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El mal de los ‘jueces estrella’
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Javier Caraballo

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El mal de los ‘jueces estrella’

Suele suceder, cuando se plantea el debate en una conversación informal, que sean los propios jueces y fiscales quienes les reprochen a los medios de comunicación

Suele suceder, cuando se plantea el debate en una conversación informal, que sean los propios jueces y fiscales quienes les reprochen a los medios de comunicación haber creado el monstruo de los jueces estrella. Sostienen, con razón, que la prensa ensalza la labor de esos jueces, su desbordado protagonismo, sin reparar nunca que la mejor Justicia, por definición, es aquella que actúa sin rostro.

Una Justicia ciega, como en su representación iconográfica, para garantizar su imparcialidad, sin discriminación alguna entre los ciudadanos, y también una Justicia sin rostro, que marca la distancia que se precisa en la relación entre el juzgador y el procesado. Es decir, todo lo contrario a la imagen que proyectan los llamados jueces estrella, que siempre aspiran a figurar, o eso parece, muy por encima de los casos que se instruyen en sus juzgados.

Baltasar Garzón es quizá el mejor ejemplo que hemos tenido en España de esa degeneración judicial. Llegó tan lejos el despropósito que cuando se inició la cadena de recursos contra él por sus extralimitaciones, algunas surrealistas, en la aplicación de la Ley de Memoria Histórica, uno de los juristas que participó en su defensa, el exjuez chileno Juan Guzmán, llegó a decir en una entrevista que "los jueces estamos acá para hacer justicia y eso va mucho más allá del estricto cumplimiento de algunas leyes".

Así son los jueces estrella, se presentan abiertamente como el rostro de la Justicia y, lo que es peor, una buena parte de la ciudadanía los considera como la verdadera cara de la justicia. De forma que sin ellos, o eso parece colegirse, sencillamente no la habría. ¿Puede haber mayor barbaridad? Pues en esas andamos.

La cuestión, además, es tan peliaguda que cuando se señala a uno de esos jueces suele llover siempre un aluvión de críticas, porque lo primero que se olvida es el proceso judicial, la causa concreta que se investiga, y se centra todo en el protagonismo del juez estrella, que es quien menos debería importar. Este tipo de figura se presta gustoso a la politización de los procesos judiciales y, con ello, se garantiza siempre que un sector, un bando, salga en su defensa para presentarle como víctima del otro sector, del otro bando.

¿A qué venía el interés desbordado del juez Bermúdez por hacerse con la causa, como si no hubiera otros procesos en España a los que dedicarse? Como si la Justicia no pecara de retrasos por la acumulación de procesos judicialesLo ocurrido estos últimos días, por ejemplo, con el juez Gómez Bermúdez, finalmente apartado del proceso del caso Gürtel. La sola coincidencia de argumentos entre el juez Bermúdez y las asociaciones que habían presentado la querella que recayó en su juzgado ya destilaba un aire de prevaricación alarmante. ¿A qué venía el interés desbordado del juez Bermúdez por hacerse con la causa, como si no hubiera otros procesos en España a los que dedicarse? Como si la Justicia no pecara de retrasos por la acumulación de procesos judiciales.

¿Y los querellantes, Izquierda Unida fundamentalmente, a qué venía el empeño por que sólo el juez Bermúdez instruyera su denuncia? ¿Es que sólo ese magistrado garantiza que haya justicia en España? Bastaba con oírlos a ambos, con la utilización reiterada de la misma palabra que han puesto de moda, "la conexidad", para entender que, aunque sólo fuera por estética, esa pareja no podía seguir junta en un proceso judicial. En cualquier otro ámbito, donde quieran, que sigan uniendo sus fuerzas, pero la justicia tiene que ser otra cosa.

De todas formas, Gómez Bermúdez no es el único prototipo de juez estrella en España. Por la politización externa de los procesos de la que se hablaba antes, a la juez de los ERE, Mercedes Alaya, también se la envuelve en una estela de magistrada estelar que sólo puede acabar perjudicando a los macroprocesos que instruye en su juzgado de Sevilla. Quiere decirse, en definitiva, que por mucho que se reconozca la tenacidad y el valor de la juez Alaya al enfrentarse a la poderosa maquinaria del PSOE en Andalucía, se ha vuelto una tarea imposible no criticarle algunos excesos evidentes que está cometiendo en la instrucción.

Eso es lo que está ocurriendo. ¿Cómo se puede entender, por ejemplo, que la juez Alaya, a pesar de la enorme, inhumana, carga de trabajo que tiene por delante, haya rechazado el ofrecimiento del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía de reforzar su juzgado con otros jueces de apoyo? O la decisión de forzar al límite los plazos legales de 72 horas que existen tras una detención, como ha ocurrido en esta última redada de intermediarios de los ERE, poniendo en peligro la anulación del proceso por el recurso futuro por prevaricación judicial, tal y como se están planteando ya las defensas de algunos imputados.

Ese personalísimo exacerbado es el que convierte a Mercedes Alaya en una juez estrella, con club de fans incluido. Y señalarlo así no implica, en absoluto, que se desmerezca su trabajo ni que se infravalore; se trata, simplemente, de velar por una instrucción judicial lo más rápida y lo menos enrevesada posible, de manera que el caso en cuestión llegue a buen puerto y que quienes han cometido alguna fechoría sean condenados. Que luego llegan las anulaciones de los procesos judiciales por los defectos de instrucción, entre ellos las dilaciones indebidas y los procesamientos inquisitoriales que tanto se aplauden, y nadie se acuerda ya del juez estrella, sino que todo se resume con el recurrente lapidario de que "la Justicia es un cachondeo".

Suele suceder, cuando se plantea el debate en una conversación informal, que sean los propios jueces y fiscales quienes les reprochen a los medios de comunicación haber creado el monstruo de los jueces estrella. Sostienen, con razón, que la prensa ensalza la labor de esos jueces, su desbordado protagonismo, sin reparar nunca que la mejor Justicia, por definición, es aquella que actúa sin rostro.