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Sensacionalismo moral y escandalera
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Sensacionalismo moral y escandalera

En casos de pederastia regresa, por fin, una nítida línea de demarcación entre el bien y el mal, entre los buenos y los malos, que no admite vacilación ni duda alguna

Foto: Ilustración: Javier Aguilart.
Ilustración: Javier Aguilart.

Desde hace algunas semanas, las noticias de los casos de pederastia descubiertos en dos colegios pertenecientes a la orden de los Maristas, en Barcelona, vienen ocupando un considerable espacio en los medios de comunicación, especialmente locales. Al rebufo de tales noticias se fueron conociendo, con cuentagotas, algunos otros casos, casi siempre vinculados a colegios regentados por órdenes religiosas (excepto en el caso de un instituto público en un pueblo de la misma provincia). El lógico escándalo y la comprensible indignación generadas por dichos episodios tal vez hayan provocado que se le haya prestado más atención a determinados aspectos –especialmente los relacionados con los protocolos preventivos y con el modo de proceder a la menor sospecha de que puedan estarse produciendo este tipo de comportamientos, o con los descuidos y negligencias de responsables educativos y autoridades públicas– en perjuicio de otros, a los que tal vez convendría prestar un poco de atención.

Dejo de lado dos asuntos, referidos sobre todo al tratamiento informativo que se ha ido dando a los propios hechos. En primer lugar, llama la atención la poca claridad con la que se ha planteado la cuestión de si los protagonistas de tales episodios eran religiosos o no, dejando de esta manera entre brumas la recurrente cuestión de la relación que pueda existir entre el celibato forzoso y tentaciones pederastas. En segundo lugar, no deja de resultar también llamativa la, en principio, altísima concentración de abusos prácticamente en una sola orden religiosa. Desde luego que es de celebrar que escolapios, salesianos y otras órdenes no se hayan visto salpicados por este tipo de denuncias (los jesuitas parecen haber sido afectados recientemente por un par de episodios). Pero, de cualquier forma, no deja de ser un tanto extraña la peculiar distribución de los casos.

En cuestión de denuncia pública vale la pena señalar 'La mala educación', sin que su ejemplo crítico haya sido seguido por otros directores españoles

Aunque, tal vez, la comparación sobre la que importe más detenerse deba ser otra, en cierto modo, más general. Porque no termina de entenderse que la Iglesia católica estadounidense haya tenido en su seno tantísimos casos de pederastia (que han llevado a sus finanzas a la ruina para hacer frente a todas las millonarias indemnizaciones que se ha visto obligada a asumir para librarse de ir a juicios) y que, en cambio, en países tan católicos como Italia o España, en los que una tupida red de colegios religiosos lleva acogiendo, durante incontables generaciones, a millones de niños no se hayan producido, al menos hasta hace bien poco, ni las más tímidas denuncias públicas. A este respecto, valdrá la pena señalar que la presentada por Pedro Almodóvar en su película 'La mala educación' resultó a estos efectos absolutamente excepcional –y meritoria–, sin que su ejemplo crítico haya sido seguido por otros directores españoles, a pesar de constituir un auténtico filón narrativo (como otras cinematografías se han encargado de demostrar: pensemos, sin ir demasiado lejos en el tiempo ni extendernos demasiado en la relación, en las norteamericanas 'La duda' o en la reciente 'Spotlight', así como en la chilena 'El club').

Pero la específica escandalera montada alrededor de estos casos también deja percibir, al trasluz, otras dimensiones de nuestra conciencia colectiva. Así, se diría que, en tiempos de presunto relativismo posmoderno, en los que, según se nos reitera por todas partes, no hay forma humana de acordar unos valores comunes, susceptibles de resultar inequívocamente asumidos por todos, la noticia de determinadas conductas, consideradas de manera unánime como atroces, en cierto modo cumple la función de rebajar esa especie de incertidumbre moral que, como una pesada y espesa capa de niebla, parecía haberse enseñoreado de nuestro imaginario colectivo.

Porque es un hecho, bien fácil de constatar, que en nuestros días al ciudadano normal y corriente se le pone extremadamente cuesta arriba establecer con claridad los asuntos, públicos o privados, que merecen una condena moral sin paliativos. Pensemos, si no, en algunas de las cuestiones que en otros momentos del pasado merecían, con una cierta unanimidad, el reproche social. De hecho, ni siquiera la violencia terrorista, por más brutal –o incluso cruel en sus formas: recordemos las ejecuciones públicas, grabadas y difundidas por el DAESH– que pueda resultar, es rechazada sin matices. Bastará a este respecto con evocar las declaraciones de una alta autoridad municipal de este país nada más conocerse los atentados de Bruselas: "De alguna forma nos vuelve esa violencia que hemos contribuido a sembrar en el mundo".

