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El franquismo que nunca existió
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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El franquismo que nunca existió

Acerca del dudoso peso de las convicciones sobre nuestras conductas

Foto: Ilustración: Javier Aguilar
Ilustración: Javier Aguilar

Una de las ensoñaciones tardías más conocidas del filósofo Herbert Marcuse era aquella que situaba el final del capitalismo en un futuro cercano, concretamente en el momento en el que los estudiantes radicales de entonces (finales de los sesenta) finalizaran su etapa de formación y accedieran a lugares clave en la esfera económica y política. En ese preciso momento, esto es, en cuanto tuvieran bajo su control las palancas del poder, pondrían tales dispositivos al servicio de sus ideales revolucionarios y se produciría, de forma tan fluida como poco traumática, la tan anhelada transformación revolucionaria de la sociedad.

Como es sabido, la previsión no se cumplió, y no tanto porque los mencionados estudiantes no accedieran a los lugares programados como porque, una vez llegados allí, no cumplieron con la parte de la previsión que les correspondía. Probablemente la causa del error marcusiano tenga que ver con una valoración apresurada, en exceso positiva, del calado de las ideas que los individuos tienen en un determinado momento de su vida, concretamente en la juventud. Una valoración en la que se daba por supuesto que las opiniones que se alcanzan en una cierta etapa, como resultado de la reflexión, la crítica, el ambiente dominante, o cualquier otra circunstancia análoga pesan más que los convencimientos interiorizados como consecuencia de una determinada posición objetiva en el mundo social y del entorno de socialización más básico.

Tal vez en nuestro país se extendió el acta de defunción del franquismo con ligereza, puede que por una interpretación equivocada del mismo

Tal vez en nuestro país se extendió el acta de defunción del franquismo con demasiada ligereza, en gran medida también como resultado de una interpretación equivocada del mismo, como si los cuarenta años del aquel régimen hubieran constituido una etapa exenta, excepcional, en la historia de España cuando en realidad conectaban con toda una tradición de pensamiento social y político conservadora, reaccionaria, fuertemente arraigada entre nosotros. No faltarán lectores que recuerden aquellos comentarios, frecuentes en los años ochenta, en los que se señalaba que nuestro país estaba viviendo el período más largo de normalidad democrática en dos siglos. Dar por descontado que el final del régimen político franquista implicaba casi por ensalmo el abandono de todo un imaginario colectivo que había resultado hegemónico durante tanto tiempo constituía, sin duda, un exceso de optimismo.

No quisiera que nadie fuera a pensar que me abandono a  ninguna variante de pesimismo antropológico, como tampoco me gustaría que alguien pudiera creer que mi intención última es contribuir a la rehabilitación de conceptos como el de franquismo sociológico, insuficientes a mi juicio como instrumentos para describir la densidad histórica de determinadas situaciones. Se trata más bien de advertir de la necesidad de asumir una determinada actitud o disposición a la hora de valorar la evolución histórica de nuestra sociedad.

placeholder Protestas de estudiantes en la Universidad Complutense, hace un año. (Efe)
Protestas de estudiantes en la Universidad Complutense, hace un año. (Efe)

¿Cuál sería el contenido de dicha actitud o disposición? Por lo pronto, un primer rasgo inexcusable sería el del reconocimiento de la complejidad de lo real o, si se prefiere enunciarlo a la inversa, la imposibilidad de alcanzar una comprensión mínimamente satisfactoria de la realidad recurriendo a explicaciones simplistas. Nadie ni nada es de una pieza, en el bien entendido de que ese carácter complejo es tanto de orden cuantitativo como cualitativo, por lo que las diferentes piezas, al no poseer una misma naturaleza ontológica, no podrán merecer nunca idéntica valoración.

Nadie ni nada es de una pieza, en el bien entendido de que ese carácter complejo es tanto de orden cuantitativo como cualitativo

Intentemos aplicar estas formulaciones tan generales -de apariencia casi metafísica para algunos- a la realidad española de la que empezábamos hablando. Han proliferado los que han intentado explicar el tránsito de la dictadura a la democracia en una clave simplificadoramente super-estructural, esto es, como una acelerada toma de conciencia política cargada de contenido doctrinal que habría acabado por decantar a extensos sectores de la ciudadanía de este país hacia un rechazo fuertemente ideológico del régimen franquista. Frente a esta interpretación, han ido quedando en minoría los que preferían enfocar el asunto en términos, más amplios, de cambio de mentalidad, con el fin de disponer de una herramienta conceptual que permitiera dar cuenta de los vaivenes, zigzagueos, retrocesos, cambios de rumbo y claroscuros de todo tipo que un proceso de tamaña complejidad comporta.

