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El dolor de España
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

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El dolor de España

La duración de la crisis económica la ha convertido en una pesadilla, en una oscura amenaza que paraliza las energías necesarias para superarla. Pero no es

La duración de la crisis económica la ha convertido en una pesadilla, en una oscura amenaza que paraliza las energías necesarias para superarla. Pero no es necesario ser un lince para comprender que la crisis ha alcanzado entre nosotros una virulencia inaudita porque nos ha pillado en un momento de honda crisis política, que, a su vez, resulta de la coincidencia de dos factores extremadamente graves: el primero, un proceso muy serio y radical de deslegitimación del edificio constitucional; el segundo, un evidente anquilosamiento de las estructuras de representación, que se ha traducido en un enorme desprestigio de la clase política y en un proceso extremadamente agudo de distanciamiento entre los partidos y la sociedad a la que, se supone, representan.

Nos encontramos, por tanto, ante un escenario que requiere de medidas extraordinarias, de iniciativas de enorme alcance, y no se divisa por ninguna parte el liderazgo político capaz de proponerlas y de sacarnos del atolladero en el que corremos serio peligro de perecer. En lugar de percibir esa posibilidad de salvación, lo que tenemos es un Gobierno que parece creer que todo consiste en sacudir más los vacíos bolsillos del contribuyente, que se entrega a la improvisación y vive en el puro día a día para sorprendernos con medidas, ora estériles, ora disparatadas, como las tasas judiciales, para  poner un ejemplo de lo primero, o el encargo a la educación  privada de que se ocupe de los españoles a los que un Gobierno regional niega sus derechos a educarse en su lengua, que casualmente es la oficial en toda España, memorable ejemplo de lo segundo.

¿Cómo se puede tomar en serio a un Gobierno que pretende disimular el hecho de que se incumplen las leyes vigentes y las sentencias del Tribunal Supremo, inventando un procedimiento estrafalario para evitarse el mal trago de actuar en consecuencia? ¿Tiene alguien la menor duda de lo que se hará con la ingeniosa pirueta del ministro de Educación, visto lo que han hecho con leyes y sentencias? Nadie dice que sea fácil resolver la ecuación catalana, pero no es inevitable hacer el ridículo tratando de disimular lo que todo el mundo sabe: que el Gobierno ya no manda en Cataluña, y que, hasta que eso no cambie, no cesará el despropósito.

Es preciso ser un sectario cegado por el partidismo más necio para no comprender la urgencia de iniciar reformas de calado y hacerlo cuanto antes, una tarea a la que está obligado el actual partido mayoritario, pero que no podrá llevarse a cabo mientras el PSOE siga jugando irresponsablemente a llevar la contraria

Tratar nuestra crisis como un problema contable no está consiguiendo otra cosa que agravarla. Hay crisis económica, pero es imposible salir de ella mientras empezamos a ser un Estado fallido en el que la ley y el derecho tienen menos fuerza que una minúscula banda armada, o en el que un partido, o dos, dispuestos a ignorar la ley, con la pobre excusa de un sentimiento ciudadano, se cisquen en el orden jurídico sin que nadie utilice los legítimos medios del Estado para impedirlo. Que abunden los tontos dispuestos a considerar las debilidades estructurales de la democracia española como grandes éxitos no sirve para ocultar la naturaleza del mal, algo que hasta José Luis Rodríguez Zapatero parece ya dispuesto a reconocer.

Este sentimiento de desasosiego frente a la pasividad y la falta de iniciativa con la que, pese a existir una mayoría absoluta en el Parlamento, se afrontan nuestros problemas, se ha dejado traducir en las declaraciones de José María Aznar comentando sus memorias. Que un político tan cauto como el expresidente afirme que sufre observando a España, acuse de deslealtad a los nacionalistas, lamente que algún criminal notorio haya recibido trato señoril o reconozca que la política no resulta hoy atractiva para la gente capaz, es un síntoma inequívoco de que las cosas están realmente muy mal.

Imagino que Aznar ha tenido que vencer muchas resistencias para decir públicamente cosas tan graves, pero no ha hecho otra cosa que reconocer lo que mucha gente, y muy en especial los votantes del PP, dicen en todas partes, a hora y a deshora, con la profunda melancolía que da la sospecha de que las cosas puedan no tener ya remedio. No es así, sin embargo, pero nada se va a arreglar con el mero paso del tiempo, con un equívoco rescate, o mirando para otra parte como si la unidad política de la Nación no estuviese seriamente amenazada, ignorando que la Constitución necesita un rejuvenecimiento, y que hacen falta propuestas que garanticen soluciones, y más pronto que tarde.

Es preciso ser un sectario cegado por el partidismo más necio, tanto hacia la izquierda como hacia la derecha, para no comprender la necesidad y la urgencia de iniciar reformas de calado y hacerlo cuanto antes, una tarea a la que está obligado el actual partido mayoritario, pero que no podrá llevarse a cabo mientras el PSOE siga jugando irresponsablemente a llevar la contraria, renunciando a construir una nueva mayoría capaz de aprender de sus propios errores, como acaba de recordarles alguien del que no tienen ningún motivo para sospechar ni de traición ni de liviandad. Aznar dice confiar en que saldremos de esta, y eso es exactamente lo que todos esperamos, pero no así.

La duración de la crisis económica la ha convertido en una pesadilla, en una oscura amenaza que paraliza las energías necesarias para superarla. Pero no es necesario ser un lince para comprender que la crisis ha alcanzado entre nosotros una virulencia inaudita porque nos ha pillado en un momento de honda crisis política, que, a su vez, resulta de la coincidencia de dos factores extremadamente graves: el primero, un proceso muy serio y radical de deslegitimación del edificio constitucional; el segundo, un evidente anquilosamiento de las estructuras de representación, que se ha traducido en un enorme desprestigio de la clase política y en un proceso extremadamente agudo de distanciamiento entre los partidos y la sociedad a la que, se supone, representan.