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¿Se 'quitarán la pana' en la gestión del agua?
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Jesús Sánchez Lambás

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¿Se 'quitarán la pana' en la gestión del agua?

En los países occidentales, se han desarrollado eficientes y brillantes sistemas de gestión del agua que nos permiten no solo un precio irrisorio de algo fundamental, sino de una altísima calidad

Foto: Desembalse de agua en el pantano de Eugui. (EFE)
Desembalse de agua en el pantano de Eugui. (EFE)

Sin recuperarnos del agotamiento social que generan unas elecciones municipales y autonómicas parciales, pero exprimido el último esfuerzo en la cita (presuntamente plebiscitaria) de Cataluña que ha trascendido (en realidad, siempre ha sido así) al conjunto del país, vivimos la hora decisiva del 20-D, que amenaza con arrasar nuestras mermadas fuerzas. Debemos prepararnos para lo peor, cualquiera que sea eso para cada uno de nosotros.

Los brillantes sociólogos y demoscópicos podrán encontrar algún algoritmo entre la participación, la irritación y el agobio del ciudadano común, en una ecuación que contemple la salud no tanto del voto, sino de los que responsablemente acuden a depositarlo.

Es un lugar común que los mayores pedimos a los jóvenes “responsabilidad”, como lo hacen las instituciones, los poderes del o de los estados, al conjunto de los contribuyentes. Es una apelación constante que realmente es fácil compartir y asumir.

Pero vivo impactado por dos hechos recientes del mundo mediático y que son casi simultáneos.

A la muerte del Régimen surgieron unos partidos que antes hacían discursos de ruptura, pero sentados en el Hemiciclo, hicieron la Constitución desde el consenso

- De una parte, el enésimo responsable de una, de momento, comunidad autónoma, haciendo el paseíllo coronado por escalinata (cómo se repiten los escenarios, ¿no?), erizado por un denso bosque de bastones de mando municipales.

- El otro riza el rizo: dos altos responsables del poder ejecutivo (en realidad, compañeros en órgano colegiado pero, al decir de uno de ellos, algo así como vecinos desconocidos) se han agredido dialécticamente mandándole uno al otro a los funcionarios a su servicio para exigirle responsabilidades tributarias, si como nos dan a entender las noticias obedece a desavenencias internas.

Pero ni una cosa ni otra ya nos escandalizan: hemos visto responsables públicos subiendo escalinatas de la Justicia hasta la náusea. Y desde que vimos impasibles lapidar a una de nuestras glorias folclóricas por el aparato tributario, ya sabíamos que quien llame a nuestra puerta de madrugada no es el lechero, que están ocupados en salvarse de la ruina, sino que puede ser un funcionario mandado por un 'responsable' desde un oscuro despacho.

Los más viejos, incluso los de edad mediana, se acuerdan cuando otro responsable político certificó la defunción del barón de Montesquieu. Ahora, de ser cierto el sucedido de la trifulca ministerial, a quien le hacen un bonito panteón intelectual es al maestro Max Weber. Después de pasar 35 años predicando los profesores españoles por el otro mundo 'en' español las virtudes del servicio civil de carrera independiente de los responsables políticos sometidos (solo) al imperio de la Ley. Qué bochorno.

Sin solución de continuidad asisto a una clase magistral de un brillante filósofo al que admiro con devoción y cuya obra creo haber leído. Y en su discurso se refiere a los nuevos partidos surgidos en el espectro político como “antisistema”.

Me quedé preocupado. ¿Pero quiénes son los antisistema? ¿Los enterradores de la moral de Montesquieu y Max Weber o los jóvenes partidos en ascenso (al parecer más unos que otros)?

