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El Rey está desnudo
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Javier Caraballo

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El Rey está desnudo

El Rey de España, el nuevo Rey Felipe VI, está desnudo. Llega así al trono, desnudo, como al final del cuento. Lo que ocurre en la

El Rey de España, el nuevo rey Felipe VI, está desnudo. Llega así al trono, desnudo, como al final del cuento. Lo que ocurre en la fábula es que el rey camina desnudo entre sus súbditos porque, en su soberbia infinita, en su pomposa majestuosidad, los sastres más afamados del reino le confeccionan un traje invisible, “el más hermoso del mundo”. Tan hermoso, le cuentan los sastres burlones, “que sólo los tontos no pueden verlo”.

Así que el rey se pasea por las calles en pelota viva sin que nadie le diga nada, unos por miedo y otros por servilismo o por inercia, para no quedar ellos como los únicos tontos que no consiguen ver el traje. Como el propio rey, que ni siquiera es capaz de verse en el ridículo de su desnudez. Nadie era capaz de reconocer la realidad.

A Felipe VI no le pasa eso porque arranca su reinado justo al final del cuento. En España, al nuevo monarca ya le han dicho de todo. La realidad que asume es tan nítida, tan cruda, tan desnuda de eufemismos o lisonjas, que Felipe de Borbón conoce sin velos el país que lo recibe, el país que tiene que afrontar.

Es consciente, en primer lugar, de que su padre, el rey don Juan Carlos, ha tenido que abdicar para salvar a la Casa Real española del deterioro en el que ella misma se había instalado por los escándalos propios. Esta dicho aquí otras veces que en una democracia del siglo XXI una institución dinástica como una monarquía sólo se justifica si es ejemplar. Y lo que venía ocurriendo con la Casa Real española es que se había convertido en símbolo de lo contrario, por excesos, por frivolidad, por corruptelas.

Felipe VI tiene la virtud, en ese sentido, de que no se ha visto salpicado por ninguno de los escándalos que han protagonizado otros integrantes de la Casa Real. Felipe VI, por tanto, reúne la condición primera para una monarquía parlamentaria: puede ser ejemplar ante los ciudadanos.

Pero como ha conocido los acontecimientos, como ha podido ver el deterioro de su entorno, también debe haber aprendido la lección para que, en adelante, nadie en la Casa Real pueda verse envuelto en escándalos como los que conocemos. La lucha contra la corrupción es posible vencerla siempre que la determinación sea fuerte, sincera e implacable. No se puede impedir, desde luego, que en cualquier parte pueda surgir un garbanzo negro, de eso nadie se libra en esta vida, pero para eso ya están los controles internos, periódicos y exhaustivos, que deben imperar en el manejo del dinero público. Y cuando se detecta la más mínima anomalía o desviación, se actúa con toda contundencia, sin esperar a que se pudran los asuntos. Sin mirar para otra parte, sin taparlos, sin disimularlos.

En las manos de Felipe VI, en su gestión de la Casa Real, en el control de todos los componentes de la realeza española, está la posibilidad de impedir que en el futuro puedan producirse nuevos escándalos. Entre otras cosas, porque, si eso ocurre, el deterioro ya no se frenará con una nueva abdicación.

Tampoco España, como nación y como sociedad, se le presenta al nuevo Rey de forma disimulada. La crisis económica, voraz, ha dejado una sociedad temblando en muchos hogares que no llegan a final de mes. Los apuros diarios por la tiesura del empleo, que se suman a los recortes generales, por todas las comunidades, de prestaciones sociales, han llevado al límite a una buena parte de la sociedad.

Nada de lo que ocurra en la actualidad en la esfera pública afecta a la sociedad española como antes de la crisis, de modo que, como estamos viendo con frecuencia, cualquier exceso, cualquier desliz, cualquier desvarío, puede convertirse en la chispa que provoca un gran incendio. Felipe VI tiene que saber conectar con esa gente y que esa gente se reconozca en sus gestos, en sus palabras.

Ese don lo tuvo durante mucho tiempo su padre y ha sido, quizá, la principal virtud de don Juan Carlos, la semilla del juancarlismo; la empatía que ha derrochado siempre, cuando callaba de dos voces al impertinente bananero, aquel glorioso “por qué no te callas”, o cuando, abochornado, pedía perdón públicamente por sus torpezas.

Y la nación española, claro. Esta España compleja que parece que sólo aspira a conllevarse consigo misma, que se pone zancadillas a cada instante, que degenera la confrontación política con el desacuerdo permanente, el sectarismo implacable. Esta España corta de miras que muchas veces es incapaz, incluso, de valorar lo conseguido en los últimos 30 años. La segunda Transición en España puede llegar con Felipe VI como abanderado, que es el único papel que se le otorga a un rey en una monarquía parlamentaria como la nuestra. Felipe VI, como jefe del Estado, debe ser la imagen de la segunda Transición que, en contra de lo que piensan algunos, no puede ser una revolución legislativa en España, como si cada tres generaciones una nación tuviera que cambiar de constitución y de modelo de Estado.

La segunda Transición española tiene que ser la de la normalización de la democracia y de España misma como nación. Con los cambios progresivos y mejoras que se deban ir introduciendo en la legislación española, desde la Constitución hacia abajo, España tiene que aspirar a la superación definitiva de los debates estériles en los que se consumen sus fuerzas. La primera Transición trajo la democracia, la segunda Transición tiene que traer la normalidad que ahora nos falta.

Felipe de Borbón llega al trono forzado por una abdicación. Y el gesto de su padre, su renuncia, ha hecho las veces del niño de la fábula que, en medio de la muchedumbre, grita asombrado, “¡el rey está desnudo!”. Felipe VI ya lo sabe. Esta es la sociedad española, puteada y hastiada, pero también ansiosa y esperanzada; estos son los problemas territoriales, la radicalización de unos, el agravio de otros, el hartazgo de muchos; y esto es lo que se espera del nuevo Rey, ejemplaridad en la forma, altura intelectual en el hacer y cercanía en el trato.

El Rey de España, el nuevo rey Felipe VI, está desnudo. Llega así al trono, desnudo, como al final del cuento. Lo que ocurre en la fábula es que el rey camina desnudo entre sus súbditos porque, en su soberbia infinita, en su pomposa majestuosidad, los sastres más afamados del reino le confeccionan un traje invisible, “el más hermoso del mundo”. Tan hermoso, le cuentan los sastres burlones, “que sólo los tontos no pueden verlo”.

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