El matiz no es banal y, en la medida en que sirve para relativizar la real importancia de los planteamientos que el sujeto se hace de manera explícita en el plano de la conciencia en una etapa determinada de su vida, nos permitiría considerar ciertas derivas bajo otra luz. Una luz que ilumina mucho más, desde luego, que el oscuro recurso -que nada explica en realidad- de descalificarlas sumariamente a base de tipificarlas, sin más, como contradictorias. No costaría encontrar ejemplos ilustrativos, de muy  variado orden, de lo que se está pretendiendo señalar. Desde los de apariencia más personal hasta los de mayor calado colectivo.

Entre los primeros, lo más fácil, en la frontera de la demagogia, sería aludir a los valores que, por lo que hemos tenido oportunidad de conocer en las últimas semanas, se han ido transmitiendo en la familia Pujol de generación en generación (como poco desde el abuelo), pero tal vez la dimensión política concreta del ejemplo nos distraería de la cuestión, más general, que se estaba intentando plantear aquí. Por eso prefiero mencionar todos esos otros casos -que me consta que no son pocos- de gentes que presumen de trayectorias ideológicas progresistas por encima de toda sospecha y que, no obstante, siempre encuentran argumentos de variado tipo para justificar que sus hijos estudien en el mismo colegio de élite -con frecuencia religioso- en el que lo hicieron ellos en el pasado.

Hay quienes presumen de progresistas y que hallan argumentos para justificar que sus hijos estudien en el mismo colegio de élite en el que lo hicieron ellos

En cuanto al otro orden de ejemplos, el de algunas instituciones podrá resultar esclarecedor. Cuando hoy se habla, vgr., de que en el mundo universitario continúan por desgracia muy presentes actitudes y vicios que desde siempre habíamos asociado con el franquismo (el clientelismo, la endogamia, el amiguismo, la patrimonialización de lo público, el enchufismo...) no se repara a mi juicio lo suficiente en quiénes son los nuevos protagonistas de tan arraigadas costumbres, tendiéndose a hablar del asunto como si todavía fuera cosa de viejos dinosaurios supervivientes del régimen anterior.

Pero en modo alguno es así, y la evolución que ha seguido la Universidad (y alguna que otra institución afín de nueva planta), no solo no ha conseguido erradicar aquellos males, sino que los ha complementado con la profundización en una lógica de funcionamiento neoliberal (capaz de simultanear la obsesión hipercompetitiva y productivista con la más despiadada precarización). Pues bien, si todo ello ha sido posible ha sido merced al empeño trabajoso y pertinaz para llevarlo a cabo de autoridades educativas y responsables académicos varios, muchos de los cuales en sus años mozos habían sido profesores no numerarios que defendían postulados radicalmente izquierdistas, enfrentados de manera abierta y decidida a todo lo que hoy se ha convertido en norma.

Entiéndaseme bien: no pretendo acusar a tales sujetos de traidores o cosa parecida. Si se me apura, el reproche sería casi de signo opuesto. Porque el problema, en el fondo, no es tanto que en un momento dado aquéllos decidieran abandonar sus librescas creencias de juventud, como que tal vez nunca olvidaron del todo los convencimientos que interiorizaron en su más tierna infancia.

NOTA: No descarten que lo que a una generación le sucedió de manera ostentosa con el franquismo, le pueda suceder con la Transición, que hoy tanto denosta, a la que viene. Algunos de los miembros de esta última sin duda apuntan maneras.

Una de las ensoñaciones tardías más conocidas del filósofo Herbert Marcuse era aquella que situaba el final del capitalismo en un futuro cercano, concretamente en el momento en el que los estudiantes radicales de entonces (finales de los sesenta) finalizaran su etapa de formación y accedieran a lugares clave en la esfera económica y política. En ese preciso momento, esto es, en cuanto tuvieran bajo su control las palancas del poder, pondrían tales dispositivos al servicio de sus ideales revolucionarios y se produciría, de forma tan fluida como poco traumática, la tan anhelada transformación revolucionaria de la sociedad.

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