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Cataluña no es Ucrania, pero…
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Javier Caraballo

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Cataluña no es Ucrania, pero…

Trae la tarde un escalofrío extraño de noticias que se repelen, que chocan entre ellas. Suenan todavía los ecos de los Oscar de Hollywood, el glamour

Trae la tarde un escalofrío extraño de noticias que se repelen, que chocan entre ellas. Suenan todavía los ecos de los Oscar de Hollywood, el glamour de la alfombra roja, risas y excesos, y ese ambiente despreocupado, festivo, se va salpicando de manchas embarradas por las botas de unos soldados. Camiones y tanques rusos han comenzado a entrar en Ucrania y sólo falta una chispa para que todo salte por los aires. Algún corresponsal ha captado la tensión del momento en los alrededores de una base militar ucraniana en Crimea, asediada por militares rusos. Francotiradores de uno y otro bando, rusos y ucranianos, están apostados en sus posiciones y se apuntan con la mirilla de sus fusiles.

Nadie dispara pero todos saben que, cuando pasen las horas, es posible que no haga falta ni siquiera la orden de un superior para que el primer disparo conduzca abiertamente a la primera batalla. Y la primera batalla, a la guerra en todo el país. Y la guerra de Ucrania, a un conflicto internacional. “Es el momento de mayor tensión desde la caída del muro de Berlín”, dicen los ministros de Exteriores de toda Europa. “La crisis en Ucrania reúne todas las características de un conflicto que puede preceder a una guerra que afecte a todos los países del mundo”, afirma el primer ministro de Polonia.

Otra vez a Europa le estallan las costuras de sus fronteras territoriales y, pese a la gravedad del momento, no ha sido necesario esperar más tiempo para que se asocie Cataluña a Crimea y a Escocia, tres volcanes independentistas en la Europa unificada. Aunque la comparación histórica entre esos territorios sea irrisoria, descabellada, absurda… parece como si todos ellos se retroalimentaran con el ejemplo del vecino. Como si encontrasen en el otro el apoyo internacional que ansían, el guiño de complicidad que buscan permanentemente y no encuentran. Escocia tendrá su referéndum de autodeterminación, Crimea ha convocado el suyo y Cataluña está segura de que también lo conseguirá gracias a estos precedentes que se van imponiendo en Europa. Se retroalimentan, se recargan de motivos nuevos, como felices bailarines que danzan al borde de un precipicio.

Y todo se resume en la estampa de los soldados apostados, frente a frente, apuntándose por las mirillas de sus fusiles, mientras a lo lejos suenan todavía las risas de los Oscar.

Ucrania no es Cataluña, no. Ni tampoco es Escocia. Pero las tres son síntomas de un virus que amenaza con liquidar cualquier idea de Europa. El virus del nacionalismo, sobre el que nada se puede construir en una sociedad globalizada, de exigencias globalizadas y de retos globalizados. El virus del independentismo que cercena cualquier posibilidad de que Europa pueda volver a resituarse en el mundo y recobrar el protagonismo que perdió hace doscientos años. El virus del nacionalismo que deja ciegas de expectativas cualquier mirada al futuro, cualquier posibilidad de superación de la crisis actual y de las que vendrán. Europa está enferma de ese virus. Y no consigue curarse.

“La víspera de desaparecer, las fronteras se hiperestesian; las fronteras económicas y militares”, escribió Ortega y Gasset en ‘La Rebelión de las masas’. “Pero todos estos nacionalismos son callejones sin salida. Inténtese proyectar hacia el mañana y se sentirá el tope. Por ahí no se sale a ningún lado”. Ortega, ya entonces, entendía que la única posibilidad de salvación de Europa era la unificación. La superación de nostalgias estériles, que son limitaciones; la superación de divisiones sectarias, trasnochadas. “Sólo la decisión de construir una gran nación con el grupo de los pueblos continentales volvería a entonar la pulsación de Europa. Volvería Europa a creer en sí misma y, automáticamente, a exigirse mucho y a disciplinarse”.

Trae la tarde un escalofrío extraño de no saber qué está pasando ni qué va a pasar. De no entenderlo, de no entendernos. De estar entretenidos y despreocupados. Ilusos que se conforman con mirar para otro lado, incapaces de atender a la urgencia del momento. Y todo se resume en la estampa de los soldados apostados, frente a frente, apuntándose por las mirillas de sus fusiles, mientras a lo lejos suenan todavía las risas de los Oscar. La alfombra roja pisoteada por el barro de los soldados.

Trae la tarde un escalofrío extraño de noticias que se repelen, que chocan entre ellas. Suenan todavía los ecos de los Oscar de Hollywood, el glamour de la alfombra roja, risas y excesos, y ese ambiente despreocupado, festivo, se va salpicando de manchas embarradas por las botas de unos soldados. Camiones y tanques rusos han comenzado a entrar en Ucrania y sólo falta una chispa para que todo salte por los aires. Algún corresponsal ha captado la tensión del momento en los alrededores de una base militar ucraniana en Crimea, asediada por militares rusos. Francotiradores de uno y otro bando, rusos y ucranianos, están apostados en sus posiciones y se apuntan con la mirilla de sus fusiles.

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