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Javier Caraballo

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Matar a un político

Quería matar políticos. Por eso se guardó una pistola y se echó a la calle. “Tenía problemas”, explicaron al instante. Había perdido el trabajo y estaba

Foto: Efectivos de la policía junto al cadáver de la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco. (EFE)
Efectivos de la policía junto al cadáver de la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco. (EFE)

Quería matar políticos. Por eso se guardó una pistola y se echó a la calle. “Tenía problemas”, explicaron al instante. Había perdido el trabajo y estaba desesperado. Tuvo que volver con su familia, no podía más. Por eso cogió la pistola, porque como explicaron después los psicólogos “no se trata de ningún loco”. La suerte es que lo detuvieron. Aquello ocurrió en Italia, hace ahora un año, y cuando se publicó la noticia se oyeron aplausos, elogios, comprensión.

Se difundió la noticia y muchos la acogieron como una heroicidad y lo realmente terrorífico llegó en aquel instante; no en ningún otro, ni cuando el tipo perdió el trabajo, ni cuando se guardó la pistola en el bolsillo, ni cuando se intentó colar en la sede del Gobierno para matar políticos, no fue el acto en sí de un descerebrado sino el aplauso que se oyó. El escalofrío, el miedo, lo producía el eco que se escuchó, el guiño cómplice que se percibió cuando lo detuvieron.

“España no está tan lejos de que se produzca un acontecimiento similar”, escribí entonces aquí mismo. Ha sido peor, trágicamente peor: a la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco, la han asesinado ayer.

Cuando ocurrió el incidente en Italia, en España ya se habían detectado, además, algunos precedentes que hacían sonar todas las alarmas. A Javier Arenas, por ejemplo, le habían mandado una bala en una carta anónima, y otra vez igual, risas y aplausos. Fue más terrible lo ocurrido meses después, en agosto, con la delegada del Gobierno de Madrid, Cristina Cifuentes; se debatía a vida o muerte en un hospital, un dirigente de Izquierda Unida encendió la llama en las redes sociales por los recortes de la sanidad madrileña y le siguieron una legión de miserables con babas: “Que se jodan”, gritaban.

Muchas de las reacciones que se produjeron ayer tras el asesinato de Isabel Carrasco producen la angustia de una sociedad enferma de odio, de ira, de locura

Eran signos evidentes, gritos espantosos, que sólo podían conducir al asesinato de ayer. Y de la misma forma que entonces se podía sentir la inminencia de una tragedia como la que ha ocurrido, muchas de las reacciones que se produjeron ayer tras el asesinato de Isabel Carrasco producen la angustia de una sociedad enferma de odio, de ira, de locura.

No es toda la gente, no son todos los ciudadanos, desde luego, pero la enfermedad la tenemos dentro como sociedad, aunque la inmensa mayoría de los españoles sean gente pacífica y sencilla que se horroriza con esas voces, con esos aplausos. Gente decente que no confunde el hastío con la ira, los problemas con el odio, la tiesura con la venganza, el desencanto con el arribismo.

¿Y los propios políticos? ¿Tiene alguna responsabilidad la clase política en lo sucedido? Son tantos los que, unos de forma sutil y otros groseramente, utilizan cualquier excusa para justificar su vandalismo mental o físico, son tantos en España, que estas preguntas son las más difíciles de responder. Porque nada, absolutamente nada, puede justificar en una democracia que los asuntos se diriman por medio de la violencia.

Es evidente que los políticos españoles son las víctimas de esta espiral de violencia ambiental contra ellos, y merecen, ahora más que nunca, el respaldo explícito de todos los demócratas. Los políticos son víctimas de esa tensión. Punto. Pero eso no quiere decir que la clase política, los dirigentes de todos los partidos, no deba reflexionar, de una vez por todas, sobre la forma de hacer política en España.

Hay muchas formas de alimentar un fuego que aumenta, y muchas de ellas pueden ser absolutamente inocentes. Un ejemplo de ayer mismo; Felipe González esbozó la posibilidad de que en España pudiera existir una gran coalición entre el PP y el PSOE “si el país lo necesita”, y faltó tiempo para que su propio partido lo negara de forma tajante. Rubalcaba lo explicó diciendo que en España, al contrario de lo que ocurre en Alemania, no existe esa cultura política, “en nuestra tradición política no está ese tipo de gobierno”.

Era una mujer valiente, pasional, intensa; una mujer de aparato de partido que pisaba callos a diario y que jamás se contenía cuando tomaba el micrófono

Pues ese desencuentro de partida, esa rivalidad diaria, la bandería constante que hastía a los ciudadanos, el discurso intercambiable de apoyo o de oposición ante los mismos problemas, según el partido que gobierne; todo eso que se traduce en sectarismo y tensión, y esa ‘tradición’ de la política española es el caldo espeso en el que beben luego los miserables, los descerebrados. 

Ha muerto Isabel Carrasco, y la pasión que le ponía a la política se ha cuajado en un charco de sangre, camino de la sede de su partido, camino del mitin electoral en el que iba a intervenir Mariano Rajoy con la gente del Partido Popular de Castilla y León. La última vez que la vi, con motivo de un programa de La Brújula de Onda Cero en su tierra, en León, España entera se había consternado por el accidente, con seis muertos, en una mina leonesa por un escape de grisú. Isabel Carrasco estaba preocupada porque iba por la calle y algunos le gritaban, la culpaban de las muertes, como miembro del PP, porque, también entonces, se responsabilizó a los recortes del accidente de los mineros.

Era una mujer valiente, pasional, intensa; una mujer de aparato de partido que pisaba callos a diario y que jamás se contenía cuando tomaba el micrófono. “A ese señor, lo que debemos hacer es no prestarle atención porque no merece la pena. Se creerá muy importante, pero a mí lo que me parece es que tiene poco trabajo y por eso se dedica todos los días a soltar perlas”, dijo aquel día, la última vez que la vi, de su compañero de partido, el alcalde de Valladolid, Javier León de la Riva. “Ya sabéis que yo no me muerdo la lengua”.

Desde ayer, a las cinco y veinte de la tarde, oigo retumbar en mi cabeza esas palabras. Y la sonrisa pícara con las que la pronunció. Descansa en paz, Isabel Carrasco. Y como en el artículo de aquel día, cuando lo de Italia recorrió España como un escalofrío, el mismo final ahora: que no, que no, que no estamos tan lejos del disparate y callar ahora ante las barbaridades que se dicen, que se oyen, es tan culpable como aplaudir al vándalo, como respaldar al asesino. Parafraseando el clásico de algunas manifestaciones, no con mi silencio.

Quería matar políticos. Por eso se guardó una pistola y se echó a la calle. “Tenía problemas”, explicaron al instante. Había perdido el trabajo y estaba desesperado. Tuvo que volver con su familia, no podía más. Por eso cogió la pistola, porque como explicaron después los psicólogos “no se trata de ningún loco”. La suerte es que lo detuvieron. Aquello ocurrió en Italia, hace ahora un año, y cuando se publicó la noticia se oyeron aplausos, elogios, comprensión.

Isabel Carrasco Mariano Rajoy