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Cameron, el idiota. En Cataluña y en Escocia
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Javier Caraballo

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Cameron, el idiota. En Cataluña y en Escocia

David Cameron es idiota. Aquí, por lo menos, casi todo el mundo lo dice. Ni al que asó la manteca se le ocurre lo que al primer ministro británico. ¿Mira que convocar un referéndum que puede perder?

Foto: El primer ministro escocés, Alex Salmond (i), junto al primer ministro británico, David Cameron (EFE)
El primer ministro escocés, Alex Salmond (i), junto al primer ministro británico, David Cameron (EFE)

David Cameron es idiota. Aquí, por lo menos, casi todo el mundo lo dice. Ni al que asó la manteca se le ocurre lo que al primer ministro británico. ¿Mira que convocar un referéndum que puede perder? Eso, sin pensar en las consecuencias históricas de su decisión: pasar a la eternidad como el tipo bajo cuyo mandato en Downing Street se rompió la unidad del Reino Unido. Tres siglos de unidad se pueden ir al garete por el dichoso referéndum. Por eso, por lo menos en España, las cosas están mucho más claras que en el Reino Unido. Y casi todos opinan lo mismo. Un pusilánime. Un irresponsable. Un chulo. De todo le han dicho. En resumen, un idiota.

Al propio Cameron se lo preguntaron hace unos días, directamente. ¿Se da cuenta de que puede pasar a la historia como el primer ministro que ha acabado con trescientos años de historia del Reino Unido? La entrevistadora hablaba y parecía intuirse un tono subliminal, casi de incredulidad. 'Pero, alma de cántaro, cómo se te ocurre convocar un referéndum en Escocia'.

Cameron, sin embargo, no se alteró lo más mínimo, y en el mismo tono de flema británica que se le aprecia en otros discursos, lo explicó: “En las últimas elecciones –vino a decir– ganó en Escocia un partido que llevaba en su programa electoral la convocatoria de un referéndum. Lo que debe hacer un demócrata en esas circunstancias es atender lo que exige la mayoría, con independencia de que esté o no de acuerdo. Y eso es lo que hice”. ¿De verdad que es un idiota, como se piensa aquí? No, no, desde luego que no. Veamos.

En ese mismo acuerdo, se incluía que la pregunta sería una sola y nítida: “¿Debe ser Escocia un nuevo país independiente?”. Otra de las cosas que se le reprochan a Cameron, es que, durante la negociación de ese acuerdo, hubiera rechazado una pregunta más alambicada, que incluyera tanto la opción de ser independiente como la de conseguir una “autonomía reforzada”. Pero Cameron dijo que no.

Una firmeza que se corresponde, tantos meses después, con algo que ha dicho en una de sus intervenciones en la campaña electoral del referéndum. Una advertencia: “No hay vuelta atrás, no hay repetición. Esta es una decisión para siempre. Si Escocia vota ‘sí’, el Reino Unido se dividirá y marcharemos por caminos separados para siempre. Cuando se vote el jueves, la gente no estará votando sólo por sí misma, sino por sus hijos y sus nietos y las generaciones venideras”.

O sí o no, cualquier otra opción de mayor autonomía, planteada así, sin concretar, a lo único que habría dado pie es a una nueva espiral de reclamaciones y negociaciones. Y no, claro, porque se trata de acabar con un problema.

En el referéndum de hoy, David Cameron puede perder y algunos querrán inscribirlo en la historia como el idiota que permitió la ruptura del Reino Unido. Pero lo que nunca considerarán es que es verdad que en una democracia no se puede actuar de otra manera y que, en cualquier caso, si Escocia se independiza no será por culpa de quien ha hecho la pregunta, sino de quien la ha contestado en las urnas.

Objetivamente, la independencia de Escocia es una pésima noticia para todos, empezando por Escocia y, como en un efecto centrífugo, para todos los demás países europeos a partir del Reino Unido. Pero, nos guste o no, esa es la democracia y, más allá todavía, esa es la voluntad incontenible de los pueblos; desde el Imperio Romano hasta aquí se pueden rastrear los porqués de los pueblos y las civilizaciones que se extinguen por la estricta decadencia de sus ciudadanos. Los nacionalismos de hoy suponen un contrasentido suicida en el mundo globalizado que vivimos. Si no lo entienden los escoceses, poco se puede hacer.

La única variable que no se puede contemplar, porque es incluso más autodestructiva, es, precisamente, la que llevamos decenios ensayando en España, la de conllevar los problemas. Ya sabemos que hay problemas que no se van a resolver, pero esa desazón tenemos que reservarla para los grandes traumas de la humanidad, la miseria, la injusticia, la marginación. Los problemas territoriales no se pueden mantener permanentemente, y menos aún con la envenenada estrategia de esos nacionalismos ricos, avariciosos, insolidarios, que sólo viven del agravio artificial y constante que los retroalimentan. Con el efecto añadido de que sólo genera odios internos e injusticias y trágalas para quien no protesta.

Conllevar un problema territorial acaba siendo corrosivo para todos los que conviven. Porque nunca tiene final. De ahí el acierto, la valentía de Cameron: “No hay vuelta atrás”. Hasta el independentista Salmond ha acabado asumiendo que no pedirá a la vuelta de unos años otro referéndum en el caso de fracasar ahora.

Ni hubo un reino de Cataluña ni jamás los catalanes gozaron de tanto autogobierno como el de estos últimos años, muy superior al que tiene Escocia. Pero esas diferencias históricas dejan de tener relevancia en un momento como el actual en el que en Cataluña, a la vuelta de unos meses, se puede dar exactamente la misma tesitura que en Escocia: un bloque nacionalista que gana las elecciones por mayoría absoluta con la promesa, en el programa electoral, de convocar un referéndum de independencia. Llegados a ese punto, ya no habrá diferencias entre Escocia y Cataluña por mucho que se nos atragante la barbaridad.

¿Entonces, qué? ¿Suspender la autonomía? ¿Mandar al ejército? ¿Encarcelar a toda la clase política? Todo tipo de desvaríos se pueden oír en España pero es bastante probable que nadie, en su sano juicio, defienda que con decisiones similares se acabaría con el problema.

Queramos o no queramos, nos guste o no nos guste, va a llegar el día en el que Cataluña sea Escocia. Y la única salida entonces será la de David Cameron en el Reino Unido. Un referéndum convocado por el Estado español, con garantías democráticas –es decir, con una ley de referéndum que exija para la independencia una mayoría cualificada, por encima del 50 por ciento del censo en cada provincia– y sin marcha atrás. Pero como aquí nos abonamos con frecuencia a la bronca, seguiremos pensando que no nos va a pasar, que David Cameron es idiota.

David Cameron es idiota. Aquí, por lo menos, casi todo el mundo lo dice. Ni al que asó la manteca se le ocurre lo que al primer ministro británico. ¿Mira que convocar un referéndum que puede perder? Eso, sin pensar en las consecuencias históricas de su decisión: pasar a la eternidad como el tipo bajo cuyo mandato en Downing Street se rompió la unidad del Reino Unido. Tres siglos de unidad se pueden ir al garete por el dichoso referéndum. Por eso, por lo menos en España, las cosas están mucho más claras que en el Reino Unido. Y casi todos opinan lo mismo. Un pusilánime. Un irresponsable. Un chulo. De todo le han dicho. En resumen, un idiota.

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