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Ruth y José, crimen y despropósito
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Javier Caraballo

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Ruth y José, crimen y despropósito

No, verá, es al contrario. Antes de decir nada, antes de compartir conmigo, con su compañero de trabajo, con su vecino, lo que todos estamos pensando

No, verá, es al contrario. Antes de decir nada, antes de compartir conmigo, con su compañero de trabajo, con su vecino, lo que todos estamos pensando -la atrocidad del crimen cometido, el escalofrío de calcular la extraordinaria crueldad de un padre con sus dos hijos pequeños-, antes de irritarnos por el engaño de la última sonrisa inocente que desde hace un año recreamos en fotos y pancartas, antes de que el estómago se haga un nudo, antes de soltar un exabrupto, deténgase usted también y repare en todo lo que ha rodeado, todo lo que rodea aún, la desaparición de los niños Ruth y José, hace casi un año, en Córdoba.

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Mire hacia atrás, miremos hacia atrás, y comprobaremos que éste que se señala ahora, el error de la Policía Científica al analizar los restos en la hoguera, no ha supuesto sino el último de los despropósitos del caso; es más, ni es el único ni es, desde luego, el más grave de todos los cometidos. Mire hacia atrás y haga memoria, porque algo está pasando y, cada vez que un suceso de esta naturaleza conmociona a la opinión pública española, el resultado es una enorme frustración social. Ahora, con el presunto asesino en la cárcel y el juicio aún por celebrar, no hay más que ponerle oído a la calle, a los medios de comunicación: otra frustración más, otro desencanto más. Ya es inevitable.

Mire hacia atrás, sí, supere la indignación del momento y pregúntese por qué ocurre todo esto. No vaya a creer que la respuesta es fácil, porque en una sociedad como ésta en la que vivimos, interconectada en cada rincón, lo normal es que la noticia de la desaparición de unos niños pequeños se convierta, al instante, en motivo de preocupación para todos. El suceso adquiere entonces una magnitud desconocida en cualquier otra época precedente y es ahí, justamente ahí, donde comienza la cadena de despropósitos, porque la presión social lo desfigura todo: la Justicia, la Fiscalía, la Policía, los medios de comunicación, la política…

Con el presunto asesino en la cárcel y los hechos supuestamente esclarecidos casi en su integridad, no se puede considerar que ésta sea la historia de un fracaso policial. Si desde ayer ese error en un informe nos parece la historia de un ridículo internacional, no es más que un síntoma inequívoco de un despropósito mayor

También le afecta a usted, sentado frente al ordenador o delante del televisor; le afecta a su criterio, a sus conclusiones. Cada uno de los elementos que participan en un drama como el que nos ocupa se desborda, deja de funcionar correctamente. Por los defectos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que es de hace dos siglos; por las carencias de la Policía Judicial; por los excesos de muchos medios de comunicación… Un cúmulo, más allá de un error. Es, precisamente, lo que ha vuelto a suceder en este caso. Y vemos al juez dictando la instrucción de nuevas pruebas, con el detenido esposado y rodeado de una multitud de cámaras y fotógrafos de prensa alertados previamente de la cita; y vemos al fiscal del caso participando en uno de los incalificables programas de telebasura que enfangan sin pudor todos estos sucesos; y asistimos a la filtración continuada del secreto del sumario analizado, palabra por palabra, como certeza variable, sin el menor rigor.

Cualquier experto penalista coincidirá en que la investigación criminal es tan delicada que precisa, ante todo, de seriedad, serenidad y discreción. En España, sucede todo lo contrario. El funcionamiento de la Policía, de la Justicia y también de los medios de comunicación se distorsiona y amplifica de tal forma que lo único asegurado es que cualquier investigación acabe en una gran frustración.

¿El error de la Policía Científica? Detengámonos, miremos hacia atrás, porque eso es lo menos relevante. Lo que ha ocurrido, según se cuenta desde dentro de la investigación, es tan sencillo de entender como un desencuentro o, si se quiere, una descoordinación entre la Policía Judicial, que investiga el caso, y la Policía Científica, que analizó las pruebas obtenidas en uno de los múltiples rastreos de la finca en la que, presuntamente, fueron enterrados e incinerados los cadáveres de los niños.

Si algo ha defendido desde el principio la Policía que ha investigado el caso es esta hipótesis que ahora se confirma: que el padre, un tipo frío y calculador según los psiquiatras, nunca perdió a sus hijos en el parque, sino que los mató y enterró en la finca familiar. Ha sido, según parece, el malestar de esos policías con el informe de la Policía Científica, unido al tesón de la madre, el que ha provocado la elaboración de dos informes nuevos, con los resultados ahora conocidos. Con el presunto asesino en la cárcel y los hechos supuestamente esclarecidos casi en su integridad, no se puede considerar que ésta sea la historia de un fracaso policial. Si desde ayer ese error en un informe nos parece la historia de un ridículo internacional, no es más que un síntoma inequívoco de un despropósito mayor. Ese es el despropósito que, parte a parte, tenemos que revisar. 

No, verá, es al contrario. Antes de decir nada, antes de compartir conmigo, con su compañero de trabajo, con su vecino, lo que todos estamos pensando -la atrocidad del crimen cometido, el escalofrío de calcular la extraordinaria crueldad de un padre con sus dos hijos pequeños-, antes de irritarnos por el engaño de la última sonrisa inocente que desde hace un año recreamos en fotos y pancartas, antes de que el estómago se haga un nudo, antes de soltar un exabrupto, deténgase usted también y repare en todo lo que ha rodeado, todo lo que rodea aún, la desaparición de los niños Ruth y José, hace casi un año, en Córdoba.