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William Shakespeare, ese plagiario
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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William Shakespeare, ese plagiario

Vayamos con cuidado, no vaya ser que lo que celebramos como nuevo -en cualquier ámbito- esté en realidad informando más de nuestra ignorancia que de lo que estamos celebrando

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Ilustración: Javier Aguilar

Desista, amable lector, de adentrarse en este texto si lo que espera encontrar en él es un comentario de la actualidad política o de cualquier acontecimiento de esos que algunos profesionales del periodismo todavía se empeñan en denominar la palpitante actualidad porque, intentando estar a tono con la severidad de las fechas, lo que voy a proponer a continuación es nada menos que una reflexión acerca de la naturaleza y la caducidad de nuestras ideas. ¿Todavía quiere continuar? En tal caso, como diría el admirado Fernando Savater, pase y lea.

Los editores (gente que se supone que entiende del asunto) suelen afirmar que los libros sobre internet y las nuevas tecnologías de la comunicación caducan a gran velocidad. Deben tenerlo comprobado, desde el momento en el que con tanta seguridad se pronuncian. En todo caso, esa acelerada caducidad de una temática particular probablemente constituya una ilustrativa metáfora de algo que ocurre también en materia de pensamiento en general, donde las ideas con frecuencia parecen sufrir un proceso de desgaste de parecido signo al de cualquier otro producto o mercancía. Pensemos, por ejemplo, en el desinterés actual hacia una categoría como la de tolerancia, central en cambio en los debates de los años noventa, o como la de utopía. El caso es que, sin que se termine de conocer muy bien la razón, nos encontramos hoy en día con que acaban siendo legión los que repiten la misma frase: "No surgen nuevas ideas".

A este convencimiento (sin justificar) parece subyacerle una intuición o creencia apenas verbalizada, la de que la realidad va mucho más deprisa que nuestro pensamiento, de tal manera que lo que va ocurriendo es tan inédito e imprevisible que no hay forma humana de aprehender con los instrumentos del espíritu disponibles la vertiginosa irrupción de novedades. Probablemente esta generalizada actitud se encuentre muy lejos de ser obvia. Analizada con un poco de atención, se comprueba que viene apoyada en una concepción de lo nuevo extremadamente ligera e insustancial. Porque una cosa es que al ignorante todo lo que le viene de nuevas le parezca nuevo, y otra que ello merezca realmente dicha calificación. Pensemos en cualquiera de los acontecimientos y situaciones que en los últimos tiempos los medios de comunicación se iban apresurando, a medida que tenían lugar, en calificar como auténticos puntos de inflexión que nos colocaban en un escenario histórico que nada tenía que ver con todo lo precedente (la llamada en su momento primavera árabe podría constituir un buen ejemplo).

La realidad es compleja, lo que implica que por más cambios que se produzcan sobre su superficie difícilmente podrán afectar a su totalidad

¿Efectivamente era así o cuando entramos a analizar el contenido de tales acontecimientos y situaciones resulta que lo que ocurre y las categorías con las que lo pensamos siguen siendo, en buena medida, las que veníamos utilizando hasta ahora (revolución, soberanía, identidad, violencia, representación...)? No se pretende en modo alguno, claro está, refugiarse en el tópico cobijo del "no hay nada nuevo bajo el sol", tan confortable y cálido como paralizante e inane. Se trata, más bien, de llamar la atención sobre el peligro que supondría para nuestra capacidad de ir dando cuenta de lo que nos pasa ceder a la tentación de precipitarnos a declarar obsoleto -sin crítica ni argumentación: por el mero hecho de haber sido propuestos en una etapa anterior- el instrumental argumentativo y categorial que tan buenos resultados de inteligibilidad nos proporcionó.

Nuestro voto de confianza en lo ya pensado tiene un fundamento in re (lo que en modo alguno puede confundirse con un cheque en blanco). Lo primero que hay que recordar es que la realidad es compleja -extremadamente compleja, por decirlo con propiedad-, lo que implica, entre otras cosas, que por más cambios que se produzcan sobre su superficie difícilmente podrán afectar a su totalidad, prácticamente inabarcable por definición. Traduzcamos estas afirmaciones, de apariencia abstracta y casi metafísica, a un lenguaje más sencillo. ¿Es nuestro mundo igual, pongamos por caso, al de hace algunas décadas (para un lector de mediana edad: igual al de su juventud), de modo que conserve sentido continuar reivindicando las categorías que entonces se manejaban?

