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La invasión inmigrante
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Javier Caraballo

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La invasión inmigrante

“Otra noche cualquiera. Circulo por mi zona asignada con la única compañía de la radio pensando que no pase nada; simplemente, que pasen las horas”. Es

“Otra noche cualquiera. Circulo por mi zona asignada con la única compañía de la radio pensando que no pase nada; simplemente, que pasen las horas”. Es el relato de uno de los agentes de la Guardia Civil que patrulla en la valla de Melilla. La normalidad se rompe cuando la emisora de radio alerta de un grupo de ochocientos inmigrantes, detectado por las cámaras de seguridad, que se acerca corriendo hacia la valla. Están a un kilómetro. “Joder, noche de rock and roll”, dice el guardia civil. Sin decir nada más, se dirigen a la zona concreta de la valla por la que se acerca la avalancha de inmigrantes. Cuando llegan al lugar, ya se han encendido las sirenas y un helicóptero comienza a sobrevolar la zona.

Van llegando los guardias civiles mientras la emisora detalla, con la angustia de una cuenta atrás, el avance del grupo de inmigrantes con “El grupo, a 500 metros, a 300 metros, a 200 metros de la valla”. “Nos bajamos de los vehículos, nos preparamos, cascos, guantes, defensas, esas son nuestras armas frente a palos, piedras, botellas y lo peor, desesperación, hambre, necesidad... Una valla y nosotros les separamos de sus sueños. Estoy sudando y hace frío, el olor a hoguera es lo primero que nos llega, sientes que el suelo tiembla”. Luego, se produce lo que han vivido tantas veces, los inmigrantes van sorteando las vallas, algunos caen al suelo mutilados por los cortes, pero siguen adelante, hasta alcanzar la última alambrada. Detrás, ya sólo los separa un cordón de guardias civiles. “Tengo uno enfrente. Me mira, sus ojos son rojos, llenos de desesperación. Me amenaza con una piedra; yo, con la defensa. Chilla, chillo”.

Esa tensión, cuerpo a cuerpo, mirada a mirada, se repite a lo largo de toda la valla. La tensión se rompe con una pedrada, actúan los guardias civiles con las defensas, caen los inmigrantes al suelo.

Nos bajamos de los vehículos, nos preparamos, cascos, guantes, defensas, esas son nuestras armas frente a palos, piedras, botellas y lo peor, desesperación, hambre, necesidad...

“Todo acaba. Hay heridos, tumbados por el cansancio, pero felices, lo han conseguido. De 800 han pasado un centenar. La mayoría corren buscando el CETI, el centro de internamiento, nos quedamos con los heridos. Me quito el casco, suelto la defensa y voy a mi mochila. Saco la botella de agua y la poca comida que me queda para pasar la noche. Me dirijo al que fue mi ‘enemigo’, le doy agua y algo de comer. Me mira agradecido”. 

El infinito, que es la impotencia, se condensa en la angustia de un solo agente de la guardia civil, una noche cualquiera, ante la valla de Melilla. Lo imposible, lo inabarcable, lo inexplicable, lo inevitable está ahí. Ninguna imagen como esta, ningún testimonio como el de este guardia civil, representa mejor el desconcierto de un país entero, España, de un continente entero, Europa, para contener el fenómeno creciente de la inmigración ilegal del África subsahariana. En la simple secuencia de la marcha atrás, cuando los inmigrantes se acercan corriendo hacia la valla, se contiene el carácter irreversible, incontenible, de la presión demográfica de un continente enorme y desolado, África, hacia un mundo mejor.

Tan desproporcionado e imprevisible es el fenómeno de la inmigración al que estamos asistiendo en esta era de la globalización que ya no se encuentran ni palabras para definirlo. Y sin palabras, sin entender el concepto, son imposibles las soluciones. Si es que existen. Acaso algunos principios básicos para evitar que esta impotencia degenere en racismo, para impedir que todo se pervierta con la insoportable frivolidad de los intereses políticos y electorales. Lo elemental para afrontar sin desvaríos lo que está ocurriendo.

Primero: las medidas de seguridad en la frontera son necesarias, obligadas, pero ni el incremento de las vallas ni los agentes de seguridad van a frenar ni a contener la inmigración. Segundo: es necesario un pacto político en España para sacar la inmigración de la trifulca, pero tampoco con ese acuerdo se solucionará el problema. Es necesario, desde España, ir más allá en la política europea; concitar una cumbre de los países que padecen más directamente la inmigración para buscar decididamente una mayor implicación de Europa.

Todo acaba. Hay heridos, tumbados por el cansancio, pero felices, lo han conseguido. De 800 han pasado un centenar. La mayoría corren buscando el CETI, nos quedamos con los heridos. Me dirijo al que fue mi ‘enemigo’, le doy agua y algo de comer. Me mira agradecido

Tercero: la inmigración existirá mientras exista la necesidad de emigrar, de buscar, no ya una vida mejor, sino al menos una vida. La única salida posible, aunque suene a utopía gastada, es fomentar el desarrollo en África. ¿Imposible? Con toda probabilidad, pero es la única salida. Mientras exista necesidad de emigrar, habrá inmigrantes. Y cuarto: son seres humanos. Sólo eso. Se trata sólo de recordarlo cada vez que hablemos de la inmigración.

El diccionario define ‘invasión’ como la acción de “irrumpir, entrar por la fuerza”, y si nos atenemos a esa literalidad nadie podrá negar que el fenómeno que se repite en las vallas de Ceuta y Melilla se ajusta a esa palabra. Pero en la misma definición académica, en la última acepción, se añade el concepto médico y biológico, “dicho de los agentes patógenos: penetrar y multiplicarse en un órgano u organismo”. Hasta en las palabras traen el doble lenguaje, el virus del fanatismo, el odio. Hasta en las palabras estamos presos de una doble realidad, moneda de dos caras. Su mundo y nuestro mundo.

Con los inmigrantes en el centro de internamiento, el agente de la Guardia Civil vuelve a su casa, con la madrugada avanzada. “Llego a casa. Me meto en el baño. El uniforme manchado de sangre ajena, me ducho. Me dirijo al cuarto de los enanos, duermen como angelitos, los beso. Me meto en mi cama, mi mujer se vuelve...  “¿Cómo ha ido la noche? Bien, como siempre...”. Quedaba esa estampa final. Quizá el guardia civil pensó esa noche en la brutalidad de ese contraste, niños en patera ateridos de frío, niños en sus camas bien arropados. Y se repite la pregunta de su mujer una vez más: “¿Cómo ha ido la noche? Bien, como siempre…” Su mundo, nuestro mundo. Y un solo deseo: vivir.

“Otra noche cualquiera. Circulo por mi zona asignada con la única compañía de la radio pensando que no pase nada; simplemente, que pasen las horas”. Es el relato de uno de los agentes de la Guardia Civil que patrulla en la valla de Melilla. La normalidad se rompe cuando la emisora de radio alerta de un grupo de ochocientos inmigrantes, detectado por las cámaras de seguridad, que se acerca corriendo hacia la valla. Están a un kilómetro. “Joder, noche de rock and roll”, dice el guardia civil. Sin decir nada más, se dirigen a la zona concreta de la valla por la que se acerca la avalancha de inmigrantes. Cuando llegan al lugar, ya se han encendido las sirenas y un helicóptero comienza a sobrevolar la zona.

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