Han desempolvado doctrinas apolilladas y discursos de lo público que no a pocos han inquietado con razón: las nacionalizaciones o reestatalización de servicios

A la muerte biológica del Régimen, surgieron unos jóvenes partidos (por más que se adornara con un siglo de honradez, alguno) que antes de tocar el poder hacían discursos demagógicos y tremendos de ruptura, pero, sentados en el Hemiciclo, hicieron la Constitución desde el consenso; y cuando se afrontó el primer relevo en el mando, algunos banqueros (finales de 1982) pusieron despachos en sus sedes de mármol para albergar a los comisarios políticos en la inminente nacionalización de la banca. Pero en lugar de eso, 'se quitaron la pana', se responsabilizaron del Estado, desempeñaron la función que el país demandaba y pagaron las pensiones. A todos. Sin rupturas, sin voladuras.

Hoy, nuevas formaciones han alcanzado legítimamente el poder y en este breve espacio todo apunta a que cumplen seriamente con su deber. Lo que ocurrió en 1977 y 1982, deseo y creo, es lo que está ocurriendo en 2015 y ocurrirá en 2016.

Pero antes de llegar al poder, han desempolvado doctrinas apolilladas y discursos de lo público que no a pocos han inquietado con razón: de nuevo las nacionalizaciones o reestatalización de servicios.

Tienen la inexcusable obligación de cambiar las cosas. Si no lo hacen, no se consolidarán como opciones políticas. Y si lo hacen mal, tampoco. En esta tarea han de conocer que el mercado, en sí mismo, no es su enemigo. Es hoy un medio donde florece el sistema democrático que legitima el poder que ya ejercen y que, casi por ley biológica, están llamados a desempeñar.

El modelo concesionarial es doblemente rico: para el sector público que adquiere las mejores tecnologías y financiación sin apalancamientos, y para el privado

En su cuestionamiento general se han sembrado dudas sobre los modelos de gestión de un elemento social básico: la salud. En la doble vertiente de la sanidad y el agua, bajo la premisa de que tan básicos derechos solo se puede gestionar desde lo público. Craso error. Muy especialmente en el caso del agua, que constituye una prioridad absoluta.

En los países occidentales en general, en los europeos y en nuestro país muy especialmente, se han desarrollado eficientes y brillantes sistemas de gestión del agua que nos permiten, entre otras cosas, no solo un precio irrisorio de algo fundamental y socialmente trasversal, sino una altísima calidad del agua. Y este modelo es compatible con un riguroso control por parte del sector público. Por cierto, vigilancia y colaboración público-privada que exige y requiere una revisión prudente más pronto que tarde. Si ustedes tienen la paciencia de leerme, formularé algunas ideas más adelante. Pero el modelo concesionarial es doblemente rico: para el sector público, que adquiere las mejores tecnologías y financiación sin apalancamientos, sin un ápice de pérdida de poder sobre la materia, y para el sector privado, que 'debe' ganar dinero, dar puestos de trabajo y pagar impuestos.

Si la historia de 1982 no se repite, si no 'se quitan la pana', habrán traicionado no solo un puñado relevante de votos, que no volverán, sino un proyecto regenerador 'del sistema', que necesita cambios. No pocos, muy profundos. Pero no voladuras. Y si el suministro de agua a los hogares de ricos y pobres empeora o se hace caro, no les votarán. Me temo.

Ah, y de paso miren a ver: quizá se pueda resucitar a Montesquieu y a Weber. Y entonces les votarán más, pero no mejor. Ya conseguimos que todos los votos sean iguales. Construyamos ahora sobre lo que funciona. Cambiemos lo que no. Les daremos las gracias. Todos. Incluso los que no les votan.

Sin recuperarnos del agotamiento social que generan unas elecciones municipales y autonómicas parciales, pero exprimido el último esfuerzo en la cita (presuntamente plebiscitaria) de Cataluña que ha trascendido (en realidad, siempre ha sido así) al conjunto del país, vivimos la hora decisiva del 20-D, que amenaza con arrasar nuestras mermadas fuerzas. Debemos prepararnos para lo peor, cualquiera que sea eso para cada uno de nosotros.

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