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La cultura de la ilegalidad
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Javier Caraballo

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La cultura de la ilegalidad

“El adulterio es el mejor entrenamiento para la política”. María del Rosario Galván le escribió a su amado, un pipiolo que se iniciaba en política, y

Foto: Ana Botella con el presidente de México, Enrique Peña Nieto. (EFE)
Ana Botella con el presidente de México, Enrique Peña Nieto. (EFE)

“El adulterio es el mejor entrenamiento para la política”. María del Rosario Galván le escribió a su amado, un pipiolo que se iniciaba en política, y ya en la primera carta le ofreció una lección magistral sobre la esencia de lo que debía aprender, de lo que se iba a encontrar. “Debes saber cuanto antes, Nicolás querido, que para mí todo es política, incluso el sexo. Puede chocarte esta voracidad profesional. No hay remedio. Tengo cuarenta y cinco años y desde los veintidós he organizado mi vida con un solo propósito: ser política, hacer política, comer política, soñar política, gozar y sufrir política. Es mi naturaleza. Es mi vocación”.

En la historia de algunos países, ocurre como en la vida de cualquiera de nosotros, que a veces hay que tocar fondo para comprender de verdad lo que nos pasa y contemplar con absoluta claridad la realidad que nos rodea. Es el caso de México, porque hay que caer muy bajo en una democracia para alcanzar la lucidez de Carlos Fuentes en esa novela, La silla del águila, que es casi un manual de los bajos fondos de la política en particular y de las luchas de poder, de forma general.

Un país como México, que ha mantenido más de 70 años a un mismo partido en el poder, el PRI, que, ya en sus siglas, incluye dos términos antitéticos, Revolucionario e Institucional; un país que ha construido un sistema corrupto y caciquil como pocos en el mundo; un país así siempre es una referencia para los problemas de otras democracias, por muchas que sean las diferencias y grandes las distancias. La cuestión es que en la historia reciente de México se condensan los mayores males de una democracia y las sentencias que surgen de allí sirven para responder muchas de las preguntas que se puedan hacer aquí. Por ejemplo, sobre la falta de alternancia en una democracia y las consecuencias que se derivan. O sobre la corrupción de los Gobiernos, que acaba convertida en una cultura de la ilegalidad. O sobre las ansias del poder, la ambición de poder, las puñaladas para escalar puestos en política.

Lo pensaba ayer, cuando inició su gira española el nuevo presidente de México, Enrique Peña Nieto, y se le podía ver en algún atril, o saludando a unos y a otros, con la sonrisa perfecta de galán de telenovelas. “Se equivocan, Enrique tiene más de cabrón que de bonito”, como advirtió un antiguo miembro de su partido, hace dos años, cuando ganó las elecciones y se publicaron algunos perfiles y entrevistas sobre el nuevo presidente. Genial, o sea. ¿Cuántos políticos, hombres y mujeres, se conocen en España a los que le cuadraría el mismo perfil, de los que se podría decir lo mismo? Sin ser tan guapos de manual como Peña Nieto, la voracidad del poder es la misma y nadie llega a la cima de una organización política sin haber pisado antes las cabezas de los de abajo. De todas formas, más interesante que la persona es la circunstancia que lo rodea. Y una pregunta, que también vale para aquí, por ejemplo en regiones como Andalucía. ¿Qué hace que un pueblo eternice el poder de un solo partido durante décadas y décadas sin que jamás afecten los casos de corrupción o la misma precariedad económica?

Salvando las distancias, ya digo, México siempre es un referente en el deterioro de una democracia. Peña Nieto es el presidente que, hace dos años, devolvió el poder al PRI después de que en el año 2000 lo echaran en unas elecciones por la degeneración misma del partido, que incluye algunos episodios negros como el asesinato de un candidato a presidente, Luis Colosio, que veinte años después sigue sin aclararse porque la versión oficial no se la cree nadie, y el complot político de su propio partido, para quitarlo de en medio, no consigue investigarlo nadie. Caciquismo, mala gestión, corrupción, crímenes… Y una década después, el mismo partido vuelve al poder que detentó durante 70 años convertido en gran promesa de regeneración. ¿Cómo es posible?

Carlos Fuentes, que no llegó a vivir para ver el regreso del PRI, se murió unos meses antes, hablaba de la “cultura de la ilegalidad”. El concepto sirve para México, pero no debemos andar muy lejos en España cuando la proliferación casi diaria de casos de corrupción lo único que nos demuestra es que la corrupción aquí es un hábito, asumido como tal por amplios sectores de la población, no sólo por los aledaños del poder. Ayer mismo, en Santiago de Compostela, dimite el alcalde que ya había sustituido al primer alcalde dimitido por corrupción. Esta vez es peor, tras una cadena de dimisiones de concejales, implicados en casos de corrupción, va a acabar siendo alcalde el que iba el último en la lista del Partido Popular en las últimas elecciones. Y eso que fue en 2011 cuando los populares conquistaron por primera vez el Ayuntamiento de la capital gallega.

Los delitos, los mismos de siempre: prevaricación y cohecho. Los mismos delitos que, ayer también, salpicaron al ingeniero de Pozuelo, en una de las ramificaciones de la Gürtel, una madeja que parece interminable. ¿Y Andalucía? ¿Hace falta algún caso de corrupción más, después de conocido el escándalo de los ERE y el fraude masivo de los cursos de formación, para identificar un modelo de corrupción institucional?

Cuando se extiende la corrupción, como ha ocurrido en España, se puede hablar ya, como hacía Carlos Fuentes, al hacerlo de México, de una ‘cultura de la ilegalidad’ que convierte en costumbre que se cobren comisiones por las adjudicaciones de obras públicas, que se financien ilegalmente los partidos, que existan contabilidades paralelas, que se beneficie a los empresarios o amigos del entorno hasta hacerlos multimillonarios. Todo aquello, en fin, que ocurre en España y que vemos a diario en continuos casos de corrupción que, de todas formas, no serán más que el reflejo de una realidad oculta, mucho más extendida y profunda. “Singular y antiquísima teoría, mi querido Nicolás: no hay gobierno que funcione sin el aceite de la corrupción”, como le decía María del Rosario Galván a su amante en las lecciones que le iba dando de política y de poder cuando dejaba que la observase de lejos, mientras se desnudaba junto a su ventana.

“El adulterio es el mejor entrenamiento para la política”. María del Rosario Galván le escribió a su amado, un pipiolo que se iniciaba en política, y ya en la primera carta le ofreció una lección magistral sobre la esencia de lo que debía aprender, de lo que se iba a encontrar. “Debes saber cuanto antes, Nicolás querido, que para mí todo es política, incluso el sexo. Puede chocarte esta voracidad profesional. No hay remedio. Tengo cuarenta y cinco años y desde los veintidós he organizado mi vida con un solo propósito: ser política, hacer política, comer política, soñar política, gozar y sufrir política. Es mi naturaleza. Es mi vocación”.

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