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¿Quién teme a la claridad?
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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¿Quién teme a la claridad?

Muchos de aquellos a quienes en Cataluña se les llena la boca reclamando un referéndum vinculante y con una pregunta inequívoca se resisten a manifestar cuál sería, llegada la hora, su respuesta

Foto: Ilustración: Javier Aguilart
Ilustración: Javier Aguilart

Conforme pasan las semanas y los recién llegados se van viendo obligados a desenvolverse en un escenario político determinado por circunstancias diversas y normas legales de variado rango, tras la barra libre de las campañas electorales, en las que casi cualquier cosa puede ser prometida (luego la muletilla de "por responsabilidad" sirve para justificar cualquier incumplimiento), la percepción de la ciudadanía parece estar cambiando en un particular sentido. Se habla muchísimo menos de "nueva política" (y ya nada de "casta", por cierto), incluso por parte de quienes más gustaban de aquella expresión y, por otra parte, el tipo de actitudes y prácticas protagonizadas por los nuevos hacen pensar más en una renovación del elenco de actores que del libreto de la obra en cuanto tal.

En efecto, la lista de viejos tics, asociados a la política más tradicional, que permanecen, o incluso se ven reforzados últimamente, no sería corta, empezando por los hiperliderazgos (hoy devenidos en algún caso en auténtico culto a la personalidad), y acabando en el tacticismo más extremo. Pero mientras del primero se suele hacer una justificación instrumental (hemos de aprovechar el tirón electoral de X, no se puede desperdiciar el capital político que representa que Y sea conocido/a, etc.), el segundo, lejos de ser reconocido como tal, acostumbra a envolverse en grandilocuentes argumentaciones.

Un caso a mi juicio bastante claro de esto lo representa la sobrevenida (y, por lo visto, entusiasta, hasta el punto de que llegó a ser elevada hasta un determinado momento al rango de línea roja para cualquier pacto con otras fuerzas políticas) aceptación del referendum de autodeterminación por parte de Podemos. No creo que el adjetivo "sobrevenida" sea inadecuado, a la vista de la acelerada evolución que en este aspecto parecen haber experimentado las opiniones de Pablo Iglesias. Para hacerse una idea de la velocidad de la transformación bastará con recordar que fueron muchos los que, apenas tres meses antes, criticaron el decepcionante resultado que obtuvo la coalición Catalunya sí que es pot, que él apoyaba, en las autonómicas del 27-S, atribuyéndolo precisamente a la actitud del líder de Podemos respecto a la cuestión soberanista, actitud calificada en aquel momento por más de uno por aquí directamente como lerrouxista.

A la vista está que la cosa ha variado en apenas doce semanas. Habrá mal pensados que recordarán el retoque del último minuto sobre la cuestión del referéndum en el programa electoral de Podemos para las generales a causa de las presiones recibidas por parte de sus socios catalanes. Como los habrá que atribuirán la variación programática al cálculo de que sin el granero de votos de Cataluña resulta muy difícil para ninguna izquierda gobernar en Madrid. Pero, responden desde la nueva fuerza política, se equivocarían quienes así pensaran. No se trata de razones de estrategia electoral sino de radicalidad democrática, argumentan, tomándole prestada la expresión a un sector de la izquierda catalana. En realidad, su mimetización de un argumentario sobradamente conocido por estas latitudes no se queda en esto, sino que alcanza incluso a las preguntas retóricas: ¿quién teme a la democracia?, repiten ahora también, de manera mecánica, los dirigentes de Podemos.

Me da la sensación de que a esta formación, más que reiterar tal cual las frases de sus aliados en Cataluña, le convendría en mayor medida tener claro qué opción es la que aquellos defienden. Porque es dicha opción lo que permanece entre las brumas de la equivocidad. Cuando a Xavier Domènech, cabeza de lista por Catalunya Podem en las últimas generales, se le preguntaba en campaña por su posición ante el referéndum en el que tanto insistía, proporcionaba la estupefaciente respuesta de que "no era momento de adelantar escenarios", como si este fuera un asunto irrelevante o menor.

