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Sánchez equivoca el diagnóstico y la estrategia
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Gonzalo López Alba

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Sánchez equivoca el diagnóstico y la estrategia

Los españoles no solo dijeron el 20-D que querían cambio, sino también entendimientos entre las dos grandes corrientes ideológicas

Foto: Pedro Sánchez, durante la rueda de prensa tras su reunión con el Rey, el pasado viernes. (EFE)
Pedro Sánchez, durante la rueda de prensa tras su reunión con el Rey, el pasado viernes. (EFE)

“A los representantes de los partidos políticos se les ha elegido para resolver problemas, no para crearlos. Su responsabilidad es gestionar la voluntad popular (…) y esa voluntad popular, que ha quedado bastante clara tras las elecciones en Cataluña y el Estado, dice que la mitad de la gente de este país piensa lo contrario de la otra mitad, pero que siendo muy diferentes en ideas y costumbres somos iguales en nuestras pretensiones sociales. Todos queremos mejorar nuestra calidad de vida, un futuro mejor para nuestros hijos, vivir en paz, en libertad (…)”. Este entrecomillado no es de ningún dirigente político ni sesudo analista, sino del ciudadano José Luis Requelme Arnedo, que, desde Zaragoza, plasmó su pensamiento en una carta al director de 'El País' publicada el día 19.

Resulta difícil explicarlo con mayor claridad en menos líneas. Y, sin embargo, Pedro Sánchez y sus acólitos equivocan el diagnóstico y, como consecuencia, la estrategia. El secretario general del PSOE pone el acento en que los ciudadanos votaron cambio, y es verdad. Pero votaron también pactos. No pactos excluyentes a izquierda o a derecha, sino pactos que contribuyan a mejorar la vida de los ciudadanos. Y, como explica el politólogo Víctor Lapuente ('El retorno de los chamanes', Península) los países que tienen un mejor Estado del bienestar y, a la vez, unas economías más competitivas son aquellos que, como los escandinavos, han optado por las reformas incrementales, no los que, como Argentina, Venezuela o Sudáfrica, han optado por la estrategia de dar la vuelta al calcetín con grandes planes de transformación radical porque, cuando es así, lo que hace un partido lo deshace otro al cabo de unos años y los países no avanzan.

Si la Transición española ha sido un éxito incuestionable, como acredita que el modelo haya funcionado durante casi cuarenta años aunque ahora manifieste signos inequívocos de agotamiento, fue precisamente porque a derecha e izquierda se supo llevar a la práctica la teoría que define la política como un espacio “de” y “para” la negociación. Pero, en el tiempo presente, en la izquierda y en la derecha, priman los planteamientos cortoplacistas, que se sustancian en un quítate tú para ponerme yo. Los que Lapuente llama “los chamanes”, que predican y aspiran a protagonizar “transformaciones históricas”, se han adueñado de la política española -no sólo imperan entre los políticos, sino también entre los intelectuales, los creadores de opinión y los medios de comunicación-, en detrimento de lo que bautiza como “las exploradoras” -quizás con las excepciones de Albert Rivera y Alberto Garzón-, que a la ideología anteponen la búsqueda de soluciones prácticas a los problemas reales.

Dejar que gobierne el Partido Popular por un tiempo limitado y sujeto a un programa pactado de grandes reformas permitiría al PSOE rehacerse

El PSOE, al que los españoles situaron el 20-D en la oposición, tiene intramuros un lío monumental. Navega en la perplejidad del que no sabe qué le está pasando y necesita tiempo para reencontrarse como el partido que protagonizó las grandes transformaciones modernas de España. Y ese tiempo, que requiere ser gobernado con templanza y sin ansiedades de poder, no lo va a encontrar encabezando un Gobierno sustentado en un batiburrillo de partidos, en el que ni siquiera el ariete de Podemos tiene la cohesión pretendida por Pablo Iglesias y que, además, en su mayoría llevan en su ADN el objetivo de la autodeterminación de sus ínsulas de Barataria, que choca con lo que los socialistas han representado en España desde la muerte de Franco y resulta incompatible con las posiciones mayoritarias dentro del propio partido. Aunque Podemos aspire a sustituir al PSOE, la aspiración del PSOE no puede ser suplantar a Podemos.

