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Gallardón, el enterrador
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Javier Caraballo

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Gallardón, el enterrador

La crisis del Consejo General del Poder Judicial es tan burda que se puede resumir en una sola frase contradictoria y estrambótica: ‘Como todo el mundo

La crisis del Consejo General del Poder Judicial es tan burda que se puede resumir en una sola frase contradictoria y estrambótica: ‘Como todo el mundo coincidía en que el problema del Consejo General del Poder Judicial era su excesiva politización, los partidos políticos se pusieron de acuerdo para que la politización fuese completa, en vez de excesiva’. Tras la reforma impulsada por el ministro de Justicia, aprobada por el Partido Popular en contra de todos los grupos parlamentarios y de toda la carrera judicial, Alberto Ruiz-Gallardón ya se puede considerar un digno sucesor de Alfonso Guerra.

Si a Montesquieu lo mató Guerra, Gallardón es quien lo ha enterrado. Y los dos han utilizado la misma cicuta, la reforma del Consejo General del Poder Judicial para hacer visible la prevalencia de un solo poder sobre todos los demás, el poder exclusivo del partido que saca mayoría absoluta en unas elecciones. Ejecutivo, legislativo y judicial no son más que expresiones del poder del ganador.

A nadie se le olvida que en el programa electoral del PP se anunciaba una reforma para que doce miembros del Consejo fueran elegidos directamente por jueces

No había más que detenerse un poco en las informaciones que iban saliendo de la negociación entre populares y socialistas sobre los veinte miembros del Consejo General del Poder Judicial para que el espectáculo le pareciera sonrojante a cualquiera. De modo que la Constitución dice que el CGPJ tiene que estar compuesto por veinte miembros, “de estos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales”, “cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, y cuatro a propuesta del Senado”, y fíjense cómo se las han apañado los partidos políticos para conseguir que se llegue a un punto como el actual, en el que el Partido Popular se asigna una cuota de diez vocales, le entrega ocho al PSOE para que los elija y los dos restantes se los dan a los nacionalistas vascos y catalanes. ¿Es posible encontrar un ejemplo más grosero de perversión de una norma, de la norma fundamental de un Estado de derecho, que es la Constitución?

En este caso, además de eso, la reforma judicial de Gallardón sirve de ejemplo sublime de desprecio de las promesas electorales, porque a nadie se le olvida que en el programa electoral con el que se presentó Rajoy a las elecciones se anunciaba una reforma para que doce miembros del Consejo fueran elegidos directamente por jueces y magistrados, como venía sucediendo antes de la reforma que aprobó el PSOE en 1985 y que ahora remata el PP.

Por mucho que sean criticables las tendencias sectarias e interesadas de las asociaciones judiciales, cualquier solución parecería más equilibrada que la actual y menos perniciosa para la salud democrática del sistema. Porque, en realidad, vamos a ver, tampoco es que la independencia efectiva de la Justicia, de todos y cada uno de los jueces y tribunales, dependa de la composición del Consejo General del Poder Judicial y de que esté más o menos politizado.

Los arquitectos de esa pirámide funeraria son dos. “Montesquieu ha muerto”, gritaba Alfonso Guerra. Gallardón ha cogido el cadáver y lo ha enterrado

No, esa es otra historia; la cuestión es más subliminal, aunque algunas asociaciones judiciales no han pasado por alto el hecho de que “el mayor ataque a la independencia judicial (…) se produzca en un momento en el que afloran los casos de corrupción”. Puede ser que también eso influya, pero, como queda dicho, es absurdo pensar que con el control del Consejo se controla la carrera judicial. No, la cuestión es otra: ‘Que quede claro quién manda aquí’. Eso es lo que se busca. Y para evidenciar ese mensaje, los partidos políticos, en primer lugar, dejan claro que una cosa es el juego parlamentario y otra muy distinta son los intereses de despacho. 

Es decir, que aunque mantengan la apariencia formal de una gran disputa durante la tramitación parlamentaria, los partidos siempre se acaban poniendo de acuerdo a la hora de negociar las cuotas de poder de cada uno de ellos. Negocios de familia. El mismo espíritu de siempre, el paternalismo y la prevalencia del poder político. El equilibrio entre poderes, la independencia entre poderes, el respeto entre poderes, son frases hechas para los discursos de apertura del año judicial. 

Cuando se trata de controlar el nombramiento de tribunales y audiencias, se acaban las bagatelas formalistas. Que nadie se vaya a creer de verdad que todos los poderes de un Estado de derecho son iguales e independientes entre sí. No, el poder judicial es una sucursal del poder ejecutivo y con las dos reformas, primero la de Guerra y ahora la de Gallardón, lo que se envía a la sociedad y a la carrera judicial es el mensaje nítido de esa dependencia funcional. Cuestión de jerarquías. El partido mayoritario modifica las leyes para que el poder judicial se diseñe a su medida, con lo que el Estado de derecho adquiere forma piramidal. Los arquitectos de esa pirámide funeraria son dos. “Montesquieu ha muerto”, gritaba Alfonso Guerra. Gallardón, como es tan moralista, ha cogido el cadáver, que todavía andaba por ahí, y lo ha enterrado. 

La crisis del Consejo General del Poder Judicial es tan burda que se puede resumir en una sola frase contradictoria y estrambótica: ‘Como todo el mundo coincidía en que el problema del Consejo General del Poder Judicial era su excesiva politización, los partidos políticos se pusieron de acuerdo para que la politización fuese completa, en vez de excesiva’. Tras la reforma impulsada por el ministro de Justicia, aprobada por el Partido Popular en contra de todos los grupos parlamentarios y de toda la carrera judicial, Alberto Ruiz-Gallardón ya se puede considerar un digno sucesor de Alfonso Guerra.

CGPJ Alberto Ruiz-Gallardón