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Del odio entre Touriño y Quintana al optimismo incurable de Zapatero
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Del odio entre Touriño y Quintana al optimismo incurable de Zapatero

Por mucho que nos cueste, por muy difícil que pueda resultarnos, dediquemos un momento a orar -o pensar, los no creyentes- por nuestro querido presidente. Falta

Por mucho que nos cueste, por muy difícil que pueda resultarnos, dediquemos un momento a orar -o pensar, los no creyentes- por nuestro querido presidente. Falta le hace al pobre. Nuestro hombre sufre una dolencia terrible, un mal cruel y, en su caso, incurable, que le acarrea un disgusto tras otro: el peligroso, irracional e injustificado optimismo que padece. Los años en Moncloa han terminado por extender el virus -aquel que en su día llegó a calificar, agárrense, como una “exigencia moral”-, de tal modo que Zapatero se regocija en su enfermedad, disfruta de ella. El ejemplo más reciente lo encontramos en las autonómicas gallegas.  

Regresaba nuestro líder de uno de sus, en los últimos meses, habituales viajes a Galicia -que no es que el de León ame la lluvia, los castros y el hermoso verdor galego, sino que, consciente de que se jugaba el primer castigo en las urnas por la crisis, puso toda la carne en el asador y se iba fin de semana sí y otro también a ennoblecer con su divina presencia los mítines de Touriño- consternado por unas oscuras palabras del candidato socialista a la presidencia de la Xunta. “No me hablo con Quintana”, le había confesado aquél, “esto (el Bipartito) es un desastre”.       

Las agrias diferencias que en estos años enfrentaron al presidente y vicepresidente del Gobierno autonómico son de sobra conocidas en Galicia. No es que el nacionalista Quintana y el socialista Touriño no se dirigieran la palabra y sólo se saludasen fríamente en los actos oficiales, no. Es que entre ellos había odio, una hostilidad visceral que terminó por partir en dos el Bipartito, en convertirlo en una guerra entre consellerías, lo que derivó en un sinfín de errores, no pocos graves, fruto de la inexperiencia y de la intención nacionalista de consolidar una parcela de influencia social y económica.   

Y como no podía ser de otra manera, víctima de su terrible dolencia, cuando todas las encuestas advertían que nadie tenía la victoria en la mano, nuestro presidente extrae de las palabras de Touriño una lectura digna de una mente nacida para el sofismo. Piensa Zapatero, es más, está seguro, de que el PSdeG va a ganar las elecciones aunque sin alcanzar la mayoría absoluta y que, por ello, no tendrá más opciones que pactar de nuevo con el BNG para hacerse con la Xunta. Y le preocupa enormemente cómo reconciliar a Touriño y Quintana, cómo sellar las grietas que amenazan con hundir el Bipartito.

El resto de la historia ya la conocen ustedes. Los gallegos se levantan el siguiente domingo, un domingo cualquiera, lluvioso y venteado, y acuden en masa a las urnas a castigar las imposiciones nacionalistas. Poco después, aturdidos por la derrota, los chicos del BNG se meriendan a Quintana como si de un pincho se tratase. El optimismo de Zapatero es tal que le llevó a preocuparse por nada.        

Por mucho que nos cueste, por muy difícil que pueda resultarnos, dediquemos un momento a orar -o pensar, los no creyentes- por nuestro querido presidente. Falta le hace al pobre. Nuestro hombre sufre una dolencia terrible, un mal cruel y, en su caso, incurable, que le acarrea un disgusto tras otro: el peligroso, irracional e injustificado optimismo que padece. Los años en Moncloa han terminado por extender el virus -aquel que en su día llegó a calificar, agárrense, como una “exigencia moral”-, de tal modo que Zapatero se regocija en su enfermedad, disfruta de ella. El ejemplo más reciente lo encontramos en las autonómicas gallegas.  

BNG