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Somos así, señora
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Javier Caraballo

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Somos así, señora

Son estos días de funerales tan grandes, tan despejados, donde mejor se puede observar a España. Ocurre con estos días como con los eclipses, cuando desaparece

Son estos días de funerales tan grandes, tan despejados, donde mejor se puede observar a España. Ocurre con estos días como con los eclipses, cuando desaparece el fogonazo del sol y se puede mirar al cielo sin que se cieguen los ojos. Igual ahora, en estos momentos únicos; la vida se detiene, desaparece el trajín diario, la rutina persistente, inagotable, se calla el ruido continuo y se puede mirar a España directamente.

Son estos días de conmociones absolutas, de llantos generales, de elogios encadenados, cuando mejor se contempla el país. Y luego de identificarnos en este juego de hipocresías antiguas, de reconocernos en esta incapacidad para reconocer y engrandecer a las personas en su tiempo, de contemplarnos en este vicio que consiste en despreciar cuanto tenemos cuando lo tenemos, entonces, nos miramos y repetimos como en el clásico de Eduardo Marquina aquello chulesco que tanto nos gusta, “España y yo somos así, señora”.

Pero no se trata de fustigarnos, que no; nada de llantos antes el espejo para lamentarnos porque, en cierta forma, todo eso, el mea culpa de estos momentos, forma parte del mismo vicio. Es lo contrario, la cuestión es aprovechar estos días de funeral de Estado para saber cómo somos y en adelante, por lo menos, intentar recordarlo.

Convendremos todos, ante el ejemplo de este hombre, que la ferocidad, la agresividad, que alcanza el debate político en España no puede ser considerada normal

Entre las cientos de citas, frases y recuerdos que han aparecido en los tres últimos días sobre la figura política de Adolfo Suárez, ha visto la luz una entrevista inédita que le hizo la periodista Josefina Martínez del Álamo dos meses antes de que el presidente, acorralado, presentase su dimisión. Parece que por distintas circunstancias, aquella entrevista fue vetada por los propios asesores del entonces presidente del Gobierno y, por lo que fuera, no se publicó.

Lo menos novedoso de la entrevista es el contraste entre aquel Suárez achicharrado y el actual ‘divinizado’, como hace unos días recordaba aquí convenientemente Carlos Prieto. En aquellos días, como recordaba Prieto, si alguien hubiera hablado de España de la admiración social o política a Adolfo Suárez, lo habrían encerrado en un manicomio.

Adolfo Suárez era un político, como admitía él mismo, al que insultaban por la calle  (“A mí me han estado insultando de una forma tremenda... Y yo he seguido saludando con el mismo gesto, con la misma intención, hasta con el mismo afecto, a la persona que me insultaba”), al que acosaban los periódicos (“¿Usted sabe las cosas que han dicho de mí? Personalmente me afecta poco lo que digan, pero me preocupo por mis hijos. Por si un día llegan a creer que su padre era todo eso que se escribe en la prensa...”) y, por supuesto, al que zarandeaban desde todos los rincones de la política, incluido su propio partido (“Así me va... Soy un hombre absolutamente desprestigiado. Sé que he llegado a unos niveles de desprestigio bastante notables... He sufrido una enorme erosión”).

En fin. Mirando el ataúd en el que reposan los restos mortales de Adolfo Suárez, alabado por todos –justamente alabado por todos ahora–, podemos entender, como decimos tantas veces, que el tiempo pone a cada uno en su sitio. Sí, en verdad, pero aunque sea así convendremos todos, ante el ejemplo de este hombre, que la ferocidad, la agresividad, que alcanza el debate político en España no puede ser considerada normal. El deterioro es consustancial al ejercicio de la política, sobre todo al ejercicio del poder, pero esta erosión corrosiva tan al uso en España, esta tensión, rompe todo lo concebible, todo lo admisible. El expresidente Suárez lo resumía en un concepto, lo que llamaba “la gran cloaca madrileña”.

El miedo, en efecto, fue el motor de la Transición. Fue el miedo el que impulsó a la sociedad española y fue ese mismo riesgo de involución el que propició acuerdos políticos y sociales que nunca más se han dado

De todas formas, la ‘confesión póstuma’ de Suárez que resulta más cruel es aquella que desmitifica el protagonismo de la sociedad española tras la muerte del dictador. Es eso que decía Adolfo Suárez de que, en realidad, en España no existía en la calle un ansia de libertad. Se leen aquellas declaraciones de Suárez, aún presidente del Gobierno, y se recuerdan las colas en la capilla ardiente de Franco. “El pueblo español, en general, ya tenía unas cotas de libertad que consideraba más o menos aceptables... Se pusieron detrás de mí y se volcaron en el referéndum del 76, porque yo los alejaba del peligro de una confrontación a la muerte de Franco. No me apoyaban por ilusiones y anhelos de libertades, sino por miedo a esa confrontación; porque yo los apartaba de los cuernos de ese toro”.

El miedo, en efecto, fue el motor de la Transición. Fue el miedo el que impulsó a la sociedad española y fue ese mismo riesgo de involución el que, por una vez en la historia reciente de España, propició acuerdos políticos y sociales que nunca más se han dado. El peligro de España radica, precisamente, en haber olvidado ese miedo.

“Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo”, dijo García Lorca en una conferencia, y su frase podría haber servido de epitafio en su tumba si los celos, el fanatismo, la mediocridad y el odio no hubieran hecho que sus huesos se pudrieran en una fosa común. En la muerte de Adolfo Suárez se dibuja un retrato completo del comportamiento de todos en España, la clase política, la periodística y también la sociedad. Y no se trata de fustigarnos, nada de lamentos vacíos; bastará con recordarlo mañana, cuando la comitiva fúnebre haya pasado y el trajín enfurecido que nos lleva vuelva a tronar igual.

Son estos días de funerales tan grandes, tan despejados, donde mejor se puede observar a España. Ocurre con estos días como con los eclipses, cuando desaparece el fogonazo del sol y se puede mirar al cielo sin que se cieguen los ojos. Igual ahora, en estos momentos únicos; la vida se detiene, desaparece el trajín diario, la rutina persistente, inagotable, se calla el ruido continuo y se puede mirar a España directamente.

Adolfo Suárez