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'Tarjetas black', el castigo necesario
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Javier Caraballo

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'Tarjetas black', el castigo necesario

Hace años conocí a un tipo que, en el calor de una barra de bar, me contó que era chófer de algún alto cargo y que sus

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Hace añosconocí a un tipo que, en el calor de una barra de bar, me contó que era chófer de algún alto cargo y que sus ojos, sólo sus ojos, podrían provocar una crisis de Gobierno. “Si yo pudiera contar simplemente lo que veo a diario”, decía el buen hombre. “Ayer mismo –contaba– llevé a mi señorito de putas y me tuvo esperando en la puerta del puticlub hasta las tantas de la madrugada”, confesaba entre ruegos persistentes de secreto absoluto. “Me juego el pan de mis hijos, ¿sabes?, que si no fuera así, ya te digo…”

Aquello de las putas hasta las tres o las cuatro de la madrugada, con el coche oficial esperando en la puerta, le parecía la anécdota más relevante, acaso porque también constituía la situación más humillante, pero las intercalaba con otras que le parecían menores, más usuales, como las puñaladas del partido o las sospechas de comisiones ilegales. “Mi señorito…” La expresión ya lo decía todo; todo lo esperable de quien como ese tipo convirtió el coche oficial en el zaguán de su desvergüenza.

El coche oficial, como se está constatando ahora con el escándalo de las tarjetas black, el dinero negro del que disponían los directivos de Caja Madrid, siempre ha sido el símbolo principal del poder y no era extraño, por tanto, que en su degeneración aquel alto cargo del que me hablaba su chófer hubiera extendido hasta la puerta misma del puticlub la ostentación de su mando. Que te lleven hasta la puerta y que el chófer espere con el aire acondicionado encendido hasta que se acabe la faena. Luego, en el recuento oficial, el único rastro que quedaba de la juerga era el número desorbitado de horas extras que pasaban los conductores de vehículos oficiales.

Si algún día, que no ocurrirá, esos tipos hablaran, si detallaran los excesos de los coches oficiales, obtendríamos un listado tan obsceno como el de las tarjetas opacas de Caja Madrid. Que esa y no otra es la razón por la que el escándalo de las tarjetas de Caja Madrid ha caído en la sociedad española como la gota que ha colmado el vaso de la bilis acumulada. La obscenidad de ver a tipos con sueldos de nueve mil euros que, además, utilizaban tarjetas de dinero negro que les proporcionaba la propia entidad para comprar bragas de seda, pagar bebidas de importación y codearse en restaurantes de lujo. Dirán como aquel de Córdoba al que pillaron cargando al ayuntamiento las facturas de sus noches de juerga en los farolillos rojos de las carreteras: “A mí es que me da reparo gastarme mi dinero en esas cosas”. Y se quedó tan pancho.

Pero, no nos engañemos, la ostentación grosera del privilegio es sólo la parte visible de la desvergüenza principal, que no son los gastos que se incluyen en esos listados que se han hecho públicos. No, lo esencial de este escándalo no son los desvergonzados que utilizaban sus tarjetas, sino aquellos que idearon el sistema que lo hizo posible. Por eso ahora, como siempre ocurre, la reacción pomposa de las direcciones de los partidos políticos sólo podrá convencer a los incautos de que los únicos responsables de este desmadre son los titulares de las tarjetas black. Que no, que esa es la consecuencia, la parte visible de un sistema de privilegios instalado por igual en los partidos políticos, en los sindicatos y también en la patronal que premiaba a un puñado de elegidos con esos cargos de postín.

A ver, que no se trata, en absoluto, de exculpar a quienes han hecho uso de las tarjetas black, que no es eso. El derecho al abuso no existe, y da igual que los directivos puedan esgrimir que les dieron esas tarjetas como parte de sus emolumentos. Pero el abuso es sólo la consecuencia; lo esencial es el sistema ideado, permitido y utilizado por quienes ahora quieren aplacar los ánimos como césares que arrojan cuerpos a los leones.

Sucedió en Caja Madrid y en otras muchas cajas de ahorro, como en tantos otros destinos políticos conocidos que se reconocen en política como premio o retiro dorado. Con tarjetas opacas o sin ellas. Lo esencial de las tarjetas black no son las bragas o los vodkas con caviar; lo fundamental es la creación de un modelo político de privilegios. Y que ahora se improvisen juicios sumarísimos para expulsar a los implicados en el escándalo es tan desvergonzado como lo ha sido, durante años y años, el mantenimiento de ese maná de dinero opaco reservado sólo a unos pocos de la cúpula.

Hace unos días, en una la gira de entrevistas que está realizando para promocionar su libro de memorias, Antonio Garrigues Walker decía que, tras el emponzoñamiento de la vida política española, con el descrédito generalizado de los partidos políticos tradicionales, la irrupción de un grupo político como Podemos supone “el castigo correcto” de la sociedad. Si lo sabrá Garrigues, que él mismo tiene a alguno de los abogados de su afamado bufete implicado en el escándalo de los ERE de la Junta de Andalucía. Pero es verdad, en definitiva, que todo lo que está ocurriendo es el castigo correcto, pertinente, a tantos años de desmadre con el dinero público. Podemos como caso particular, visible, y la apatía general y el descreimiento como fenómeno social, latente. El vaso de bilis social se ha colmado con las tarjetas; no era para menos.

La fábula de la corrupción, que podría escribirse ahora, como aquellas que dictaba Esopo, narra la historia de un zorro que se disfraza de hombre público y se confunde entre el gentío con la piel de un cordero. Uno más de la manada quiere parecer, aunque lo único que pretende es llenar la barriga. Hasta que el pastor, una noche, al verlo tan lustroso, lo confunde con una de sus mejores ovejas y lo sacrifica para la cena. La moraleja de aquella fábula ya advertía, seiscientos años antes de Cristo, que “según hagamos el engaño, así recibiremos el daño”. Pues eso, el castigo correcto.

Hace añosconocí a un tipo que, en el calor de una barra de bar, me contó que era chófer de algún alto cargo y que sus ojos, sólo sus ojos, podrían provocar una crisis de Gobierno. “Si yo pudiera contar simplemente lo que veo a diario”, decía el buen hombre. “Ayer mismo –contaba– llevé a mi señorito de putas y me tuvo esperando en la puerta del puticlub hasta las tantas de la madrugada”, confesaba entre ruegos persistentes de secreto absoluto. “Me juego el pan de mis hijos, ¿sabes?, que si no fuera así, ya te digo…”