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Adiós, Alfonso Guerra, adiós
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Javier Caraballo

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Adiós, Alfonso Guerra, adiós

Medio siglo que ha pasado y todavía es difícil reconocerlo. ¿Quién es Alfonso Guerra, ahora que se va del Congreso? A pesar de tanta tinta que

Foto: Alfredo Pérez Rubalcaba (i) conversa con el diputado socialista Alfonso Guerra. (EFE)
Alfredo Pérez Rubalcaba (i) conversa con el diputado socialista Alfonso Guerra. (EFE)

Medio siglo que ha pasado y todavía es difícil reconocerlo. ¿Quién es Alfonso Guerra, ahora que se va del Congreso? A pesar de tanta tinta que se ha derramado con su nombre desde la clandestinidad y luego en la democracia. Las páginas esenciales de la Transición, la normalización que salía de los calabozos y de la censura; la libertad, que podía al fin pasear tranquila por las aceras. Tantos arañazos, tanto tiempo y las mismas dudas de siempre, el mismo halo de contradicción. ¿Era como se definía él mismo o era el que se percibía; era el que contaban o el que exhibía?

Porque cuesta trabajo entender que un tipo vaya escribiendo su leyenda sobre los renglones de su propia biografía. ¿Quién ha sido de verdad Alfonso Guerra en la política española? Alfonso Guerra siempre ha sido un laberinto del que jamás se sale. Todo y nada, fachada de una mansión deshabitada. Acaso ni él mismo sabe diferenciar ya entre su personaje impostado, público, y su verdadero ser. El poder, la política, es una radiografía cruel de la soberbia, la corrupción, el sectarismo, la ambición que muchos llevan dentro. La mediocridad sale a flote. Sin embargo, en Alfonso Guerra tampoco se define así. Después de cincuenta años, no es tan fácil. Veamos.

La ambición de poder, por ejemplo. La imagen precisa que tenemos de Alfonso Guerra es la del tipo pragmático, cerebral, que supo implantar en España un modelo distinto, nuevo, fresco de hacer política. Las campañas electorales como las conocemos y el funcionamiento interno de los partidos políticos se inspiran, todavía hoy, en aquel modelo que con Alfonso Guerra llevó al PSOE a la hegemonía política en España durante una década. De pronto irrumpió en las esperanzas de la gente una promesa de cambio que arrasó con todo. El PSOE se armó como una maquinaria electoral y política, siempre engrasada, que funcionaba sin margen de error. Una maquinaria de poder, en suma, casi perfecta.

A Alfonso Guerra le preguntan por eso, sin embargo, y lo que puede contar es que tiene el recuerdo de un día, un atardecer, cuando llegaba a Madrid en tren desde Sevilla. Mira por la ventana y contempla una luz crepuscular que se rompía con un arco iris, roto a su vez por la mitad. Ya sólo se conservaba una columna, con un extremo rosa y el otro verde. “Y era maravilloso –dice Guerra–. En peso, si se pudiera valorar, ¿cuánto vale esa imagen en años de Gobierno? Yo creo que ese placer vale mucho más que estar treinta años en un Gobierno. Las élites han buscado esos latiguillos, como esa imagen de apego al poder, para atacarme, pero no es verdad”.

¿Lo ven? Ese es Alfonso Guerra. Y cuando lo dice, lo único que parece una grosería es recordar que conserva un escaño en el Congreso de los Diputados desde 1977, las elecciones constituyentes. Cuando se ordenan en un paréntesis todas las elecciones a las que ha concurrido, resulta mucho más gráfico: (1977, 1982, 1986, 1989, 1993, 1996, 2000, 2004, 2008 y 2011). A todas esas se ha presentado Alfonso Guerra en la lista del PSOE de Sevilla. Menos mal que lo que le gustaban eran los atardeceres…

Luego está la corrupción. Lo que sabemos de Alfonso Guerra es que con él como cerebro, motor y alma del PSOE de los años 80, el partido organizó un sistema de recogida de comisiones ilegales que acabó con la institucionalización misma de las mordidas. Filesa y todo aquel entramado de empresas que acabó en los tribunales. ¿No es lógico pensar que quien gobernaba el partido de la forma que lo gobernaba Alfonso Guerra supiera algo? ¿Mucho más si era, además, el responsable absoluto de las campañas electorales?