En el supuesto de que Sánchez lograra formar Gobierno, estaría abocado a vivir la misma situación que el nuevo presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, un presidente rehén de sus aliados, que ha tenido que votar en contra de su propio criterio y plegarse al de sus socios minoritarios de la CUP para no empezar su mandato con una derrota parlamentaria a cuenta de la devolución de la paga extra a los funcionarios.

Al cierre de la semana bursátil de la política, los índices apuntan a que Pedro Sánchez tiene más posibilidades que Mariano Rajoy de lograr la investidura parlamentaria. Pero una cosa es ser investido presidente y otra muy distinta es gobernar. Nadie sensato cree que pueda gobernar con un mínimo de coherencia y estabilidad un partido que solo consiguió en las urnas 90 de 350 escaños posibles -89, si se descuenta el diputado de la nacionalista Nueva Canarias con la que, de forma insólita, los socialistas pactaron una coalición electoral en el archipiélago-; 89 diputados que ni siquiera son de fidelidad al candidato presidencial, porque una cuarta parte de los parlamentarios proceden de Andalucía y son de obediencia a Susana Díaz.

Y, además, Sánchez parece olvidar que el Parlamento español es bicameral y el PP goza de mayoría absoluta en el Senado, con lo que mayorías de signo contrario en las dos Cámaras alimentarían el filibusterismo parlamentario bloqueando o paralizando las iniciativas del Gobierno, que solo podría actuar mediante decretos ley. Por si fuera poco, basta con un somero repaso al currículum de los parlamentarios socialistas para concluir que en la vanguardia del PSOE no están, con algunas notables excepciones, precisamente los mejores cuadros que podrían implicarse en un renovado proyecto socialdemócrata capaz de ilusionar.

La disyuntiva del PSOE no es permitir que el PP siga gobernando a su antojo, intentar conquistar La Moncloa a toda costa o dejar que se repitan las elecciones. Hay otros caminos a explorar: los que le permitirían ganar tiempo para rehacerse y condicionar la acción de un Ejecutivo del PP en minoría -pudiendo forzar incluso la sustitución de Mariano Rajoy por otro dirigente popular- y sometido a las mayorías parlamentarias que ante cada asunto se fragüen en el Parlamento. Si los españoles, incluidos los que se reclaman de izquierdas, hubieran querido que gobernara el PSOE, le hubieran votado para situarlo como primera fuerza política. Pero, guste o no, atribuyeron ese papel al PP, que no solo aventajó al PSOE en 33 escaños, sino también en 1.684.973 votos.

Si se comparte este análisis, la actitud lógica del PSOE debiera ser abstenerse y facilitar que el PP siga al timón de esa barca llamada España. No una abstención de cheque en blanco, sino con una hipoteca con cláusula suelo y vencimiento a corto plazo -no más de dos años-. Las grandes reformas que necesita el país pasan, a tenor de las experiencias más exitosas en el mundo, por el entendimiento entre las dos grandes corrientes ideológicas que, con independencia de las siglas que las representen, siguen siendo la liberal-conservadora y la socialdemócrata.

Si Pedro Sánchez se empecina en llegar a la Moncloa a cualquier precio, el Partido Socialista pasará del estado gaseoso al "plasma"

Sin un acuerdo de mínimos entre estas dos grandes corrientes no será posible ninguna de las grandes reformas que exige el país para continuar por la senda de progreso que emprendió con la reinstauración de la democracia: un nuevo pacto constituyente, que sea integrador de las generaciones y de los territorios; un Estado de bienestar que sea eficaz y sostenible para no quedarse en el nominalismo, con mala educación, mala sanidad y malas pensiones; un cambio del modelo productivo, para que la economía y el empleo dejen de depender del turismo, el ladrillo y los precios del petróleo; un modelo de Educación que no esté sometido a los vaivenes de los cambios de Gobierno; y una Justicia que sea imparcial y equitativa, lo que exige que también sea rápida.

