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Ojo con los humildes
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Ojo con los humildes

La preeminencia de los medios de comunicación para alcanzar el poder ha terminado por convertir la aparición en ellos en un auténtico fin en sí mismo

Foto: Ilustración: Javier Aguilart
Ilustración: Javier Aguilart

No alberguen la menor duda: cuando escuchen a un político apelar a la humildad (especialmente si se la atribuye a sí mismo) tengan por seguro que se encuentran ante un tipo de una soberbia luciferina. Me apresuro a puntualizar, tras tan rotunda y solemne afirmación, que no se trata, claro está, de intentar deslizar la idea de que el mundo (ni siquiera el de la cosa pública) se divide entre virtuosos y viciosos, perteneciendo el imaginario político aludido al segundo grupo y quedando el resto incluidos en el universo de las almas bellas hegelianas.

No faltará, con toda probabilidad, quien interpretará que, en el fondo, la puntualización anterior introduce una rectificación sobre el fogonazo de la afirmación inicial que en el fondo equivale a sostener que hay de todo en todas partes. Si así fuera, para semejante viaje no hubiera hecho falta alforja alguna. Porque resulta igualmente obvio que, habiendo de todo por doquier, no lo hay en la misma proporción, y que determinados grados de soberbia (o de ambición, o de cualquier otro vicio) pueden alcanzar tal magnitud que terminen por ir más allá de la particular idiosincrasia de cada cual, desbordar la esfera de lo íntimo y afectar de lleno a la actividad de la persona en cuestión, lo que sería particularmente grave y preocupante si dicha actividad está relacionada con la esfera de la política, esto es, si puede afectar al conjunto de la ciudadanía o a amplios sectores de ella.

Análogamente, también habrá quienes, a buen seguro, leerán lo anterior bajo una clave en apariencia histórica pero en último término fatalista, y tenderán a pensar que, en la medida en que estamos hablando de la condición humana, determinadas dimensiones de la misma (particularmente las más oscuras, como la soberbia o la ambición) nunca han dejado de estar presentes. Pero, siendo ciertas todas estas puntualizaciones, así como muchas más que se podrían plantear, no cabe soslayar el hecho de que las transformaciones de muy diverso orden que se han ido produciendo en nuestras sociedades pueden haber contribuido a que ciertos rasgos, actitudes y disposiciones personales se hayan visto especialmente potenciados, propiciando la situación que empezábamos comentando.

Cumplir con lo prometido en el programa electoral o presentar alternativas viables a lo que hay no proporciona titulares ni fotos en un balcón

Si nos detenemos en este último aspecto y seguimos manteniendo el foco de la atención sobre la esfera de la política, parece evidente que la transformación de nuestras democracias en democracias de audiencia, teledemocracias, democracias de opinión u otros rótulos análogos, según el autor que se prefiera tomar como referencia (hay muchos y buenos donde escoger: de Bernard Manin a Giovanni Sartori, pasando por John B. Thompson o el propio Pierre Bourdieu, sin olvidar -eso nunca- al filósofo coreano Byung-Chul han), no es ajena al proceso del que estamos hablando. Pero tal vez sea la expresión, de raíz inequívocamente situacionista (del pensador francés Guy Debord, en concreto), sociedad del espectáculo la que mejor exprese la naturaleza de las transformaciones que se han producido en los últimos años en los mencionados ámbitos. Unas transformaciones que van más allá del hecho, fácilmente constatable, de la importancia que han adquirido los nuevos escenarios mediáticos como plataformas privilegiadas de la comunicación política, y afecta de lleno a la naturaleza misma de la actividad, alterando sustancialmente su lógica de funcionamiento.

Nada tiene entonces de casual ni de extraño el enorme aumento de la gesticulación que viene produciéndose de un tiempo para acá (gesticulación que los más críticos no dudarían en calificar de auténtico postureo) por parte de algunos políticos, los cuales a menudo parecen preparar sus intervenciones públicas ante los medios de comunicación como si de auténticas coreografías se tratara, con el equipo de los más allegados a sus espaldas, asintiendo en silencio, con ostentosos cabezazos, para escenificar el pleno respaldo al líder (o lideresa). Todo ello en perjuicio no solo del genuino debate entre propuestas sino, en el caso de los que ya se ocupan en labores de gobierno a cualquier nivel, de la propia gestión, tan complicada, aburrida y, sobre todo, poco lucida ella. En cierto modo, no les falta razón: cumplir con lo prometido en el programa electoral o presentar alternativas viables a lo que hay no proporciona titulares ni, menos aún, fotos en un balcón, con multitudes aclamando a pie de calle (actividades todas ellas que parecen agradar particularmente a nuestros falsos humildes, de ahí que se sientan tan a gusto en las campañas electorales, tiempo de la exposición pública por excelencia).

Pero, siendo grave la desatención a lo que de veras debería constituir la ocupación primordial del político, peor aún es el hecho de que la preeminencia de los medios de comunicación en cuanto espacios de visibilidad de gran eficacia para alcanzar el poder (y, de haberlo alcanzado, para permanecer en él) ha terminado por convertir la aparición en ellos como un auténtico fin en sí mismo, de idéntica manera que para algunos profesionales del espectáculo la fama llega un momento en que deja de significar un medio necesario para seguir siendo contratados, y pasa a constituir la meta que colma de sentido sus existencias por completo. Resultaba difícil no hacerse estas consideraciones al contemplar las intervenciones de algunos de los nuevos líderes en el Congreso de los Diputados esta misma semana.

¿Qué hacer frente a ello? Cabría pensar, con buenas razones, que ante una situación así al ciudadano no le queda otra que desarrollar estrategias personales de resistencia íntima para evitar que, en lo posible, tanto ruido ambiente no le impida mantener una calma crítica que se está haciendo, en estos tiempos, rigurosamente necesaria. Sin ella, el alboroto de los mensajes contradictorios, el fuego cruzado de las consignas y, el estruendo inane que a menudo se adueña de la plaza pública amenazan con obstruir por completo no solo el debate de ideas sino la posibilidad misma de reflexión.

Pero la cosa, aunque pueda no parecerlo a primera vista, también tiene su lado bueno. Porque en todo caso, que los soberbios (y soberbias, claro) se sientan obligados, de vez en cuando, a fingir humildad franciscana no deja de constituir en el fondo un saludable indicador. Porque, por un lado, está mostrando que la ciudadanía tiende a rechazar actitudes y gestos altivos y prepotentes que entiende que se compadecen mal con lo que se supone que es la auténtica tarea de los representantes de las más importantes fuerzas políticas. Pero, por otro -y tal vez sobre todo- hace patente que en tiempos de relativismo generalizado, de valores líquidos (ay, cuánto mal ha provocado sin pretenderlo el bueno de Bauman haciéndolo pasar todo por la licuadora) y otras volatilidades, determinados valores como el de la humildad, la honradez o la coherencia todavía son considerados por muchos ciudadanos como un refugio moral seguro, una especie de patrón-oro ético ante la incertidumbre que generan los propios seres humanos con sus conductas.

No alberguen la menor duda: cuando escuchen a un político apelar a la humildad (especialmente si se la atribuye a sí mismo) tengan por seguro que se encuentran ante un tipo de una soberbia luciferina. Me apresuro a puntualizar, tras tan rotunda y solemne afirmación, que no se trata, claro está, de intentar deslizar la idea de que el mundo (ni siquiera el de la cosa pública) se divide entre virtuosos y viciosos, perteneciendo el imaginario político aludido al segundo grupo y quedando el resto incluidos en el universo de las almas bellas hegelianas.

Ciudadanos En Comú Podem