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Aguirre, la mujer que pudo reinar
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Javier Caraballo

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Aguirre, la mujer que pudo reinar

Es tan extraordinaria la noticia de una dimisión en política que todo se vuelven especulaciones cuando un dirigente anuncia su salida por sorpresa. Nadie dimite, no;

Es tan extraordinaria la noticia de una dimisión en política que todo se vuelven especulaciones cuando un dirigente anuncia su salida por sorpresa. Nadie dimite, no; nadie dimite por su propia voluntad, ni siquiera por su propia responsabilidad, sino que las dimisiones, sobre todo en España, llegan siempre forzadas por las circunstancias límites que las hacen inevitables. La pérdida de unas elecciones, la caída en desgracia dentro del propio partido o la implicación directa en un caso de corrupción, plaga transversal de la clase política. Exceptuando esos casos, nadie dimite, no, y por eso la despedida de ayer de Esperanza Aguirre, tan inesperada, se cargó al instante de una tormenta eléctrica de explicaciones que no se dieron, de especulaciones que se descartaron, de razones ocultas que no existieron. Se marcha Esperanza Aguirre y, como en la canción de Sabina, su portazo sonó como un signo de interrogación: ¿por qué se marcha una mujer que gana de calle las elecciones y a la que muchos veían como el futuro de la derecha española?

Es tan llamativa esta resistencia al adiós, tan contagioso es el repeldel punto finbal  es el repelncia al adiús del punto final, que los políticos acaban privándose a sí mismos del único momento de libertad del que quizá puedan gozar en toda su trayectoria; la única vez que pueden tomar una decisión sin que medien interferencias de intereses creados ni presiones externas o internas que la mediaticen. El egoísmo, como dejó dicho el Conde de Romanones, es “una necesidad de la vida política” y ni en el instante final se concibe una dimisión que no esconda una estrategia. Incluso el egoísmo que encierra el desconcierto que se provoca, el egoísmo de saberse protagonista de la sorpresa general, el egoísmo del carisma grabado a fuego hasta en el instante final. El egoísmo de mostrarse independiente entre los suyos, sobrevolando dos palmos por encima del común con la última palabra.

Aguirre comenzó a dimitir el día que se hizo residual en el Partido Popular, aquellos meses en los que logró zarandear la silla de Mariano Rajoy en vísperas del Congreso de Valencia y acabó perdiendo por la alianza mayor de los barones de la derecha en torno al que sigue siendo líder de los populares

Es muy probable que haya sido esto último lo que ha conducido a Esperanza Aguirre a la dimisión, antes incluso de que haya llegado el ecuador de este nuevo mandato en la Asamblea de Madrid. El cáncer que ella misma dio a conocer no será, no es, la causa última de la dimisión, pero sí es muy probable que haya sido el empujón primero. Porque el zarpazo de una noticia así obliga al hombre a mirarse en el espejo de lo efímero y verse tal como es, que es nada frente a la ambición de trascendencia.

No ha sido el cáncer, no, pero esa ha podido ser la raya que Esperanza Aguirre marcó en su entorno para comprender que su vida política, “la temporalidad” que le ha durado 30 años, se acaba aquí porque ya nada tenía por delante más que consumirse en su feudo madrileño. Esperanza Aguirre comenzó a dimitir el día que se hizo residual en el Partido Popular, aquellos meses en los que logró zarandear la silla de Mariano Rajoy en vísperas del Congreso de Valencia y acabó perdiendo por la alianza mayor de los barones de la derecha en torno al que sigue siendo líder de los populares.

Un futuro de verso suelto, un destino de disidencia, un hueco de Pepito Grillo, no alcanzan ni de lejos las expectativas de una política como Esperanza Aguirre, la mujer que pudo reinar. Deja la ‘primera línea’ en el momento más alto de su consideración política, acaso donde nadie nunca pensó que llegaría, referencia de una derecha más dura, más descarada, más contundente, quizá más desacomplejada. Deja el Gobierno de Madrid con la mayoría absoluta más aplastante y la gestión más celebrada después de lograr, en tiempos de crisis, la inversión millonaria de Eurovegas. Deja el trasiego de las intrigas, el destello de los flashes y, como en la ruleta, ella misma se dice: no va más.

Es tan extraordinaria la noticia de una dimisión en política que todo se vuelven especulaciones cuando un dirigente anuncia su salida por sorpresa. Nadie dimite, no; nadie dimite por su propia voluntad, ni siquiera por su propia responsabilidad, sino que las dimisiones, sobre todo en España, llegan siempre forzadas por las circunstancias límites que las hacen inevitables. La pérdida de unas elecciones, la caída en desgracia dentro del propio partido o la implicación directa en un caso de corrupción, plaga transversal de la clase política. Exceptuando esos casos, nadie dimite, no, y por eso la despedida de ayer de Esperanza Aguirre, tan inesperada, se cargó al instante de una tormenta eléctrica de explicaciones que no se dieron, de especulaciones que se descartaron, de razones ocultas que no existieron. Se marcha Esperanza Aguirre y, como en la canción de Sabina, su portazo sonó como un signo de interrogación: ¿por qué se marcha una mujer que gana de calle las elecciones y a la que muchos veían como el futuro de la derecha española?