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La jubilación de Guerra, metáfora de un final de época
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Gonzalo López Alba

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La jubilación de Guerra, metáfora de un final de época

La jubilación política de Guerra encierra la metáfora de un final de época. Y es así no tanto por lo que fue y lo que es como por lo que representó y lo que representa

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La jubilación política de Alfonso Guerra encierra la metáfora de un final de época. Y es así no tanto por lo que fue y lo que es como por lo que representó y lo que representa. Se trata no sólo de un personaje imprescindible para entender la historia moderna del PSOE y los gobiernos de Felipe González, su éxito y su ocaso. A sus 74 años, y aunque no fue uno de los siete ponentes parlamentarios que recibieron el título de padres, encarna al último artífice de la Constitución que todavía ocupa un cargo público por elección directa de los ciudadanos –Miguel Herrero de Miñón, que sí fue ponente en representación de UCD, es consejero permanente del Consejo de Estado–.

De la Constitución de 1978 emanó “el régimen” que ahora está en cuestión, del que Guerra fue arquitecto principal y partero mayor junto con Fernando Abril Martorell, a la sazón vicepresidente del Gobierno de Adolfo Suárez. Hoy, casi todos los dirigentes de su generación, así como de las posteriores asociadas políticamente a la suya y que se hicieron corresponsables del desarrollo democrático, asisten con doliente perplejidad al desmoronamiento de aquel edificio que, tras cuarenta años de dictadura y una historia secular de pronunciamientos militares, ha procurado a los españoles el más amplio período histórico de libertad, estabilidad, prosperidad y derechos.

Y este sentimiento es más que posible que haya ocupado una parte importante en las reflexiones que han llevado a Guerra a anunciar que el año próximo ya no volverá a sentarse en uno de los escaños de la carrera de San Jerónimo, donde de forma ininterrumpida ha venido ocupando plaza desde la legislatura constituyente de 1977, siempre como cabeza de lista del PSOE por Sevilla y siempre entre los más votados.

Méritos y errores de una generación

En un gesto de rebeldía auto reivindicativa, los políticos que tuvieron un papel protagonista en la construcción y despliegue del edificio democrático afirman que “tan mal no lo debimos hacer” cuando, aunque desconchado, con grietas en las paredes, cañerías obturadas y algunas vigas maestras en estado de putrefacción, ha sido capaz de soportar el ‘tsunami’ de una crisis desconocida por las generaciones vivas sin que se haya quebrado la convivencia social.

Pero, si suyos fueron los méritos y aciertos, otro tanto ocurre con los defectos y errores, porque al tiempo que se levantaban los pilares del Estado del bienestar, se modernizaba el país y se convertía en una activo la riqueza del pluralismo territorial de España, también se acometía la invasión partidista de las instituciones, se resolvía con prácticas corruptas la mala financiación de los partidos políticos y se repartía “café para todos” a sabiendas de que Cataluña nunca aceptaría ser igual que el resto de las comunidades autónomas. Para que no faltara ningún hilo conductor con lo que vino después, el tráfico de influencias de uno de los hermanos de Alfonso Guerra, una minucia al lado de los escándalos posteriores, acabó con su carrera política, aunque los tribunales sentenciaron que no se había producido ninguna ilegalidad penal.

Los que vinieron detrás, en lugar de corregir aquellos primeros indicios de aluminosis, alimentaron la infección por la que ahora nos llevamos las manos a la cabeza al ver hasta dónde había llegado la gangrena (a Guerra se le atribuye haber proclamado la muerte de Montesquieu al celebrar el cambio en el procedimiento de elección de los miembros del Consejo del Poder Judicial aprobado en 1985 y el PSOE estuvo a punto de saltar por los aires a comienzos de los años 90 a raíz del descubrimiento de su financiación irregular a través de la trama Filesa).

De la reconstrucción al hundimiento del PSOE

Para los dirigentes socialistas de aquella época, el referido sentimiento generacional de doliente perplejidad empieza por la situación del PSOE, un partido de nueva planta reconstruido por Felipe González y Guerra a partir de unos viejos escombros y que, tras décadas de éxito, se sostiene a duras penas a la espera de su rehabilitación o declaración oficial de ruina definitiva.