De acuerdo con lo que se acaba de señalar, responder sí o no, sin más, equivaldría a manejar una concepción simple de lo real. Lo único que puede responder quien asuma de manera consecuente el principio de la complejidad de lo existente (en conjunto y en cualquiera de sus parcelas, por cierto) es que habrá que examinar qué aspectos permanecen, qué otros han caducado por completo y qué terceros, en fin, han sufrido profundas transformaciones. No caben, pues, respuestas tajantes y rotundas, concluyentes y definitivas. La pregunta "¿qué fue de... [y en los puntos suspensivos pueden Vds. escribir desde la primavera árabe, como antes sugería, a cualquier suceso anunciado como histórico y rupturista en su momento]?" solo admite una respuesta que empiece por el consabido "vayamos por partes", frase tópica que habría que completar con un "...y hay muchas".

Ninguna transformación, por radical que pueda parecernos, consigue hacer por completo tabla rasa de lo precedente

En todo caso, lo que sin el menor género de duda se puede afirmar es que ninguna transformación, por radical que pueda parecernos a primera vista, consigue hacer por completo tabla rasa de lo precedente o, si se prefiere decir de otra forma, es siempre únicamente de grado (de grado más alto cuanto más radical sea, pero de grado al fin). En el bien entendido de que el elemento de continuidad que esta frase pueda contener en ningún caso debe interpretarse en clave conservadora o negativa. No siempre la mejor versión de algo es la primera. Pero lo que es seguro es que si no conocemos bien ésta nunca estaremos en condiciones de juzgar si las que han venido después han mejorado o no lo que ya hubo.

Tal vez una anécdota personal sirva para dejar más claro lo que estoy pretendiendo señalar. No vi por vez primera la película Solo ante el peligro de niño, sino ya mayor, con veintitantos. Cuando llevaba un rato empezada, pensé que la memoria me había jugado una mala pasada y que la había visto en algún momento remoto de mi infancia. Hasta que entendí el origen de mi confusión. Es tal la cantidad de películas posteriores que se han inspirado en ella, que el espectador de sus mil imitaciones no puede evitar la sensación del dejà vu. Un amigo me comentaba que lo mismo le sucedió la primera vez que asistió a una representación de El mercader de Venecia, copiada por Hollywood en mil películas de abogados.

Recuperemos ya el motivo inicial de la presente reflexión. Probablemente se puedan afirmar respecto de las ideas cosas parecidas a las que acabamos de señalar respecto a dos narraciones clásicas (una cinematográfica y otra teatral), y lo que ocurra con las más importantes de aquellas es que resuenan, reverberan o, simplemente, se repiten en textos y voces posteriores que desconocen hasta tal punto el origen de las mismas que en ocasiones incluso se atreven a denominarlas con otras palabras. (Un par de ejemplos que solo podemos dejar apuntados pero que pueden resultar de utilidad para ilustrar esta ignorancia que todo lo confunde: el de quienes afirman que el nombre actual del viejo valor revolucionario de la fraternidad es el de solidaridad, o el de quienes creen que la ejemplaridad convierte en superflua la rendición de cuentas). Vayamos con cuidado, pues, no vaya ser que lo que celebramos como nuevo -en cualquier ámbito, por cierto- esté en realidad informando más de nuestra ignorancia que de lo que estamos celebrando.

Desista, amable lector, de adentrarse en este texto si lo que espera encontrar en él es un comentario de la actualidad política o de cualquier acontecimiento de esos que algunos profesionales del periodismo todavía se empeñan en denominar la palpitante actualidad porque, intentando estar a tono con la severidad de las fechas, lo que voy a proponer a continuación es nada menos que una reflexión acerca de la naturaleza y la caducidad de nuestras ideas. ¿Todavía quiere continuar? En tal caso, como diría el admirado Fernando Savater, pase y lea.

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