, sino también si va a resultar cierto que en las cabezas de la derecha política no hay otra cosa que una mansurrona fidelidad a quien, además de hacer cosas incomprensibles, está defraudando todas las expectativas de quienes lo eligieron, teniendo en cuenta nuestra historia previa y las esperanzas que en ella podían apoyarse.

Muchos españoles adoptan frente a esta crisis brutal una actitud que mezcla el fatalismo y la protesta. Lo raro no es que esa sea la conducta más común, sino que esté siendo también la regla de comportamiento a la que se atiene el Gobierno. Cualquier día podremos encontrarnos con una manifestación de ministros, dado el tono quejoso de muchos de ellos, tal vez detrás de una pancarta que haga chuflas con el Banco Central Europeo o que presente a la señora Merkel con bigote, y no precisamente el de Rodolfo Valentino, ya me entienden.

Mariano Rajoy