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¿Quién teme a los pactos?
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Gonzalo López Alba

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¿Quién teme a los pactos?

La fragmentación parlamentaria puede producir el efecto de que el Congreso recupere la potestad constitucional de marcar la agenda legislativa al Gobierno

Foto: Un cartel de la campaña electoral en Sanlúcar de Barrameda. (Reuters)
Un cartel de la campaña electoral en Sanlúcar de Barrameda. (Reuters)

Entre las muchas incógnitas abiertas sobre el resultado de las elecciones generales, emerge la certeza de que, gane quien gane, las mayorías absolutas han pasado a mejor vida por un tiempo indeterminado. En este marco, uno de los grandes agujeros negros de la campaña ha sido, junto con la escasa atención que se ha prestado al abismo de desigualdad abierto por la crisis económica, la indefinición de todos los partidos con opciones de ganar sobre cuáles serían sus preferencias a la hora de establecer alianzas de gobierno.

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Los tacticismos han primado en todos los partidos, los viejos y los nuevos. Sólo el PSOE ha hecho un descarte rotundo: no habrá gran coalición con el PP, porque si la opción manejada por la vieja guardia socialista no prosperó en los momentos más duros de la crisis, menos posibilidades tiene ahora. El PSOE, como colectivo político, no podría digerir un pacto de estas características, por trayectoria histórica y porque la causa primigenia de su derrumbe electoral hay que buscarla en la pérdida de la hegemonía de las ideas que comenzó a mediados de la década de los noventa. También cabe descartar el entendimiento entre PP y Podemos, porque mezclan como el agua y el aceite. Hechas estas excepciones, será la aritmética la que determine la elección de pareja.

El candidato de Ciudadanos, Albert Rivera, a quien las encuestas han venido concediendo la llave de oro, ha declarado: “Apoyar al PP o al PSOE tras el 20-D sería defraudar a la gente”. Pero, si se confirman los pronósticos demoscópicos, la demanda social mayoritaria es la del retorno a los consensos y los cambios reales, no el mero quítate tú para ponerme yo. Y esto último es lo que está diciendo Rivera cuando, al mismo tiempo, ha sostenido que su partido no entrará en ningún gobierno en el que no tenga la presidencia. Es decir, que quiere (quería) ser presidente sin ganar las elecciones y, solo ante el desinfle de su opciones, ha hecho a última hora y a la desesperada el movimiento de descartar su apoyo a una “coalición de perdedores” anticipando que antes permitiría la investidura de Mariano Rajoy con su abstención .

La ingobernabilidad sería un fracaso de todos los partidos, de los viejos y de los nuevos

Algo similar ocurre con Podemos, cuyo líder, Pablo Iglesias, rechaza convertirse en muleta del PSOE, al que pretende sustituir como primer partido de la izquierda para relegar a los socialistas a la función de bisagra que descarta para su formación. Es otro quítate tú para ponerme yo.

Si los nuevos partidos y la nueva política existen en España no es porque Rivera ni Iglesias sean sus inventores. Es porque hay una nueva sociedad española, un fruto combinado de la vuelta de calcetín que para el país ha representado el período democrático, del injusto reparto de la carga de la crisis, de la evolución demográfica que ha producido una ruptura generacional y de la incapacidad de los partidos clásicos para adaptarse a esta nueva sociedad, que no sólo reclama soluciones nuevas para problemas nuevos, sino también cambios en las formas.

Tras los “reajustes” económicos, llega el reajuste político. Si el mandato de las urnas es de búsqueda de consensos, de una política menos partidista y más volcada en solucionar los problemas reales de la gente, y en la práctica la situación se vuelve ingobernable, será un fracaso de todos los partidos, de los viejos y de los nuevos.