Una reformulación, en definitiva, del pacto constitucional de 1978. Pero nada de esto es posible si los actores políticos olvidan, como están olvidando, que la política es algo más -mucho más- que el poder. Como dice el filósofo Daniel Innerarity, “la política y el poder, salvo en los regímenes totalitarios, son algo compartido”.

Hasta el viernes, esta reflexión apenas existía seriamente dentro del PSOE, ni siquiera entre los ahora llamados críticos, salvo en círculos muy restringidos y con escasa influencia en la toma de decisiones, como los que se constituyen en torno a Alfonso Guerra y otros miembros de la vieja guardia, que asisten con espanto a la perspectiva del suicidio de su partido, y entre un puñado de cuadros “exploradoras”, según la terminología acuñada por Lapuente. Pero la tesis de la abstención puede ganar fuerza tras la violenta tormenta provocada por la forma arrogante en que Iglesias, que explota las contradicciones internas del PSOE, ha planteado a Sánchez un gobierno de coalición copresidido por él.

La presión interna obliga al candidato socialista a rechazar la negociación de un gobierno de coalición copresidido por el líder de Podemos

La actitud de Iglesias ha sido “insultante” y “humillante” para los socialistas, entre los que ha provocado un cruce de ácidas descalificaciones como el protagonizado en 'El cascabel al gato' de 13TV por el ex ministro del Interior José Luis Corcuera y el alcalde de Jun, José Antonio Rodríguez. Las críticas de fondo vertidas por Corcuera con vehemencia, son compartidas por muchos barones y otros miembros de las viejas guardias, desde Alfredo Pérez Rubalcaba -que es como decir Felipe González- a José Blanco -que es como decir José Luis Rodríguez Zapatero-, pero también por sectores más jóvenes como los que se identifican con Eduardo Madina.

Hasta el sábado, cuando asumiendo que entre Rajoy e Iglesias habían desbaratado su hoja de ruta, Sánchez se vio obligado a dar un giro forzado por la intensidad del maremoto socialista provocado por el menosprecio del líder de Podemos -quien parece tener muy claro que le interesa más la repetición de las elecciones-. Hasta ese momento el candidato del PSOE seguía empeñado en cabalgar el tigre. Si lo hiciera, el tigre se comería al PSOE, que es lo que persigue el chamán podemita, al que desmonta Víctor Lapuente en su mencionado ensayo. Si el PSOE optase por pilotar con un programa pastiche y dependiente de otros un Gobierno que estará abocado a tener corta vida, en lugar de convertirse desde la oposición en el gran impulsor de las reformas que necesita el país, en poco tiempo dejará el estado gaseoso en el que vive ahora para dar el salto al menos conocido cuarto estadio de la materia: el estado “plasma”, que se forma bajo temperaturas y presiones extremadamente altas, haciendo que los impactos entre los electrones sean muy violentos, separándose del núcleo y dejando solo átomos dispersos. A punto ha estado Sánchez de conseguirlo ya.

“A los representantes de los partidos políticos se les ha elegido para resolver problemas, no para crearlos. Su responsabilidad es gestionar la voluntad popular (…) y esa voluntad popular, que ha quedado bastante clara tras las elecciones en Cataluña y el Estado, dice que la mitad de la gente de este país piensa lo contrario de la otra mitad, pero que siendo muy diferentes en ideas y costumbres somos iguales en nuestras pretensiones sociales. Todos queremos mejorar nuestra calidad de vida, un futuro mejor para nuestros hijos, vivir en paz, en libertad (…)”. Este entrecomillado no es de ningún dirigente político ni sesudo analista, sino del ciudadano José Luis Requelme Arnedo, que, desde Zaragoza, plasmó su pensamiento en una carta al director de 'El País' publicada el día 19.

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