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Botín, el banquero de la hojana
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Javier Caraballo

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Botín, el banquero de la hojana

Que en España los muertos gozan del privilegio único y exclusivo del elogio generalizado es un aserto compartido desde antiguo por todos. La envidia, que en

Foto: Fotografía de archivo de Emilio Botín (Gtres)
Fotografía de archivo de Emilio Botín (Gtres)

Que en España los muertos gozan del privilegio único y exclusivo del elogio generalizado es un aserto compartido desde antiguo por todos. La envidia, que en España es virtud, que convierte lo sublime en ‘envidiable’; la envidia, pues, sólo hinca la rodilla ante la muerte, y cuando el finado está en la caja camino del cementerio ya todo son elogios y lágrimas que, al caer, borran las sombras del pasado. Las diluyen. Ha muerto Emilio Botín y todos son parabienes y elogios al hombre que, con un mérito incuestionable, ha convertido un banco español en una referencia mundial.

Botín era un crack”, y si lo dice McCoy yo me lo creo porque él conoce mejor que la mayoría los entresijos de la banca española y los esfuerzos, y la visión empresarial, y la apuesta española de quien supo hacer de su empresa la mejor del sector en España, una de las mayores de toda Europa y una referencia en todo el mundo. Pero Emilio Botín, que tanto debe habernos enseñado de cómo hacer bien las cosas, también ha sido una referencia de algunos de los males de este país. Botín, vamos a ver, era un ejemplo único de hojana ante el poder. Y de ese defecto suyo también podemos aprender todos.

Hojana. Una de las palabras más divertidas y contundentes del universo cultural andaluz, sentencias en las conversaciones, es la hojana. Una especie de metáfora reducida a una sola palabra, así que caen las palabras como hojas de un árbol, balanceándose hacia donde sople el viento, arriba o abajo, a la izquierda o a la derecha.

El profesor Fernando Iwasaki, que rastreó los orígenes etimológicos de la palabra, la define como “dorar la píldora, dar cuartelillo y adular en vano”, pero con el matiz fundamental de que la hojana “no se hace como la pelota, sino que se unta como la manteca”. Dice Iwasaki que en elTesoro de la Lengua Castellana (1611) de Sebastián de Covarrubias ya se incluye, y que en el Diccionario de Autoridades (1732) se define: “Todo es hoja: Phrase que se dice por aquellos que hablan mucho, sin utilidad ni substancia”. Pues bien, Emilio Botín era de esos, un tipo de hojana permanente. Y si algo debe reprochársele, ahora y en vida, es que el rigor que le aplicaba al negocio bancario no se lo aplicara a sus intervenciones políticas.

Botín era el banquero que, a principios de 2011, con la crisis económica en todo lo alto, elogiaba sin ahorrarse adjetivo alguno al Gobierno de Zapatero, por “cómo están yendo las cosas”, por “la rapidez de las medidas magníficas” que estaba adoptando. Y todo ello porque estaba convencido de que “lo peor de la crisis ya ha pasado y las dificultades y las dudas sobre España son absolutamente exageradas”.

Si el presidente Zapatero pasará a la historia como el hombre que no supo ver la gravedad de la crisis, que la desmintió hasta el ridículo, hasta la zafiedad; si todos podemos convenir ahora, con los años transcurridos y la mínima perspectiva que tenemos sobre los ocurrido, que la pasividad de Zapatero ante la crisis acabó agravándola hasta el extremo que hemos padecido; si la euforia vana de Zapatero nos condujo directamente hasta el borde del abismo; si todo eso, en fin, se le reprocha a Zapatero, por qué no se incluye en el paquete a aquellos que avalaban sus políticas.

Le decía a Zapatero lo mismo que le ha dicho luego a Mariano Rajoy, hace tan sólo un par de meses: lo elogiaba por “la gran labor del Gobierno español en las reformas que está realizando, el esfuerzo de corrección del déficit público y el compromiso político para seguir avanzando en el equilibrio de las cuentas públicas”. Y por supuesto, tenía claro que “la recuperación de la economía española es un hecho”.

Pues claro que se puede y se debe esperar más solvencia en sus análisis de alguien con la relevancia pública de Emilio Botín, referencia en España, Europa y el mundo entero; pues claro que lo menos que se podría esperar de él, y exigir también, es que pusiera el interés de España por delante del interés de su empresa, de su banco. Porque si Botín decía esas cosas, si ocultaba la verdadera gravedad de la crisis, lo hacía sólo para no enemistarse con el poder.

Si Botín se levantó en una reunión con más de 40 empresarios, en marzo de 2011, para mostrarle a Zapatero todo su apoyo, y pedirle que no adelantara elecciones; si cuando peor estaban las cosas, lo felicitó por su “determinación para afianzar la recuperación y lograr un crecimiento sostenible”, ¿era por el bien de la economía española o por el interés de su banco, el suyo propio?

La respuesta a esa pregunta también se puede encontrar en las hemerotecas, cuando se analiza el ‘pelotazo’ que pudo pegar Emilio Botín gracias a la adquisición de Banesto, financiada con fondos públicos. “El Santander hizo con Banesto la mejor operación de su larga y meritoria historia, eso sí, a costa del erario público y de los miles y miles de accionistas del Banesto de entonces”, como se recogía en El Confidencial en 2009.

Eso, claro, sin contar con el ‘detalle’ final que tuvo Zapatero con Emilio Botín, concediéndole el indulto para su ‘brazo derecho’, Alfredo Sáenz, en el último Consejo de Ministros, en pleno traspaso de poderes al nuevo Gobierno de Mariano Rajoy. Un escándalo inconcebible, un trato de favor denigrante en una democracia. Sáenz estaba condenado por el Tribunal Supremo por haber presentado, a sabiendas, una denuncia falsa contra cuatro empresarios, a los que pretendía chantajear para que le pagasen una deuda con Banesto. Como confesó Sáenz en alguna ocasión, “para ser banquero hay que tener instinto criminal”. Pues eso. Denuncia falsa, inhabilitación y tres meses de cárcel que se esfumaron con aquel indulto, sin exigirle siquiera que pidiera perdón o mostrara arrepentimiento.

Que en España los muertos gozan del privilegio único y exclusivo del elogio generalizado es un aserto compartido desde antiguo por todos. La envidia, que en España es virtud, que convierte lo sublime en ‘envidiable’; la envidia, pues, sólo hinca la rodilla ante la muerte, y cuando el finado está en la caja camino del cementerio ya todo son elogios y lágrimas que, al caer, borran las sombras del pasado. Las diluyen. Ha muerto Emilio Botín y todos son parabienes y elogios al hombre que, con un mérito incuestionable, ha convertido un banco español en una referencia mundial.

Emilio Botín