Es noticia
Diálogos de combate
  1. España
  2. Interiores
Gonzalo López Alba

Interiores

Por

Diálogos de combate

Mientras que España se desangra, viven nuestros políticos enzarzados en sus diálogos de combate, según la expresión acuñada por Fran Caamaño -secretario de Estado para Relaciones con las Cortes

Mientras que España se desangra, viven nuestros políticos enzarzados en sus diálogos de combate, según la expresión acuñada por Fran Caamaño -secretario de Estado para Relaciones con las Cortes entre 2004 y 2009- para calificar las homilías laicas en que se han convertido sus debates parlamentarios, pensados y escenificados para satisfacer a sus parroquias de prosélitos antes que para buscar soluciones a los problemas cotidianos de la gente.

En el Parlamento no se abordan los asuntos de interés ciudadano ni en tiempo ni en forma. Casi siempre se va a remolque de los acontecimientos y casi nunca con ánimo de buscar acuerdos en torno a las mejores soluciones. Cada portavoz habla para los suyos: sus diputados y senadores, sus militantes y sus votantes. Y lo que se pacta o no se pacta, acaece sin luces ni taquígrafos, en los despachos o en los pasillos, para después presentar en el hemiciclo como un plato ya cocinado el acuerdo o el desacuerdo. Y es así porque los dirigentes políticos han abdicado de un rasgo distintivo de la función pública: el propósito de convencer. Ya no se trata de persuadir; el objetivo es, simplemente, vencer. La política se ha militarizado.

El conflicto de intereses consustancial a toda sociedad requiere del diálogo y la negociación, que fueron razón básica del nacimiento de la política. Pero cuando la política se ejerce como si de una religión se tratara, planteando la solución de los conflictos en términos de bien o mal, de estás conmigo o contra mí, de dispongo de mayoría parlamentaria o estás en minoría, entonces se achica tanto el espacio para el acuerdo que desaparece. Se desnaturaliza la política y lo único que queda es el reñidero.

La clase política ha renunciado a convencer y actúa con el único objetivo de vencer

Parapetado en la mayoría absoluta que consiguió hace un año y olvidando que todo triunfo es la antesala de la derrota, el presidente Rajoy ha acudido al Parlamento como quien va a la consulta del dentista. Y sus ministros han actuado con manifiesto desdén hacia el carácter constitucionalmente parlamentario de la democracia española, imprimiéndole un sesgo autoritario que va más allá del presidencialismo que ha marcado todo el periodo democrático, desde los tiempos de Adolfo Suárez. A mediados de noviembre del año pasado, tres ministros tenían pendientes de cumplir más de treinta comparecencias solicitadas por la oposición: Ana Mato (38), José Ignacio Wert (32) y Jorge Fernández (31).

Carencia de liderazgo

A pesar de que ya es de común aceptación que la situación actual tiene más que ver con un cambio de era que con una crisis a la vieja usanza, los dirigentes políticos (“líderes” es una palabra que les viene grande) son los únicos que no parecen percibir la dimensión de unos cambios a los que permanecen ajenos, instalados en viejos usos y costumbres como el fuego cruzado con que cada lunes se ameniza al pueblo desde las calles de Génova y de Ferraz.

Como apunta el profesor Hugh Heclo (Pensar institucionalmente) cuando se habla para ganar en vez de “para llegar a la verdad del asunto”, entonces, “indirectamente, nuestros vendedores/líderes demuestran que no se fían de que seamos capaces de soportar la verdad, y nosotros les devolvemos su desprecio”.

Es así como se explica que los partidos políticos y el Parlamento sean suspendidos en la valoración ciudadana que registran las encuestas. Pero más ilustrativo aún es que el Parlamento, que constitucionalmente es el depositario de la soberanía nacional, haya dejado de ser percibido como un centro de poder, hasta situarse en algunos estudios demoscópicos por debajo no ya de la banca y de la CEOE, sino incluso de la Iglesia y los medios de comunicación.

El Parlamento ha dejado de ser percibido como un centro esencial de poder

La vanidad puede “hacer del vacío un sonajero”, como escribió Robert Musil (El hombre sin atributos) sin haber tenido ocasión de escuchar cómo un ministro, ¡de Educación!, confesaba sin ruborizarse: “A veces me sorprendo de las cosas que digo” (Wert). Quizás se sorprenda también de lo que digan los ciudadanos cuando toque volver a las urnas. La caducidad de los políticos se aproxima cada vez más a la obsolescencia instantánea, a mitad de camino entre la de un pollo asado y el top trending de cada día. Rajoy no es una excepción. En el otro extremo del espectro gobernante, el socialista francés François Hollande goza ya tan sólo de un 35% de aprobación ciudadana a los nueve meses de haber sido elegido.

Las encuestas alertan de que más del 70% de los españoles vive de espaldas a la política, hacia la que muestran escaso o ningún interés. Pero más del 40% declara compartir las reivindicaciones del movimiento 15-M. Y, según desvela Interviú esta semana, la ultraderecha se está organizando para importar los métodos de actuación que en Grecia han convertido en un éxito a Aurora Dorada, la formación neonazi que ante la abdicación del Estado democrático a su función social ha creado un Estado paralelo.

Mientras que España se desangra, viven nuestros políticos enzarzados en sus diálogos de combate, según la expresión acuñada por Fran Caamaño -secretario de Estado para Relaciones con las Cortes entre 2004 y 2009- para calificar las homilías laicas en que se han convertido sus debates parlamentarios, pensados y escenificados para satisfacer a sus parroquias de prosélitos antes que para buscar soluciones a los problemas cotidianos de la gente.