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Al enemigo ni agua (o los peligros del diálogo)
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Al enemigo ni agua (o los peligros del diálogo)

El prestigio de las ideas, como tantas otras cosas en el mundo actual, es algo volátil. La idea de diálogo, por ejemplo, hace tiempo que se encuentra en horas bajas

Foto: Momento en el que uno de los autores de la masacre de París remata a un policía herido en el suelo. (Reuters)
Momento en el que uno de los autores de la masacre de París remata a un policía herido en el suelo. (Reuters)

El prestigio de las ideas, como tantas otras cosas en el mundo actual, es algo extremadamente volátil. La idea de diálogo, por ejemplo, hace tiempo que se encuentra en horas bajas. Son muchos los que, desde posiciones que en principio se diría muy alejadas, coinciden en desdeñarla, cuando no en criticarla abiertamente. En especial por la connotación blanda, humanistoide, buenista que suele ofrecer. Frente a ello, la actitud presuntamente firme, coherente, rotunda, goza de saludable imagen.

Pensemos, por ejemplo, en una frase como "no hay nada que dialogar con quienes...", susceptible de ser completada en los puntos suspensivos por quienes Vds. consideren oportuno. Se la hemos podido leer o escuchar a dirigentes políticos de muy variado pelaje, lo que induce a pensar que semejante rechazo del diálogo no debe ser interpretado como una mera reacción coyuntural ni como el resultado de una particular ideología.

En cierto modo, ello es lo que explica que un autor como Carl Schmitt, además de por los nazis y fascistas declarados, también haya sido muy leído y celebrado en sectores digamos que de extrema izquierda, que han tendido a entender que este pensador alemán teorizaba adecuadamente, al presentar la contraposición amigo-enemigo como uno de los ejes de su propuesta teórica, la cruda realidad del antagonismo político en nuestras sociedades. A este otro sector, presuntamente radical, le parecía preferible esto que la sublimación de los conflictos y los enfrentamientos llevada a cabo a través de los blandengues embelecos socialdemócratas tipo comunidad ideal de comunicación y otros melindres de matriz habermasiana.

Pero no está claro en absoluto que sea más radical quien se cierra en banda, rechaza todo diálogo y, en la misma medida, renuncia por completo a colocarse en el lugar del otro, que quien se esfuerza en comprenderle. Tal vez un ejemplo un tanto extremo servirá para ilustrar lo que pretendemos afirmar. Señalaba el filósofo norteamericano Sidney Hook que el miembro del jurado elegido para decidir sobre un caso particularmente horroroso (un reincidente asesino en serie, por poner un ejemplo que no deje lugar a dudas) suele entrar en la sala de vistas convencido de que la opinión que tiene formada previamente difícilmente va a variar por lo que pueda escuchar en el transcurso del juicio, por más persuasivo que sea el abogado defensor. Pero luego, invariablemente, conforme se va adentrando en la real complejidad de la situación juzgada, su rigidez inicial se va debilitando, y no es raro que incluso cambie por completo su perspectiva inicial.

Probablemente la actitud del que afirma "no tengo nada de qué hablar con él" (en el fondo, la persona respecto de la que declaramos tal cosa podría valer como paradigma de “enemigo”) o "no quiero saber nada" tenga mucho de insegura. Por supuesto que comprender no es justificar, pero se encuentra más cerca de esto último quien está dispuesto a correr el riesgo de escuchar con atención que quien se cierra en banda a hacerlo. En efecto, lo más fácil es lo que tantas veces hemos visto en el pasado: el rechazo absoluto a comprender, justificado en base a negarle al otro la condición misma de ser humano.

Podríamos remontarnos a la Política de Aristóteles y sus conocidas consideraciones acerca de la dudosa condición humana de los esclavos. Aunque más ilustrativo resulta el hecho de que quienes, ya más cerca de nosotros en el tiempo, han cometido las mayores atrocidades a menudo lo han hecho calificando a sus víctimas de alimañas, ratas, perros, gusanos, sabandijas, etc... Pero en ningún caso de seres humanos (de hecho, ayer mismo algunos diarios de este país, perfectamente serios y respetables, utilizaban el verbo "cazar" -en vez de "detener", "llevar ante la justicia" o, como mucho, "apresar"- en titulares de portada a cuatro columnas para referirse al objetivo que perseguía la policía francesa respecto a los autores del atentado a Charlie Hebdo).