Guerra, que nunca ha sido un militante tan disciplinado como Felipe, no votó en las primarias internas en las que el PSOE de Andalucía eligió a Susana Díaz como sucesora de José Antonio Griñán, según aseguran personas próximas. En muchas ocasiones ha comentado que él no cree en este procedimiento, sino en la democracia representativa, y teme que las expectativas electorales que en un momento dado pueden verse reforzadas con esta práctica se acaben confundiendo con el modelo de partido. Y, sin embargo, todo apunta a que el procedimiento de las primarias ha venido para quedarse.

Este diario no ha podido verificar si participó en la votación para elegir al sucesor de Alfredo Pérez Rubalcaba –el guerrismo se inclinó mayoritariamente por Eduardo Madina–, pero lo que está contrastado es que el fin de semana en el que se celebró el congreso extraordinario que ratificó a Pedro Sánchez como nuevo líder del PSOE, Guerra prefirió quedarse en Conil.

Ahora, los pasos de quien en la década de los 80 fue un todopoderoso vicesecretario general del PSOE y vicepresidente del Gobierno, pueden ser seguidos por otros veteranos parlamentarios socialistas antes de que acabe la legislatura. Son varios los que están en esa reflexión. Algunos porque no quieren estar en la cubierta cuando la nave se hunda, otros porque saben que la nueva dirección no cuenta con ellos para la próxima legislatura y se plantean adelantar su regreso a la vida civil, y también hay quien no quiere sentirse corresponsable del “viaje hacia el desastre” que a su entender pilota Sánchez. Para el nuevo secretario general, estas bajas facilitarán su declarado propósito de “dejar el pasado en el trastero” y la incorporación de personas de su confianza en las próximas listas, que estarán más disputadas que nunca porque nunca fueron peores sus previsiones electorales.

El gozne entre dos épocas

En este momento gozne entre dos épocas, la quinta de Guerra, cuyo encuadramiento no es meramente biológico, tiene conciencia de que su tiempo ya pasó y sabe que, aunque más de una vez sienta la tentación de decir, como el veterano impaciente al novato torpe, aquello de “trae, déjame a mí”, no está en sus manos reparar los defectos de construcción ni el deterioro del uso. Saben que sólo pueden hacer advertencias sin esperar a que les hagan mucho caso, así que prefieren dejar sitio a los que vienen detrás y, si todo se desmorona, ver caer los cascotes desde el tendido de sombra procurando que no les caiga ninguno encima ahora que, sin esperanza de que haya una auténtica recuperación económica en el horizonte inmediato, a falta de soluciones la gente reclama culpables.

Como no puede ser de otra forma, el primero en ser señalado como culpable será el último que prometió arreglar las cosas: Mariano Rajoy, que el año próximo cumplirá 60 años. El que venga después, sea quien sea, pertenecerá ya a otra época, cuyo comienzo simbólico puede establecerse en España en el momento del relevo en la jefatura del Estado entre un hombre de 76 años (Juan Carlos I) y otro de 46 (Felipe VI), unos dígitos que para su cabal comprensión no han de leerse en clave meramente aritmética, sino de vivencias, anhelos y horizontes. Por todo eso, la retirada de Alfonso Guerra encierra la metáfora de un fin de época. No sabemos a ciencia cierta lo que vendrá, pero sí lo que ya se fue.

La jubilación política de Alfonso Guerra encierra la metáfora de un final de época. Y es así no tanto por lo que fue y lo que es como por lo que representó y lo que representa. Se trata no sólo de un personaje imprescindible para entender la historia moderna del PSOE y los gobiernos de Felipe González, su éxito y su ocaso. A sus 74 años, y aunque no fue uno de los siete ponentes parlamentarios que recibieron el título de padres, encarna al último artífice de la Constitución que todavía ocupa un cargo público por elección directa de los ciudadanos –Miguel Herrero de Miñón, que sí fue ponente en representación de UCD, es consejero permanente del Consejo de Estado–.

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