Es noticia
¿Masa crítica o masa acrítica?
  1. España
  2. Filósofo de Guardia
Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

Por

¿Masa crítica o masa acrítica?

A la ciudadanía que se resiste a aceptar la existencia de un estado real de cosas le asiste el derecho a ponerse la venda en los ojos, pero no, desde luego, el de pretender que se le considere masa crítica

Foto: Ilustración: Javier Aguilart.
Ilustración: Javier Aguilart.

Finalizaba mi artículo de hace dos semanas en este mismo diario ('¿Puede gestionar la fractura quien la ha provocado?') señalando mi escaso optimismo respecto a que vayan a solucionar el monumental embrollo en el que estamos metidos en Cataluña quienes más se han afanado en generarlo. Pasados los días tras su publicación, reconozco que me dejó preocupado la posibilidad de haber transmitido una imagen sesgada, insuficiente o unilateral de la situación catalana a este respecto.

Me preocupaba, sustancialmente, haber podido dar a entender que el problema mayor que aquí tenemos planteado es el de nuestros políticos y su desacertada gestión de la cosa pública. Si así lo hubiera hecho, esto es, si hubiera centrado en exclusiva en ellos la explicación de la deriva de lo que viene ocurriendo entre nosotros, tal vez alguien desde fuera habría podido pensar que mi perspectiva no se encontraba en el fondo tal alejada de la de algunos de los que se dedican desde hace ya tiempo a una práctica que me parece merecedora de una severa crítica.

Me refiero a la práctica de utilizar de manera desatada en provecho propio todos los instrumentos que la actual sociedad de masas ofrece para la configuración de las conciencias (con los medios de comunicación públicos y subvencionados en un lugar muy destacado), mientras se adula obscenamente a aquellos mismos sobre los que se pretende influir: “los ciudadanos no son tontos”, “a los ciudadanos no se les puede engañar”, declaran, rasgándose teatralmente las vestiduras, los mismos que vetan en las televisiones que controlan a quien puede desenmascarar sus mentiras, suspenden debates en los que previsiblemente los 'suyos' puedan salir mal parados, presionan para silenciar las informaciones incómodas y caricaturizan al adversario hasta la extenuación. Me atrevo a calificar de farisaica esta práctica por una razón bien sencilla. Si de veras fueran sinceros en sus declaraciones dichos aduladores, esto es, si tuvieran en tan alta consideración a sus destinatarios ¿perderían el tiempo en esas inútiles prácticas manipulatorias?

El problema en Cataluña no es en exclusiva cosa de los políticos; la ciudadanía catalana no solo tiene un problema con ellos, lo tiene también con ella misma

Frente a semejantes planteamientos, se impone modificar inequívocamente la perspectiva y dejar clara una afirmación: el problema en Cataluña no es en exclusiva cosa de los políticos, en el sentido de que no únicamente a ellos les resultan imputables nuestro males. La ciudadanía catalana no solo tiene un severo problema con ellos: lo tiene también con ella misma. La disyuntiva entre políticos (sospechosos por definición) y ciudadanía (inocente, también por principio) resulta de todo punto inaceptable. Y si rechazamos, como imagino que todos estaremos de acuerdo, tratar a esta como si fuera una menor de edad a la que no procede reclamar responsabilidad alguna ni plantear el menor reproche u objeción a lo que pueda hacer, lo que se desprende de dicho rechazo es precisamente la posibilidad de formular críticas o manifestar reservas respecto a las propuestas e iniciativas que de esa misma ciudadanía, más o menos organizada, puedan surgir. ¿O es que tendría el menor sentido reconocerle la condición de nuevo actor social para a continuación no someterla al mismo escrutinio crítico y al mismo control que a cualquier otro actor (sin ir más lejos, los propios políticos o los partidos)?