Sin embargo, tal vez más revelador resulte constatar que también desde el otro lado, esto es, desde el de las víctimas, con frecuencia se ha adoptado una actitud muy parecida. Lo que no deja, por cierto, de tener su lógica. Porque quien comprende el mal llevado a cabo por alguien en cierto sentido puede hacerlo porque dicha acción no le resulta por completo ajena, esto es, la percibe como algo que él mismo podría llevar a cabo. Cosa, por lo demás, también perfectamente conocida de antiguo. Los mismos soldados que eran por completo disciplinados, obedientes y amantes del orden castrense, y que, por añadidura, en su vida civil pasaban por ser ciudadanos ejemplares desde todos los puntos de vista, cometían las mayores atrocidades en el momento en el que su general les autorizaba a hacer cuanto quisieran durante veinticuatro horas en la ciudad recién conquistada. Es sobre este trasfondo sobre el que debe entenderse la célebre afirmación arendtiana según la cual "el padre de familia es el gran criminal del siglo XX".

A pesar de eso, durante mucho tiempo se prefirió plantear tales conductas en la clave incomprensiva antes indicada. Presentar a los criminales contemporáneos (y tanto da, a estos efectos, el signo ideológico bajo el que se cobijaran para cometer sus atrocidades) como des-almados, enfermos mentales o, directamente, como personajes diabólicos no deja de ser una forma de declararlos, de partida, ajenos a nosotros, rigurosamente otros. En consecuencia, ¿qué diálogo cabría establecer con seres previamente así definidos?

Está claro, pues: alejándonos de esta manera de tales personajes nos ponemos a salvo de cualquier contaminación de su mal, pero, sobre todo, evitamos el momento vertiginoso de comprender a quien hizo daño, de reconocer que tal vez no es tan diferente de nosotros. El problema, nada menor, es el precio que pagamos por establecer un tan eficaz cordón sanitario sobre nuestra presunta virtud. En síntesis: nos garantizamos ser buenos a costa de que no haya, en realidad, malo alguno. Porque si el horror es locura, si no nos cabe en la cabeza que nadie en su sano juicio (alguien "normal") pueda provocar tanto dolor, si resulta inconcebible, como sostenía el clásico, hacer el mal a sabiendas, entonces lo que estamos viniendo a decir es que los males que padecemos a lo que más se parecen es a una catástrofe natural, que ocurre, desde luego, pero a la que resultaría absurdo intentar atribuir el menor sentido.

Frente a esto, empeñarse en dialogar es empeñarse en intentar comprender. Y comprender a veces es, como decíamos, correr el riesgo de constatar que tal vez nos encontramos muy cerca de aquellos de quienes creíamos estar más lejos. Incluso de aquellos a los que, en los momentos de mayor irritación, llegamos a considerar odiosos. Por eso quien es de veras radical es el que se atreva a medirse con el otro, lo que no deja de ser una forma de medirse con uno mismo. Dialogar es una forma de beneficiarse de lo mejor del otro, tanto como de enriquecerlo con nuestros aciertos, ciertamente. Pero también es el momento en el que corremos el riesgo de constatar el profundo error en el que vivíamos, la radical ignorancia que albergábamos y, por qué no decirlo, el sufrimiento que también nosotros, en muchas ocasiones, a buen seguro hemos provocado.

El prestigio de las ideas, como tantas otras cosas en el mundo actual, es algo extremadamente volátil. La idea de diálogo, por ejemplo, hace tiempo que se encuentra en horas bajas. Son muchos los que, desde posiciones que en principio se diría muy alejadas, coinciden en desdeñarla, cuando no en criticarla abiertamente. En especial por la connotación blanda, humanistoide, buenista que suele ofrecer. Frente a ello, la actitud presuntamente firme, coherente, rotunda, goza de saludable imagen.

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