Aunque la verdad es que a muchos no nos sorprendía en la más mínimo la evasiva: era la misma a la que durante mucho tiempo se acogían los líderes de ICV, a los que no se les podía preguntar (algunos incluso montaban en cólera con sólo escuchar la pregunta) qué pensaban decidir cuando tocara decidir. Sin duda, actuaban con esa ambigüedad para no quedar descolgados de un 'procés' que percibían como imparable, para no situarse al margen de un movimiento de masas que parecía contar con un importante apoyo de sectores populares, sin por ello entrar en conflicto con buena parte de sus bases, que no estaban en absoluto por dicha labor. Pero el infierno está empedrado de buenas intenciones y a la vista está, no solo la triste suerte que han corrido aquellos líderes frente a los nuevos políticos de su mismo signo (daría para una novela de intrigas, y ellos saben muy bien de qué hablo), sino también su incapacidad para cambiar el rumbo de la agenda independentista, en relación con la cual oficiaron siempre como meros subalternos.

A quienes en Cataluña tanto les agrada la cuestión ¿quién teme a la democracia? se les debería plantear esta otra: ¿quién teme a la claridad?

Me reconocerán, en todo caso, que no deja de ser llamativo que muchos de aquellos a quienes en Cataluña se les llena la boca reclamando un referéndum vinculante y con una pregunta inequívoca se resistan como gato panza arriba a manifestar cuál sería, llegada la hora de la verdad, su respuesta. De la misma manera, es chocante que quienes juzgan como innegociable que los ciudadanos catalanes puedan decidir acerca de la forma que debe adoptar el encaje territorial de Cataluña en España no estén preocupados por el hecho de que un sector, mayoritario según todas las encuestas, de ciudadanos catalanes no tengan en las urnas la oportunidad de manifestar su apoyo por un modelo federal de organización del Estado. Porque, de acuerdo con las propias premisas de los defensores de la consulta, lo lógico sería que, o bien apoyaran en el presente momento una reforma constitucional de signo federal, de tal manera que esta fuera una opción que se le pudiera presentar a la ciudadanía catalana como alternativa a la independencia, o bien, siguiendo el modelo de propuesta que, frente a Cameron, sostenía Salmond en Escocia, el referéndum sometiera a consideración de los votantes tres opciones (continuista-autonomista, reformista-federal y rupturista-independentista).

Puestos a no abandonar las formulaciones retóricas, a quienes en Cataluña tanto les agrada la cuestión ¿quién teme a la democracia? se les debería plantear esta otra: ¿quién teme a la claridad? Le sugiero una pista al lector: en la lista de los que parecen temer, y mucho, a la claridad se incluirían, a buen seguro, aquellos/as políticos/as que tienen el cuajo de declarar que en el referéndum de marras estarían dispuestos a cambiar de opinión "si les convencen" (dando a entender que a estas alturas no tienen formada una idea propia sobre tan trascendental asunto); quienes manifiestan votar por razones no propiamente políticas sino más bien estéticas (por la prepotencia del PP de Rajoy, pongamos por caso); quienes no tienen el menor empacho en hacer público que cuando han tenido la oportunidad han votado independentista, pero añaden a continuación que no lo son en absoluto, sino al contrario, y así sucesivamente. Todos estos, junto con algunos más, acreditan con sus hechos tenerle un miedo cerval a la claridad. Si en Podemos no hay sombra de tacticismo, tales compañías le deberían generar una profunda preocupación.

Conforme pasan las semanas y los recién llegados se van viendo obligados a desenvolverse en un escenario político determinado por circunstancias diversas y normas legales de variado rango, tras la barra libre de las campañas electorales, en las que casi cualquier cosa puede ser prometida (luego la muletilla de "por responsabilidad" sirve para justificar cualquier incumplimiento), la percepción de la ciudadanía parece estar cambiando en un particular sentido. Se habla muchísimo menos de "nueva política" (y ya nada de "casta", por cierto), incluso por parte de quienes más gustaban de aquella expresión y, por otra parte, el tipo de actitudes y prácticas protagonizadas por los nuevos hacen pensar más en una renovación del elenco de actores que del libreto de la obra en cuanto tal.