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La política de tomar el rábano por las hojas
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

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La política de tomar el rábano por las hojas

Los españoles alegan motivos muy abundantes para estar descontentos de los políticos, un repertorio más amplio que el común en todas partes. Tal vez la razón

Los españoles alegan motivos muy abundantes para estar descontentos de los políticos, un repertorio más amplio que el común en todas partes. Tal vez la razón resida en la distancia abismal que tiende a separar el mundo político y el sindical de lo que ocurre en la calle, en la España real. Se trata de un vicio feo y viejo contra el que han tronado, desde hace más de un siglo, las voces más independientes y sensibles. No negaré que existan dosis de exageración en determinadas expresiones de esa queja, como las que han llevado a la toma del Congreso, pero es lamentable que las fuerzas políticas actúen conforme a reflejos más corporativos que críticos, y tiendan a refugiarse en su legitimidad para mantener formas de privilegio que resultan de difícil digestión en épocas en que todos lo pasamos mal.

La crisis es un manto pudoroso que cubre las vergüenzas carenciales de la política, y disimula que los políticos tienden a olvidarse de todo lo que no sea tratar de prolongar su mandato, una meta que, en especial cuando es estéril, no interesa a nadie. Hay que ser muy torpe para no comprender que no saldremos de ella sin que todos aprendamos a ser mejores

Algo ha debido llegar a los duros oídos de los estados mayores cuando tanto el Gobierno como el PSOE se han apresurado a anunciar que tomarían medidas para frenar la ola de desahucios. Pero el simple enunciado de tal noticia debería servir para poner en tela de juicio esta actuación, porque una de las señas inequívocas de la mala política es concentrarse en los efectos sin prestar atención a las causas. En la vida corriente eso se llama chapuza, arreglar los problemas a base de taparlos, pero en política ese apresuramiento todavía goza del prestigio que se atribuye a la rapidez de reflejos. La alarma ante tal presteza se acentúa cuando se comprueba que PP y PSOE han decidido actuar solos en este caso, llevados por la convicción de que ellos son la democracia misma, aunque la verdad es que su forma de actuar les aleja cada vez más del ideal que siempre ha de presidir toda democracia, y les adjudica la inelegante silueta del oportunismo.

La pasión de los grandes partidos por la victoria les está llevando a olvidar que puede suceder que su éxito o su derrota no les interese más que a ellos mismos. No creo que muchos políticos hayan leído a Persio, pero el poeta romano advirtió con lucidez de las causas que hacen perder el sentido de tenerlas, y eso supone la renuncia a aquello que Ortega consideraba característico de la buena política: intentar, inventar, ensayar, crear ilusión. Cuando un líder hace algo así, el electorado le premia, y eso es lo que pasó con el primer Zapatero, aunque sus supuestas innovaciones acabaran por ser auténticos disparates.

El prestigio de la política ha caído muy bajo, según los datos del CIS que se pueden contemplar en el gráfico adjunto; la confianza de los españoles en el actual sistema de relaciones entre Gobierno y oposición se desploma a toda prisa, tras alcanzar, como corresponde a un país que derrota hacia el centro izquierda, un punto alto en 2004, y hundirse luego, porque el electorado no ha perdido por completo el sentido común.

Como boxeadores casi noqueados, los dos grandes partidos practican un sucio cuerpo a cuerpo apostando no por diferenciarse, sino por confundir a la opinión diciendo que hacen exactamente lo contrario de lo que hacen. Esta política es suicida para la democracia y para ambos, pero especialmente para un PP que se condena a ganar solo a causa del descalabro ajeno, y que se encomienda a la propaganda de la inevitabilidad de sus políticas, a ser víctima de una patológica falta de imaginación y de iniciativa. En consecuencia, los políticos se dedican al parche, a acudir presurosos a arreglar los desastres que debieran haber impedido. En el ayuntamiento de Madrid, por ejemplo, docenas de empleados y directivos del Madrid Arena han sido incapaces de evitar que su sede se emplease para una convocatoria probablemente delictiva, aunque ahora se prohíban las fiestas.

La crisis es un manto pudoroso que cubre las vergüenzas carenciales de la política, y disimula que los políticos tienden a olvidarse de todo lo que no sea tratar de prolongar su mandato, una meta que, en especial cuando es estéril, no interesa a nadie. Hay que ser muy torpe para no comprender que no saldremos de ella sin que todos aprendamos a ser mejores, y que nadie va a renunciar a su particular ventaja, por injusta y disfuncional que sea, si no se nos ofrecen dosis masivas de conducta ejemplar, si los partidos no empiezan por mejorarse a sí mismos y siguen entregados a una sospechosa solidaridad con cualquiera de los suyos que haya hecho una pifia.

Nuestro país no carece de problemas de fondo, pero de lo que andamos lamentablemente ayunos es de proyectos capaces de generar esperanza y capacidad de sacrificio. ¿Cómo no ha de parecerle todo casi perfecto a quien ha sido capaz de ganar las elecciones? La experiencia indica, sin embargo, que quienes se olvidan de las razones de los electores no obtienen otra cosa, y no a muy largo plazo, que menosprecio y hartura, el despido rápido que merecen, por mucho que traten de aplazarlo, quienes toman el rábano por las hojas.

*José Luis González Quirós es analista político  

Los españoles alegan motivos muy abundantes para estar descontentos de los políticos, un repertorio más amplio que el común en todas partes. Tal vez la razón resida en la distancia abismal que tiende a separar el mundo político y el sindical de lo que ocurre en la calle, en la España real. Se trata de un vicio feo y viejo contra el que han tronado, desde hace más de un siglo, las voces más independientes y sensibles. No negaré que existan dosis de exageración en determinadas expresiones de esa queja, como las que han llevado a la toma del Congreso, pero es lamentable que las fuerzas políticas actúen conforme a reflejos más corporativos que críticos, y tiendan a refugiarse en su legitimidad para mantener formas de privilegio que resultan de difícil digestión en épocas en que todos lo pasamos mal.