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La dulce decadencia del Partido Socialista
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Javier Caraballo

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La dulce decadencia del Partido Socialista

En la primera escena se ve a Alfonso Guerra en el andén de la estación del AVE de Sevilla. Son las ocho y media de la

En la primera escena se ve a Alfonso Guerra en el andén de la estación del AVE de Sevilla. Son las ocho y media de la mañana de un martes cualquiera y el exvicepresidente camina cabizbajo hacia su vagón de club o de preferente, con dos guardaespaldas siguiéndole a unos metros. Es normal oír entre el cuchicheo que levanta a su paso a alguien que se sorprende por la vejez de Alfonso Guerra, pero han pasado los años, claro, muchos años, todos los que distancian a aquel Alfonso Guerra que estuvo en los fogones principales de la Transición de éste de ahora, que se pierde en la cabecera del tren, camino de otra semana más de inactividad parlamentaria para asentar su guinness político.

En la segunda escena aparece un coche oficial y dentro, el lehendakari vasco, Patxi López, camino de su despacho en el Palacio de Ajuria Enea. Una cámara interior nos muestra el perfil de López, contemplando el atardecer por la ventanilla. Se oye sólo el leve zumbido del motor y las manos del chófer al deslizarse por el volante de cuero. ¿Cuándo empezó la cuenta atrás? Quizá el día que anunció la convocatoria de las elecciones; desde entonces cada vuelta a Ajuria Enea es un atardecer en sí mismo, un ocaso, su final como primer lehendakari socialista y, quien sabe, si el último también.

En el Partido Socialista, ocho años de “liderazgo laudatorio” han dejado la organización desarmada, capaz sólo de seguir sobreviviendo. Y en España, ocho años de gobierno de Zapatero han dejado un país en quiebra y han liquidado cualquier capital de credibilidad

En la tercera escena, un coro de veteranos hace risas en la cafetería de un hotel de Madrid mientras aguardan la presentación de un libro de  memorias, puede ser el de Joaquín Leguina o el de Bono, qué más da. Hacen chistes con el recuerdo de algunas batallas políticas que protagonizaron hace treinta años y recuerdan con un silencio inadvertido aquel octubre de 1982, cuando Felipe ganó las elecciones con 202 diputados. “¡Doscientos dos diputados!”, exclaman una y otra vez. Y ahí justo, comienza la película: La dulce decadencia del Partido Socialista.

La decadencia debe ser ésta, sí, hilvanada en escenas cotidianas de un partido que no es consciente del grave momento político que atraviesa; que se hunde como oposición al compás de las encuestas de opinión que ratifican el deterioro paralelo del Gobierno de Mariano Rajoy. El legado de Zapatero ha dejado un cerco de tierra quemada allí donde estuvo, en el gobierno de España y en la secretaría general del PSOE. En el Partido Socialista, ocho años de “liderazgo laudatorio” (como se lo califica ahora, tan tarde) han dejado la organización desarmada, perdida, desarticulada, capaz sólo de seguir sobreviviendo. Y en España, ocho años de gobierno de Zapatero han dejado un país en quiebra y han liquidado cualquier capital de credibilidad ante la opinión pública para poder reconstruir una alternativa.

Tras la derrota abrumadora de las elecciones municipales y autonómicas, vino la mayoría absoluta del Partido Popular en las Cortes y, un año después, se avecina para el PSOE otro ciclo de elecciones, gallegas, vascas y catalanas, que, como pronostican las encuestas, le tienen reservado un severo varapalo electoral en cada uno de esos parlamentos. Treinta años después de aquel histórico 28 de octubre de 1982, el PSOE atraviesa el peor momento electoral y su aspecto ahora es casi irreconocible en muchas circunscripciones. Ni el gobierno de Andalucía, donde también perdió las elecciones aunque consiguiera gobernar con Izquierda Unida, logra maquillar el momento crítico que está atravesando el PSOE y que nadie, por ahora, quiere destacar. Tampoco Rubalcaba, no, tampoco, que el líder que haya de venir no está, no se le ve. Ni los sindicatos, que se consumen en cada convocatoria de huelga general. Ni el cabreo de la calle con el Gobierno, que busca otras referencias y se desespera. El PSOE tiene un grave problema interno, de discurso, de liderazgo, y no debe pasar mucho tiempo sin que alguien advierta de ese precipicio. Quizá tras el próximo recuento electoral en Galicia, País Vasco y Cataluña.

“¿Te acuerdas de las caras cuando entramos en el Congreso o contemplamos el hemiciclo con nuestros 202 diputados?”, dice uno de ellos, antes de que un fotógrafo de prensa empiece a disparar su cámara. La película, que no se ha escrito; la película que se podrá filmar mañana porque el guión se está escribiendo, no podría tener otro nombre que ése, la dulce decadencia. Porque fue dulce la victoria y dulce la derrota y dulce esta desorientación de ahora. La izquierda se lame siempre las heridas con el consuelo de la nostalgia, con la esperanza de la utopía.

En la primera escena se ve a Alfonso Guerra en el andén de la estación del AVE de Sevilla. Son las ocho y media de la mañana de un martes cualquiera y el exvicepresidente camina cabizbajo hacia su vagón de club o de preferente, con dos guardaespaldas siguiéndole a unos metros. Es normal oír entre el cuchicheo que levanta a su paso a alguien que se sorprende por la vejez de Alfonso Guerra, pero han pasado los años, claro, muchos años, todos los que distancian a aquel Alfonso Guerra que estuvo en los fogones principales de la Transición de éste de ahora, que se pierde en la cabecera del tren, camino de otra semana más de inactividad parlamentaria para asentar su guinness político.