Pues bien, habrá que recordar que todos esos escamoteos, falacias, contradicciones y mentiras que el discurso oficialista perpetra en el espacio público comunicativo catalán y a los que hacíamos referencia poco más arriba tienen lugar a plena luz del día, con un consignismo que funciona a toda máquina. Y, a continuación, habrá que recordar también que no es el caso que delante, en el lado de los destinatarios, dicho consignismo se encuentre con la feroz resistencia de una ciudadanía exigente y crítica que rechace la adulación permanente y, en lugar de ello, reclame informaciones veraces y un debate abierto y plural. Incluso, forzando un tanto, me atrevería a afirmar lo contrario, y es que ha llegado un momento en el que amplios sectores de nuestros conciudadanos parecen estar evolucionando en su actitud siguiendo el modelo -si se me permite la irónica comparación- de la conocida relación de fases de la borrachera. En ésta, una vez superada la fase de la exaltación de la amistad (que en este caso se traduciría como autocomplaciente afirmación identitaria), se pasa a la de la negación de la evidencia, en la que ahora muchos parecen estar instalados.

El listado de evidencias negadas resultaría agotador para el lector. Tal vez un lugar destacado lo ocuparía la afirmación (negadora de una evidencia casi cegadora) de que los medios de comunicación públicos catalanes mantienen una exquisita neutralidad y una actitud ecuánime con todas las opciones políticas, sin priorizar ni privilegiar en su tratamiento a ninguna. Pero a esta afirmación se ha unido en las últimas semanas otra, digna también de ser destacada. A cualquier observador mínimamente atento de la realidad catalana se le hará evidente la nueva consigna a cuya difusión han decidido dedicar sus esfuerzos los medios independentistas: no estamos divididos, el procés no provoca fractura ni social ni de ningún otro tipo.

A cualquier observador se le hará evidente la nueva consigna de los medios independentistas: no estamos divididos, el procés no provoca fractura social

El mensaje choca frontalmente no solo con lo que cualquiera puede constatar que ocurre en la esfera política (la foto del Parlament de Cataluña partido en dos mitades el pasado lunes al votar la propuesta para el inicio de la desconexión habla por sí sola) sino también con la experiencia diaria de muchos ciudadanos, aunque, por lo visto, se trata, parafraseando el viejo adagio periodístico, de no permitir que la realidad arruine una buena consigna. Y a desmentir informaciones contrastadas y datos fehacientes se han lanzado aquellos medios de manera resuelta: no es el caso que en reuniones familiares se haya dejado de hablar de política por miedo a discusiones demasiado acaloradas, ni que viejos amigos hayan visto deteriorada su relación por culpa de este conflicto, ni que en su trabajo muchas personas prefieran guardar un cauto silencio en lo que respecta a sus opiniones políticas por miedo a quedar en alguna medida estigmatizados, ni que en los pueblos pequeños de la Cataluña interior no colgar la estelada en el balcón en fechas señaladas merezca un inequívoco reproche social... Todo, repiten, son infundios unionistas, propios de quienes pretenden hacer pasar lo que es triunfante y legítima hegemonía política por intimidación.

Pues bien, digámoslo así: no cabe aceptar como inocente la negación de evidencias de semejante magnitud. A la ciudadanía que se resiste a aceptar la existencia de un estado real de cosas porque, de hacerlo, no le quedaría más remedio que revisar alguna de sus convicciones más arraigadas le asiste, faltaría más, el derecho a ponerse la venda en los ojos, pero no, desde luego, el de pretender que se le considere masa crítica o cosa parecida. Si acaso, exactamente lo contrario. Y recuerden: tras la negación de la evidencia la siguiente fase de la borrachera es el cántico de los himnos patrióticos. Juzguen ustedes mismos si ya hemos empezado a entrar en ella.

Finalizaba mi artículo de hace dos semanas en este mismo diario ('¿Puede gestionar la fractura quien la ha provocado?') señalando mi escaso optimismo respecto a que vayan a solucionar el monumental embrollo en el que estamos metidos en Cataluña quienes más se han afanado en generarlo. Pasados los días tras su publicación, reconozco que me dejó preocupado la posibilidad de haber transmitido una imagen sesgada, insuficiente o unilateral de la situación catalana a este respecto.

Filosofía