Pues no. “¿Filesa? ¿Por qué tienen que señalarme a mí? ¿Por qué no señalan a Felipe González, al otro o al otro? No tuve nada que ver con Filesa, nada absolutamente. No conocía nada”. Ahí lo deja, con lo que ya puede suponer todo el mundo que lo de su hermano Juan fue sólo una invención, “una gran mentira fabricada”, “una canallada” diseñada para intentar arrinconarlo. “Una operación montada en la que participó mucha gente, desde partidos políticos, medios de comunicación, sectores bancarios y algún sector diplomático”.

En el discurso político de los últimos años le ha ocurrido lo mismo. Sobre todo cuando asistía a la deriva catalana desde su escaño. Fuera de Congreso, en foros o en conferencias, advertía contra la deriva de España y clamaba contra el egoísmo de algunas comunidades. Decía: “No se conforman con el nombre que tienen. Unos lo quieren llamar región, otros nacionalidad y otros nación. Mi juicio es que tal diseminación sólo aporta una confusión que siempre acarrea problemas, además de una insolvencia de nuestro país más allá de nuestras fronteras”. ¿Cómo es posible que un hombre diga algo así y, unos meses después, vote a favor de un preámbulo en el que Cataluña se define como nación? Pues eso hizo Alfonso Guerra. Y lo hizo, además, siendo presidente de la Comisión Constitucional del Congreso.

¿Es Alfonso Guerra, por tanto, un impostor clamoroso, desvergonzado? ¿Un trilero absoluto, un fabulador de sí mismo, un cínico? Pues esa es la cuestión, ahí radica la complejidad del personaje, que, siendo tan evidente la impostura con la que se maneja por la vida, lo que nadie podrá negarle a Alfonso Guerra es que también es verdad que, en su comportamiento de todos estos años, se parece muy poco a otros muchos políticos y que ha brillado muy por encima de la media.

Y en la ambición personal, nadie le podrá reprochar que, después de dejar el Gobierno, se haya sentado en este o en aquel consejo de administración, que haya fichado por alguna multinacional o que haya medrado para conseguir algún contrato, alguna recalificación. Otros muchos, que han gozado de mucho menos poder que él en España, sí lo han hecho. Guerra no ha necesitado de ninguna operación de cirugía estética porque ha seguido siendo él mismo.

Ni siquiera cuando su hermano se sentó en un banquillo se le pudo relacionar con ninguna de las operaciones de las que se acusaba a Juan Guerra. Y, desde luego, como dirigente político, como hombre político creador de un estilo propio, astuto, directo, mordaz, pasarán muchos años hasta que regrese algo similar. ¿Quién es de verdad Alfonso Guerra? Acaso como Juan de Mairena dirá, ahora en su despedida de la política, que a fin de cuentas “el pasado, por su cualidad de indefinible, puede trabajarse y aun moldearse a voluntad”.

Medio siglo que ha pasado y todavía es difícil reconocerlo. ¿Quién es Alfonso Guerra, ahora que se va del Congreso? A pesar de tanta tinta que se ha derramado con su nombre desde la clandestinidad y luego en la democracia. Las páginas esenciales de la Transición, la normalización que salía de los calabozos y de la censura; la libertad, que podía al fin pasear tranquila por las aceras. Tantos arañazos, tanto tiempo y las mismas dudas de siempre, el mismo halo de contradicción. ¿Era como se definía él mismo o era el que se percibía; era el que contaban o el que exhibía?

Alfonso Guerra