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Año Nuevo. Desolación y esperanza
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Javier Caraballo

Matacán

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Año Nuevo. Desolación y esperanza

No habían dado aún las doce cuando el aullido de un perro retumbó entre los pinares con el estampido de un eco herido. Aullaba un perro en la noche oscura y aquel grito animal se helaba en el aire como una escarcha temprana. No habían dado aún las doce,

No habían dado aún las doce cuando el aullido de un perro retumbó entre los pinares con el estampido de un eco herido. Aullaba un perro en la noche oscura y aquel grito animal se helaba en el aire como una escarcha temprana. No habían dado aún las doce, no, ni en los pinares ni en las casas blancas de Moguer, donde el bullicio esperaba con un puñado de uvas en las manos la llegada de un nuevo año. Se oyen voces. Explota la música. Llegan las doce. Y ya no se oye al perro que ladra dolorido.

“¿Dónde se han escondido los colores

en este día blanco?

La fronda, negra; el agua, gris; el cielo

y la tierra, de un blanco y negro pálido;

y la ciudad doliente

una vieja aguafuerte de romántico.”

Noche de fin de año en Moguer y, bajo una inmensidad de plástico, los campos de fresas aguardan a que llegue el alba para cubrirse de flores blancas. Escondidos. Como los inmigrantes marroquíes que comienzan a llegar y se refugian en chabolas de madera y plástico. Escondidos, que ya pasa por los caminos un land rover de la Guardia Civil pidiendo papeles a los indocumentados. Hacen una fogata con ramas secas de eucalipto y pino, y se sientan alrededor esperando que pase la noche. Y que se abran muchas flores blancas, como gusanos en su capullo de seda; flores blancas que luego serán fresas. Y vendrá un empresario a contratarlos después para recoger la cosecha. Y así, trabajando en el campo, serán como los otros, los que llegaron antes y ya tienen papeles. Esta noche extraña, de cohetes y confetis, entran en los bares para sumarse al fin de año. “A ver, señor árabe, y usted qué va a tomar”, le dice el camarero.

Que la marginación es el mejor aliado del racismo. Que es la marginación el mayor enemigo de la integración. Y la marginación es el principal resultado de la demagogia. Y la excusa en la que anida el fanatismo. La única alianza de civilizaciones que buscan estos hombres, que vagan esta noche por los campos como presos fugados de la cárcel de su propia historia, es la alianza de un trabajo. Y llegarán por cientos en las primeras semanas del nuevo año, como el año pasado y el anterior. Y nadie lo podrá controlar.

¿Qué diría Juan Ramón si viviera? ¿Cómo dibujaría esta noche de fin de año en su ciudad? Vería, sí, que Moguer, a lo lejos, sigue pareciendo, como lo dibujó entonces, una hogaza de pan blanco. Cuando bajaba de la casa de Fuentepiña junto a Platero, en la primavera, jugueteando con las margaritas, temiéndole a las abejas. Moguer, como todo, como todos, ha cambiado, ha mudado la piel, pero su corazón sigue igual que antes porque en el centro emerge solemne la Iglesia de piedra dorada por los focos que la rescatan de la noche. “La torre de Moguer de cerca parece una Giralda vista de lejos”, pensaba Juan Ramón. ¿Qué diría de los campos vestidos de plástico? ¿Qué de los inmigrantes? ¿Qué de su nueva ciudad, cien años después? ¿Qué de esta nueva España?

“¿Dónde se han escondido los colores

en este día blanco?

La fronda, negra; el agua, gris; el cielo

y la tierra, de un blanco y negro pálido;

y la ciudad doliente

una vieja aguafuerte de romántico.

El que camina, negro;

negro el medroso pájaro

que atraviesa el jardín como una flecha...

Hasta el silencio es duro y despeinado”,

Se acerca la mañana. Los inmigrantes avivarán el fuego y se irán a buscar algún trabajo en el tajo, para cuando llegue la recogida de la fresa. Y unos niños saldrán a jugar por un camino sembrado de serpentinas y confetis. Sobre la pared de un cortijo, un agricultor descubrirá un perro muerto durante la noche. “Lo han envenenado, estaba rabioso”, dice. Allí está el perro, con la boca abierta, congelada en el último aullido de su agonía. Si viviera Juan Ramón, quizá vería en ese perro la estampa de un año que murió envenenado de su propia rabia.

“La tarde cae. El cielo

no tiene ni un dulzor. En el ocaso,

un vago resplandor amarillento

que casi no lo es. Lejos, el campo

de cobre seco.

Y entra la noche, como

un entierro; enlutado

y triste todo, sin estrellas, blanca

y negra, como el día negro y blanco...”

[El eje central de esta Nochevieja en Moguer, la tierra de Juan Ramón Jiménez, se remonta diez años atrás. El escalofrío hoy es el mismo de cada fin de año, la certeza de un tiempo repetido, de problemas que se eternizan, que se mantienen, que no parecen encontrar solución. Pero en ese tiempo circular por el que transitamos, se muere un año, como acaba de ocurrir con 2014, ahogado por su propia rabia, agotado en sí mismo, exhausto, y nace un nuevo año que, por una inercia inconsciente que necesitamos, que buscamos, aparece otra vez el calendario cargado de energía, de esperanzas nuevas, de ilusiones renovadas. Feliz 2015 a todos.]

No habían dado aún las doce cuando el aullido de un perro retumbó entre los pinares con el estampido de un eco herido. Aullaba un perro en la noche oscura y aquel grito animal se helaba en el aire como una escarcha temprana. No habían dado aún las doce, no, ni en los pinares ni en las casas blancas de Moguer, donde el bullicio esperaba con un puñado de uvas en las manos la llegada de un nuevo año. Se oyen voces. Explota la música. Llegan las doce. Y ya no se oye al perro que ladra dolorido.

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