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Pilar García de la Granja

Facturas Pendientes

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Pilar García de la Granja

¿Quién manda en el Viejo Continente?

Cuando España se sumó al proyecto de la Unión Europea, y poco después al de la moneda única común, parecía evidente que ello era la solución

Cuando España se sumó al proyecto de la Unión Europea, y poco después al de la moneda única común, parecía evidente que ello era la solución a todos sus problemas. Estados Unidos hacía tiempo que no podía tirar en solitario de la economía mundial, y en el Viejo Continente se decidió crear una zona de libre comercio en torno a Francia y Alemania. El cambio del euro-dólar supuso para los europeos, en su inicio, un colchón extraordinario, ya que países con distintas balanzas fiscales y políticas económicas diferentes se unificaban bajo el paraguas de una moneda fuerte y con un solo y único nexo en común, la política monetaria del BCE. Pero había dinero, no sólo el resultante del cambio euro-dólar, que beneficiaba directamente a Europa, sino también el derivado de los préstamos a tipos de interés del 4,5 y 6%. A todo ello se sumó también el ahorro de los países nórdicos, que, tras años colocándose en fondos de inversión americanos, se quedaban en Europa para financiar el proceso. Un proyecto exitoso bajo cualquier punto de vista, hasta que llegó la crisis crediticia mundial.

Junto a la falta de dinero -por los excesos cometidos en mayor o menor medida- llegó también la falta de liderazgo político, la sensación de desconcierto entre los legisladores y, lo que es más importante, entre los ciudadanos. Acostumbrados todos (con matices, por países) a unos sistemas del bienestar insólitos en el resto del mundo, la repentina contracción del crédito, de la masa monetaria en circulación, y el “qué hay de lo mío” (prestado, se entiende), transformó de la noche a la mañana los sistemas de préstamos internacionales. Hasta el punto de que algunos países quebraron (como Grecia), otros fueron rescatados in extremis (como Portugal e Irlanda), otros tutelados (como España e Italia) y otros se mantienen en la cuerda floja (Francia y Holanda). A estos desequilibrios macroeconómicos hay que unir las tensiones entre países y de los propios estados con la Comisión Europea.

Las múltiples recetas para salir de la crisis han colisionado desde el minuto cero en los países de la Unión Europea. A estos enfrentamientos ha contribuido de forma sustancial el hecho de que la UE no es un país, como Estados Unidos, sino otra cosa. Somos tan diferentes que tenemos Gobiernos que deciden las políticas económicas y fiscales de forma independiente, que los ajustes sin capacidad monetaria suponen para los más débiles, o con mano de obra menos competitiva, ajustes vía empleo, mientras otros los sufren vía capital. Somos tan diferentes que los países entre sí llegan a alianzas en contra del Gobierno europeo (la Comisión que preside Durao Barroso). Sólo hay dos cosas comunes: la deuda y el Banco Central Europeo, que no tiene más capacidad que equilibrar la masa de dinero en circulación.

Ahora, cuando la CE va por su cuenta y los países por la suya, pero las deudas son comunes y la moneda única, nos planteamos cómo salir de ésta. Y sólo hay dos opciones: empezar a convertirnos a pasos agigantados en los USA o que vayan cayendo de forma voluntaria fichas del tableroEl lío tenía que llegar. Y ahora, cuando la Comisión va por su cuenta y los países por la suya, pero las deudas son comunes y la moneda única, nos planteamos cómo salir de esta. Y sólo hay dos opciones, según los expertos: empezar a convertirnos a pasos agigantados en los USA o que vayan cayendo de forma voluntaria fichas del tablero.

Más Europa

Cuando hablamos de “más Europa” lo que queremos decir es que nuestras políticas fiscales y macroeconómicas las dicten, en serio, desde Bruselas. Nada de recomendaciones. Exactamente como hace el secretario del Tesoro americano para el conjunto de los estados. Ahora escuchamos que “es más caro financiarse para una empresa española que francesa”. Y es verdad, pero si se financiaran al mismo precio también tendrían que tener los mismos costes sociales, la misma fiscalidad, los mismos subsidios de desempleo, las mismas condiciones de jubilación, las mismas horas de trabajo, los mismos beneficios sanitarios. Traducción: parece evidente que no se puede tener el mejor de todos los mundos. Y parece que ya nos estamos dando cuenta. ¿Es esto lo que queremos? ¿Queremos los españoles ser españoles o ser como los alemanes en cuanto al planteamiento laboral e institucional? ¿Queremos que, como en Estados Unidos la FED, en Europa el BCE decida la política monetaria y de crecimiento? ¿Queremos que el BCE determine nuestras emisiones de deuda soberana y qué financiar?

La opción B es salirse de la Eurozona. El coste, según muchos economistas e instituciones han explicado, no es otro que el desastre. Ni Grecia, quebrada, con un esfuerzo sobrehumano y un coste social inimaginable para España, ha querido abandonar el euro.

¿Entonces? Parece claro que hay que encontrar un/os líder/líderes capaz/capaces de aglutinar las necesidades de todos, sin que el cambio sea tan radical que provoque la pobreza masiva en lo que hasta hace cinco años era “el sueño del mundo”. Teniendo en cuenta que cada vez más hay que ser uno, debemos pelear por obtener beneficios fiscales y por la competencia fiscal en algún tramo -al menos- como lo han hecho estados americanos como Delaware, Florida o California. Europa cada vez va a ser más Europa, pero hay que articular una Europa posible, no un erial de países asfixiados por políticas económicas que ni se explican ni se trasladan a la sociedad, y, me atrevería a decir, ya nadie entiende.

Cuando España se sumó al proyecto de la Unión Europea, y poco después al de la moneda única común, parecía evidente que ello era la solución a todos sus problemas. Estados Unidos hacía tiempo que no podía tirar en solitario de la economía mundial, y en el Viejo Continente se decidió crear una zona de libre comercio en torno a Francia y Alemania. El cambio del euro-dólar supuso para los europeos, en su inicio, un colchón extraordinario, ya que países con distintas balanzas fiscales y políticas económicas diferentes se unificaban bajo el paraguas de una moneda fuerte y con un solo y único nexo en común, la política monetaria del BCE. Pero había dinero, no sólo el resultante del cambio euro-dólar, que beneficiaba directamente a Europa, sino también el derivado de los préstamos a tipos de interés del 4,5 y 6%. A todo ello se sumó también el ahorro de los países nórdicos, que, tras años colocándose en fondos de inversión americanos, se quedaban en Europa para financiar el proceso. Un proyecto exitoso bajo cualquier punto de vista, hasta que llegó la crisis crediticia mundial.