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Felipe verigüel, qué gran torero
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Javier Caraballo

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Felipe verigüel, qué gran torero

El problema fundamental de los grandes líderes políticos es que no son capaces de soportar la literalidad de su propia biografía, por excelsa que haya podido

El problema fundamental de los grandes líderes políticos es que no son capaces de soportar la literalidad de su propia biografía, por excelsa que haya podido ser. No, no, imposible; es como una alergia. Porque la biografía de cualquiera, por grande que haya sido el personaje en la historia, siempre tendrá luces y sombras, aciertos y errores, y eso, tan mundano, nunca lo puede permitir un líder político. Para los grandes líderes, hasta las equivocaciones tienen un motivo sublime; yerran por consideración con los demás, por modestia, por sencillez… En fin, esas cosas.

Ahora que, por una conjunción planetaria, se han unido los recuerdos de Felipe González y de Aznar, podemos encontrar muchos ejemplos de esa tendencia a reescribir, o reinterpretar la historia, que tienen los grandes líderes. ¿Puede alguien esperar algún atisbo de autocrítica? No, desde luego. Ya veremos, por ejemplo, qué dice Aznar de sus años últimos como presidente del Gobierno, a ver si es capaz de admitir, al menos, que se tomaba todas las mañanas dos zumos de soberbia con limón antes de salir de la Moncloa. Y que esa prepotencia de la última legislatura, tan distinta de la primera, fue la que lo precipitó, a él y a su partido, a sus mayores errores. Pero no lo hará, ya verán. En eso, es igual que Felipe, del que acabamos de presenciar la última demostración de inteligencia y de ensimismamiento en el mismo discurso.

¿Quién puede entender que, después de haber aprendido esa lección, el PSOE se haya enrocado en los últimos años en el discurso que desechó hace treinta años y que aún haya quien proponga la radicalización del partido?

Felipe sostiene, por ejemplo, y en eso tiene toda la razón, que el PSOE tiene que recuperar su vocación de partido mayoritario, un sesgo fundamental que ha perdido por la degeneración ideológica de los últimos años, la invocación persistente de la Guerra Civil y la inexplicable identificación nacionalista. En algunos de los libros de memorias que se han publicado, Julio Feo, el primer gran gurú de Felipe González, contaba con detalle cómo el acierto fundamental del PSOE de la Transición fue haberse alejado del discurso guerracivilista.

“Descubrimos que la gente le tenía tanto rechazo al saludo fascista del brazo en alto como lo tenía al puño en alto; le tenían tanto rechazo al franquismo como a la Guerra Civil. Y, entonces, había que romper con eso”. ¿Quién puede entender que, después de haber aprendido esa lección, el PSOE se haya enrocado en los últimos años en el discurso que desechó hace treinta y que aún haya quien proponga la radicalización del partido? Nadie, desde luego, y la demostración más palpable del resultado está en la realidad electoral del PSOE en la actualidad. Ni sombra de lo que era.

Pero, vayamos más allá: por qué se incurre en ese error estratégico fundamental. Quizá la explicación está en el interior de los partidos políticos españoles, en la estructura jerarquizada, impermeable y dependiente que se establece en torno a cada líder. Tal y como se desarrolla la vida política en España, bajo un liderazgo sólido ni afloran posibles alternativas, porque se laminan, ni existen mecanismos internos que hagan posible la menor autocrítica. De hecho, cualquiera podrá compartir que el PSOE describe una acusada pendiente de autocomplacencia y empobrecimiento ideológico desde los primeros años de democracia hasta ahora. Y eso, en gran medida, sí es responsabilidad de Felipe González.

¿Cuándo ha reconocido Felipe González un error? ¿Cuándo ha pedido perdón por algo? ¿Cuándo ha sometido a su partido a un ejercicio sereno de autocrítica, incluso cuando ya han pasado los años? Todo lo contrario: en su invención del personaje, lo que se puede leer en todos los testimonios que se aportan es que si Felipe González salió del gobierno fue por el contubernio de unos pocos, la alianza de poderes fácticos de la derecha mediática, política y financiera. Y Felipe, en el centro, víctima de unos y de otros, de quienes lo lanceaban desde fuera con mentiras e insidias y quienes lo traicionaban desde dentro.

“Para mí fue una gran decepción, una gran frustración y una de las razones por las que decidí no hacer más política institucional”, ha llegado a decir, el pobre. Ni Filesa, ni Roldán, ni Juan Guerra ni el Gal existieron nunca. Y, si existieron, Felipe González no tenía nada que ver.

Los liderazgos en política son esenciales, imprescindibles, como es evidente, pero cuando el liderazgo suplanta a la organización, los partidos quedan convertidos en meros instrumentos de poder a merced de las ocurrencias y los desvaríos de sus líderes. Cuando Felipe reconozca un error, se podrá recuperar la confianza en su discurso. Hasta entonces, será inevitable que, al oírlo, nos acordemos siempre de Carlos Cano, que fue uno de los primeros que lo caló. “Ay, Felipe de la OTAN, cataflota, verigüel, llegarás a ser un gran torero, como Velázquez y Gregory Peck”.

El problema fundamental de los grandes líderes políticos es que no son capaces de soportar la literalidad de su propia biografía, por excelsa que haya podido ser. No, no, imposible; es como una alergia. Porque la biografía de cualquiera, por grande que haya sido el personaje en la historia, siempre tendrá luces y sombras, aciertos y errores, y eso, tan mundano, nunca lo puede permitir un líder político. Para los grandes líderes, hasta las equivocaciones tienen un motivo sublime; yerran por consideración con los demás, por modestia, por sencillez… En fin, esas cosas.