En nuestros días al ciudadano normal se le pone cuesta arriba establecer con claridad los asuntos que merecen una condena moral sin paliativos

Si, buscando mayores certezas, cambiamos de ejemplo y pensamos en situaciones que en apariencia parecen merecer una repulsa social más unánime, como es el caso de la corrupción, las cosas finalmente tampoco consiguen quedar del todo claras. Porque si alguna enseñanza cabe extraer respecto a la reacción de la ciudadanía ante semejante tipo de asuntos es que la corrupción que mueve a indignación y escándalo es siempre la de los otros, obteniendo la de los nuestros sistemáticamente considerables y reiteradas dosis de benevolencia (se ha señalado en diversas ocasiones el sostenido respaldo electoral que han obtenido PP, PSOE o CiU precisamente en las comunidades en las que gobernaban cuando se conocieron importantes casos de corrupción).

Pero con casos como los que comentábamos al principio, en los que intervienen los niños (paradigma de la inocencia y la indefensión), regresa, por fin, una nítida línea de demarcación entre el bien y el mal, entre los buenos y los malos, que no admite vacilación ni duda alguna. Aquí ya no caben argumentos insidiosos del tipo "¿y usted que haría en su lugar si se le diera la ocasión de enriquecerse rápidamente, como han hecho tantos otros?" o "los llamados terroristas en realidad responden con desesperación a la violencia estructural del sistema", que, para los ejemplos que habíamos propuesto, parecen cumplir la función de difuminar los contornos de los unos y de los otros, de quienes defienden una cosa o su contraria. En los casos de abusos, por el contrario, todo está luminosamente claro. Tanto es así que incluso no faltan quienes refuerzan la nítida diferencia que en ellos se da entre bondad y maldad echando mano de argumentos presuntamente científicos que consideran no solo que los protagonistas de tales episodios son enfermos, anormales, sino que, para más inri, su enfermedad no es susceptible de cura alguna.

Se diría que para muchos hoy en día la única manera de estar seguros de que se encuentran en el lado del bien es siendo víctimas

Valdrá la pena explicitarlo porque en estas cuestiones toda precaución es poca (y, si no, que se lo pregunten a Arcadi Espada): no tengo la menor duda en lo tocante a la condena que, desde muchos puntos de vista, merecen tales conductas. Pero de ahí no se desprende ni el acuerdo respecto al tratamiento informativo que se le ha dado a los casos conocidos, ni respecto a las reacciones sociales que dichos casos parecen haber propiciado. No pretendo aludir, claro está, a las reacciones, cargadas de razón y de justicia, de los padres de los niños objeto de los abusos, sino a las de algunos adultos, que pasaron ellos mismos por idénticas circunstancias hace años. Reveladora en relación con esto fue la actuación de esa profesora del colegio de los Maristas donde estalló el escándalo, quien hizo público, cuando se supo todo, que ella también había sufrido abusos siendo alumna allí.

Es muy de lamentar, sin duda, el episodio que padeció, y claro está que la persona que le infligió tal daño tiene pendiente su castigo. Pero si lo que justifica toda esta escandalera es evitar que los niños continúen sufriendo tan intolerables agresiones, de mayor utilidad para ellos hubiera sido que hubiera estado atenta para evitar que se repitieran esas conductas que ahora sabemos que nunca dejaron de producirse a su alrededor, en vez de apresurarse a notificar a la prensa sus sufrimientos pasados. Se diría que para muchos hoy en día la única manera de estar seguros de que se encuentran en el lado del bien es siendo víctimas.

Desde hace algunas semanas, las noticias de los casos de pederastia descubiertos en dos colegios pertenecientes a la orden de los Maristas, en Barcelona, vienen ocupando un considerable espacio en los medios de comunicación, especialmente locales. Al rebufo de tales noticias se fueron conociendo, con cuentagotas, algunos otros casos, casi siempre vinculados a colegios regentados por órdenes religiosas (excepto en el caso de un instituto público en un pueblo de la misma provincia). El lógico escándalo y la comprensible indignación generadas por dichos episodios tal vez hayan provocado que se le haya prestado más atención a determinados aspectos –especialmente los relacionados con los protocolos preventivos y con el modo de proceder a la menor sospecha de que puedan estarse produciendo este tipo de comportamientos, o con los descuidos y negligencias de responsables educativos y autoridades públicas– en perjuicio de otros, a los que tal vez convendría prestar un poco de atención.

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