El temor a la ingobernabilidad ha sido uno de los espantajos agitados por el bipartidismo. Después de 37 años de democracia, ya sabemos lo perniciosas que pueden resultar las mayorías absolutas, del color que sean, para combatir lacras tan importantes como la corrupción o la colonización partidista de las instituciones. De aquellos polvos, estos lodos. Pero, salvo por algunas experiencias en el ámbito municipal y autonómico, poco o nada sabemos, salvo por las experiencias internacionales, de las ventajas que puede tener un Parlamento fragmentado.

Primacía constitucional del Parlamento

Al respecto, el foco se ha centrado en la fórmula de los ejecutivos de coalición, que sería inédita en España en el Gobierno de la nación, pero poco o nada se ha tomado en consideración otro posible escenario postelectoral, igualmente inédito: que el Parlamento marque la agenda legislativa del Gobierno. Hasta ahora, cuando no se han dado mayorías absolutas ha habido pactos que han dado de forma estable soporte al partido en el poder, y ha sido el Gobierno el que ha marcado la agenda parlamentaria y, con frecuencia, ha ninguneado al poder legislativo, práctica que podría tacharse de anticonstitucional porque la Carta Magna establece en su artículo 1 que “la forma política del Estado español es la Monarquía PARLAMENTARIA”.

Una mayoría de españoles prefiere los gobiernos de coalición a los de partido único

No es un adjetivo cualquiera. Lo que la Constitución dice, en su artículo 66, es que “las Cortes Generales representan al pueblo español”. Las Cortes, no el Gobierno. Y que a ellas, no al Ejecutivo, corresponde ejercer “la potestad legislativa del Estado”, tantas veces violentada en las formas, mediante el abuso de los decretos gubernamentales, y en el fondo, mediante la aplicación del “rodillo” y la conversión de los parlamentarios de la mayoría en meros avaladores de las decisiones del Ejecutivo, personas con voto, que ha de acomodarse a la disciplina de partido bajo coacción de sanciones, pero sin voz propia.

El Gobierno no aparece en la Constitución hasta el artículo 97, donde se dice que “dirige la política…”. Dice “dirige”, no “decide”. Pero, en la práctica, ha venido haciendo ambas cosas. Que el régimen sea parlamentario, implica también que, constitucionalmente, el Gobierno no corresponde automáticamente al partido que obtiene más votos en las elecciones, sino al que los consigue en el Parlamento, como es propio de una democracia representativa.

Los gobiernos de coalición

En cuanto a las ventajas e inconvenientes de los gobiernos de coalición, que de todo hay, existe una amplia discusión y disparidad de opiniones. Pero el hecho es que, como señala la politóloga Sandra León ('tintaLibre', nº de diciembre), “desde finales de los noventa el porcentaje de gobiernos de coalición (mayoritarios) en las principales democracias ha crecido hasta el 60%” y esta tendencia ha penetrado incluso en el Reino Unido, que tiene el régimen electoral menos proporcional.

Además, la inquietud que suscitan las coaliciones parece más política-mediática y empresarial que social. Según laEncuesta Social Europea de 2012, el 52% de los españoles opinaba que estos gobiernos son mejores que los de un único partido, por el que solo se decantaba el 33%, con una valoración media de 8 puntos para los primeros y de 7,6 para los segundos.

Como advierte León tomando el ejemplo de lo ocurrido recientemente en Portugal, “si ganas por minoría y no estás dispuesto a asumir los costes de pactar con otros partidos para dar estabilidad a tu Ejecutivo, entonces es probable que otros acaben negociando por ti”.

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Entre las muchas incógnitas abiertas sobre el resultado de las elecciones generales, emerge la certeza de que, gane quien gane, las mayorías absolutas han pasado a mejor vida por un tiempo indeterminado. En este marco, uno de los grandes agujeros negros de la campaña ha sido, junto con la escasa atención que se ha prestado al abismo de desigualdad abierto por la crisis económica, la indefinición de todos los partidos con opciones de ganar sobre cuáles serían sus preferencias a la hora de establecer alianzas de gobierno.

Mariano Rajoy Pedro Sánchez Ciudadanos